Alguien que renunció a pertenecer a la iglesia católica, reflexiona sobre el relato del Milagro en Salta, los intereses que representa, la visión que difunde de los salteños y la necesidad de que la religiosidad salteña no avasalle los derechos de quienes no comparten preceptos y dogmas católicos. (Matías Hessling @m_hessling)
Si hacemos un relevamiento de lo que se dice sobre nuestra historia salteña (en medios de comunicación, en discursos políticos, espacios culturales, entre otros) los relatos que construyen nuestra identidad sólo cuentan con dos hitos relevantes; las gestas güemesianas (ubicadas en el Siglo XIX) y el presunto milagro religioso (ubicado en el Siglo XVII) obrado por dos imágenes inmigrantes (españolas) para la preservación de una ciudad colonial fundada en 1582. Da la sensación que después de ellos, la pared.
Hoy los relatos oficiales tratan de impregnar un relato contemporáneo afín al momento histórico de visibilidad de los Derechos Humanos Laicos, revalorizando la figura del Gobernador Desaparecido Miguel Ragone (ubicado en el Siglo XX), relato que genera fuerte resistencia o hace de parodia, en los sectores sociales más afines a una derecha clasista, feudal, conservadora en lo político y neoliberal en el económico. No nos olvidemos que los salteños y las salteñas eligieron a mediados de los noventa un gobierno comandando por un interventor dictatorial de la provincia, Augusto Ulloa. Este tercer relato no homogeniza una identidad salteña, como lo hacen las gestas güemesianas y el Milagro católico, a las cuales, en el relato oficial, se le han borrado todos los conflictos sociales y políticos que contextualizaron estos sucesos.
Estas narrativas han dado lugar a otro correlato muy arraigado sobre nuestra identidad, la de conservadora y tradicionalista, como si toda la subjetivad salteña fuese una y homogénea. Este relato, repetido a más no poder por los actores progresistas o a la izquierda de los discursos oficiales, se convirtió en el argumento tranquilizador para afrontar las derrotas frente a los intentos de instalar relatos diferentes, pero denostando la naturalización cultural de Güemes y el Milagro.
La experiencia de intervención en lo social y lo cultural que vengo llevando en Salta, me ha demostrado que ese argumento es sólo una pantalla sostenida por los espacios que detentan el poder discursivo (medios de comunicación) para presionar a la clase política que desconoce a sus electores, con la tan instalada construcción verbal “la gente dice”.
Existe una realidad fáctica innegable: la manifestación de la memoria de las gestas güemesianas y el Milagro cuentan con una presencia masiva de personas que participan de estos relatos cada año, como sucederá este 15 de septiembre con la festividad de los patrones provinciales, el Cristo y la Virgen del Milagro.
Lo que no se visibiliza es que esa devoción y manifestación de fe, frente a unas entidades de la religión católica, no es trasladable de forma lineal a los pareceres personales y colectivos de grupos sociales salteños sobre temas y cuestiones que la confesión religiosa a la que adhieren intenta instalar dogmáticamente. Las construcciones sociales y culturales en Salta son mucho más complejas de lo que se intenta afirmar como verdad.
El rito devocional ante las imágenes del milagro tiene mucho más de las culturas originarias de lo que se cree, sobre todo si pensamos en la idea de sacrificio personal manifestada en la práctica del peregrinaje hacia el templo en el que se encuentran las imágenes sacralizadas.
Esta sacralización de la representación de la fe humana en dos imágenes que funcionan como elementos organizadores de una sociedad a partir de los términos ideológicos que imprime la religión al orden social, no ha sido desmontada de manera pedagógica por los discursos racionalistas de los grupos sociales laicos salteños. Sólo han violentado este relato, generando reacciones contestatarias y de afirmación de una identidad religiosa a la idiosincrasia salteña.
Estos intentos violentos de cruzar al dogma religioso local sólo han sido contraproducentes, generando un efecto contrario al buscado; invisibilizar aún más las relaciones de poder y el ordenamiento por clase y “raza” que es palpable cotidianamente en la provincia.
El enceguecimiento de la devoción no les permite a esos fieles cuestionar configuraciones sociales tan evidentes en la estética procesional: la distribución de los espacios en torno a las imágenes, el acceso de los poderosos, los patrones, los patricios y los ricos al espacio restringido para el pueblo, el vulgo, los pobres, los “indios”, los “negros”, los “coyas” que caminan importante distancias para encontrarse con sus patronos en un acto de renovación de fe.
La celebración del Milagro impone sus reglas obligatorias al casco céntrico de la ciudad. Obliga por ley a censurar toda actividad que no esté vinculada a dicha celebración durante los días que ésta se lleva a cabo. Esta imposición despierta discusiones acaloradas y condenas públicas por parte de los sectores laicos salteños, que reclaman una igualdad de trato frente a la imposición de una fe. Se desata una guerra discursiva que mide fuerzas, una guerra absurda frente a una masa mayoritaria que tiene el poder de imponerse sobre los otros. Los poderes católicos saben que cuentan con esa fuerza de choque si necesitan imponer su ideología al conjunto de la sociedad, y la usan, pensemos en la educación religiosa obligatoria en las escuelas, el acceso a la prensa para difundir sus opiniones frente a cualquier tema.
Ellos no necesitan salir a buscar a la prensa, la prensa ya sabe que debe consultar su opinión, siempre, aun cuando la iglesia no se haya anoticiado ni preparado para opinar sobre la situación a la que se la llama interferir. La procesión del Milagro es una demostración de esa fuerza, porque saben que es escasa la preocupación por trabajar con el pueblo las herramientas de la crítica social y comunitaria para el desarrollo humano de los colectivos sociales, y que esas herramientas que critican decisiones humanas no tienen relación con la fe en una deidad. Entonces no se critica la riqueza de los sacerdotes, curas y obispos, los abusos sexuales a menores en escuelas religiosas, la relación de estos con los poderosos que desmontan comunidades enteras, que firman convenios usureros con empresas, que confiesan y perdonan a explotadores laborales, que apañan la exclusión y vulneración social, que poco hacen por defender los derechos de las mujeres y otros grupos postergados en sus derechos humanos.
Frente a este panorama se hace necesario que las intervenciones políticas, sociales y culturales con las comunidades salteñas para el cambio social incorporen la dimensión religiosa atravesada por las dimensiones políticas y económicas locales. El mero cuestionamiento público a las imposiciones católicas genera el efecto contrario frente a una comunidad mayoritaria que se siente atacada en su identidad.
El desafío de quienes trabajamos con grupos sociales locales entonces es desplegar herramientas que permitan la comprensión del concepto “convivencia”, una convivencia en la diversidad ideológica y cultural que no avasalle los derechos de salteños y salteñas que no compartimos los preceptos y dogmas de una entidad religiosa. Los grupos no religiosos, debemos comprender por un lado que los católicos, así como tampoco los judíos, musulmanes o budistas, no son nuestros enemigos, y que patear un hormiguero no es una decisión estratégica si queremos modificar situaciones de vulneración social apañadas por el dogma eclesiástico de afirmación en la pobreza y la sumisión a los poderosos.
El argumento por el que me convocaron para escribir este artículo tenía como base mi apostasía a la fe católica, el hecho de ser el segundo apóstata del valle de Lerma. La apostasía es una renuncia explícita a pertenecer a la iglesia católica como organización social, a la que fuimos adheridos por nuestros padres al momento del bautismo. Para la iglesia católica todo bautizado es católico, está de acuerdo con sus doctrinas, y por lo tanto utiliza la cifra de bautizados (muy alta porque el bautismo se transformó en una cuestión cultural) para imponer sus puntos de vista en la legislación y conseguir privilegios estatales.
La apostasía es una acción política que tiene como fin manifestarle a la iglesia católica que no se está de acuerdo con sus doctrinas aun cuando se mantenga la fe en la cosmogonía cristiana.
Esta demostración individual, que cuando se hace de forma colectiva tiene más fuerza simbólica, es una alternativa concreta y menos violenta para con las congregaciones religiosas que en sus prácticas cotidianas son contradictorias con los dogmas católicos, y habilitan otros tipos de reflexiones sobre la dimensión política de la fe. No es vista como una amenaza a una identidad colectiva que aprendieron a defender acríticamente. Hemos visto como atacar a la Iglesia públicamente a no solo no surte efecto, sino que la fortalece. Lo que necesitamos abordar y desarrollar en las comunidades de base es una estrategia pedagógica para la transformación social que visibilice que cada vez que la Iglesia mueve todo su aparato de poder para oponerse al divorcio, al aborto, a las uniones homosexuales, a la educación sexual, a políticas anticonceptivas o expresiones artísticas, intentando imponer su moral religiosa a católicos y no católicos por igual, están hablando en nombre de todos los bautizados, utilizándolos para inflar su representatividad. Es necesario modificar nuestras concepciones entorno a la fe del pueblo, para que junto al pueblo construyamos espacios de convivencia. Quizás este fin de semana el clima de oración nos permita repensar nuestras estrategias para luchar contras las imposiciones de un dogma. Oremos.