La muerte de Fernando Báez Sosa desnuda una realidad social que no sólo tiene que ver con el deporte que se practica sino con la formación que traemos de nuestras casas. El caso deja a la vista un antes y un después en la condena judicial y social de los 10 implicados.
Ayrton Michael Viollaz es uno de los diez detenidos por el crimen de Fernando Báez Sosa, acusado de ser un partícipe necesario. Vivió los últimos 20 años de su vida en una casa estrecha sobre una calle de tierra en el Barrio Mitre de Zárate, una zona de la avenida Antártida Argentina, donde los perros son flacos y los techos son de chapa.
Los vecinos recuerdan las previas con motos en las veredas, la música fuerte y las juntadas para salir al boliche. Los Pertossi son conocidos desde hace muchos años en Zárate, se habla de antecedentes de violencia en la familia, de “sentarse a escabiar y romper botellas”, de tener metido en la sangre el hábito de pelear.
Máximo Thomsen tiene la casa más vistosa de su cuadra en Villa Fox, otro barrio de Zárate, frente a los paredones de la cancha de Defensores Unidos. Jugaba en el CASI de San Isidro, a más de cien kilómetros de su casa, uno de los clubes más tradicionales de la Argentina.
Todos coincidieron en jugar en algún momento en el Arsenal Náutico, único club de rugby en Zárate. No tienen causas previas, al menos no en su zona, o en los registros del Ministerio de Seguridad bonaerense. En la fiscalía general de Campana con jurisdicción en la zona no figuran causas que los involucren, apenas expedientes por tenencia simple de marihuana que fueron archivados. La explicación es sencilla: los rugbiers, nunca fueron denunciados.
“Estos pibes armaban quilombo a la noche”, reveló una figura de peso en la zona. Otros hablan de “noches de ir a pudrirla”, a la disco Apsara, una de las principales de la ciudad. “Constantemente aparecía un problema por una chica y ya empezaba. No es por el alcohol. A veces ni tomaban”.
Hay una cultura local que los ampara: los chicos que terminan la adolescencia en la zona no se denuncian entre sí en la comisaría por golpearse, no está bien visto. El Código Penal castiga las lesiones, pero no el acto de golpear. Las guerras entre los chicos no son por camisetas. Hay un elemento de clase, en algunos casos decirle “chetito” a uno que pasa, o discriminar a un chico por ir a un colegio con números en su nombre en vez de un santo católico. Salir a pelear es solo una parte del problema. El bullying es mucho más tentador para una patota, la víctima es para toda la vida.
Pablo Ventura practica remo en el club Náutico: queda justo enfrente del club de rugby en el cruce de Belgrano y Rivadavia, cerca del río. Los vecinos dicen que “lo tenían de punto por ser un nene re bueno”, porque sus dos metros de estatura no eran intimidantes. “Se abusaban de que tenía auto y plata. Lo agarraban de ‘buenudo’ y se pasaban de vivos. El chabón es demasiado generoso”. En sus declaraciones, dijo que no tenía odio en el corazón, cuando salió de la DDI de Villa Gesell, luego de que el juez Diego Mancinelli le dictara la falta de mérito tras acusarlo de ser un partícipe necesario de la muerte de Fernando.
Los rugbiers lo implicaron cuando la Bonaerense entró a la casa que alquilaban para detenerlos. Un policía preguntó por una zapatilla. Los rugbiers lo señalaron a Pablo y horas después lo arrestaban a Ventura en Zárate, a 500 kilómetros. Su padre, José María, y su abogado lograron liberarlo, llevaron videos, testigos, pruebas médicas que para la Justicia fueron obvias.
“Con uno de ellos tuvo un altercado hace años cuando eran muy chicos”, explicó Ventura padre. “No comprendemos el bullying. “No sé si es porque hay mucha pica entre remo y rugby. Es una locura llegar a este extremo”.
“Para ellos, era una práctica habitual golpear a una sola persona entre varios”, aseguró Marcelo Urra, apoderado del Club Náutico Arsenal de Zárate. El Club Náutico Arsenal suspendió a los rugbiers que integraban su club y el Club Atlético San Isidro (CASI) también sacó de su lista de socios a Máximo Thomsen. Pero no alcanza con parar la pelota.
“Es hora de que el deporte se ponga los pantalones largos”, interpela el Doctor en Ciencias Sociales y Profesor de Educación Física Pablo Scharagrodsky, compilador del libro histórico (de próxima aparición) “Hombres en movimiento. Cultura física, deportes y masculinidades”.
“Los clubes deben incorporar la perspectiva de género. Esta situación no es aislada sino que se repite recurrentemente”, resalta Scharagrodsky. El machismo mata a las mujeres y, por eso, la pelea contra los femicidios es una cuestión social, pública y política y no de casos aislados. Muchas veces para contraponer la pelea contra la violencia machista se dice que hay más varones asesinados que mujeres. Pero el punto es, que la mayoría de los jóvenes asesinados pierden la vida también a causa del machismo: en peleas callejeras, en discotecas o entre vecinos; por el gatillo fácil de la policía o por su piel y condición social. La lucha contra el machismo no es contra los varones, sino para que se puedan preservar sus vidas, amenazadas por varones violentos que buscan demostrar su poder a través de la fuerza.
“El rugby no tiene la culpa”, subraya Cecilia Di Constanzo, ex jugadora de rugby en Centro Naval e integrante de la Comisión de Género del Club Universitario de La Plata.
Así como la pollera no es culpable de la violación, la pelota ovalada tampoco es la responsable de las patotas encarnizadas contra el mas débil. Sin embargo, los inicios y ritos de los deportes son la esencia de la educación de los varones para ser agresivos, ganadores y humillar a sus rivales.
El rugby ha sido practicado desde sus orígenes en una elite masculina y blanca. Pero no hay que estigmatizar a una práctica por su historia o ciertas instituciones. La tradición ha sido sexista, clasista y patriarcal en sus orígenes, pero pasaron más de cien años.
La inserción de las mujeres en el rugby es central para pensar que no se pide que el deporte desaparezca o que la fuerza y la garra tengan que extinguirse, pero sí que no se aliente la agresión y la superioridad como formas de crueldad frente a los otros. La aparición de equipos de mujeres y disidencias sexuales es un signo claro de que no hay que dejar la cancha sino repensar qué pasa adentro y afuera de los partidos y entrenamientos.
“El rugby se mantiene conservador y en ese mundo conservador hay un modo de ser varón que exige ciertas demostraciones. En el juego se exacerba la pertenencia, el equipo y la cohesión. Y eso a veces puede ser muy peligroso en un espacio reafirmador de masculinidades. Y lo que hacemos nosotras en el rugby es dinamitar las bases por las que se construye esa masculinidad. Las mujeres dinamitamos esa filosofía que dice que hay que ser viril para poder jugar al fútbol y al rugby que son los deportes tradicionalmente masculinos en Argentina”, relata Di Constanzo.
En Argentina hay 5.176 mujeres que juegan al rugby, según la Unión Argentina de Rugby (UAR). Pero entre noventa clubes, solo veinte tienen rugby femenino.
El problema no es el rugby, es la composición social de quienes lo practican. Varones de clase alta y media/alta que se perciben superiores.
Caio Varela, Presidente de Ciervos Pampas dice: “Hoy tenemos la misión de reinventarnos como varones en una sociedad racista, machista, homofóbica, xenofóbica”. “No puedo creer la sordidez de una falsa acusación a otro chico”, se asquea. Y reflexiona: “Pero es la lógica del machismo: la mentira, la manipulación y el menosprecio al otro”.
“Uno no se autopercibe como varón y chau, con eso es suficiente. Todo el tiempo está el riesgo de feminizarse y, por eso, se debe reafirmar la masculinidad a través de alguna potencia. Cuando no se dispone de potencia económica se traduce en potencia sexual o se produce una gran frustración. Pero todo el tiempo hay que mostrarle al resto que se es un varón hecho y derecho”, señala Di Constanza.
La Doctora en Ciencias Sociales Julia Hang, becaria del CONICET que investiga las relaciones entre deporte, política y género explica: “Este caso muestra que la violencia entre varones jóvenes tiene una lógica y una racionalidad anclada en el machismo estructural de nuestra sociedad que supone demostrar todo el tiempo la virilidad, la masculinidad y la hombría, que la violencia entre varones jóvenes tiene la lógica del machismo estructural».
La investigadora también acota: “¿Un grupo de pibes jóvenes va a bailar a una discoteca o va a buscar pica? ¿Qué es lo excitante de terminar en una pelea un sábado a la noche? Los pibes se pelean porque es apasionante, divertido y les genera adrenalina. Deberíamos pensar porqué los varones necesitan encontrar emoción en las peleas. ¿Que hay en nuestra sociedad, en el modo en que vivimos, que lleva a eso?”
El crimen de Fernando espanta y genera conmoción social. Se da en un tiempo y en un país de grandes avances del feminismo. Demuestra que este progreso no es indiferente a la muerte de los varones, sino que la agresión serial sin freno es un riesgo para cualquiera que sea más vulnerable que los que se adjudican ser más fuertes.
El vínculo entre rugby y violencia no es nuevo, ni un territorio sin explorar. Juan Branz jugó al rugby y fue futbolista profesional e investigó durante ocho años los mandatos de masculinidad del rugby. Ese trabajo lo volcó en el libro “Machos de verdad, Masculinidades, Deporte y Clase en Argentina”.
«El rugby fue esencial para la exaltación de la virilidad”, define. Y explica: “El deporte es masculinizante y se expresa con cierta idea de cofradía, de club de amigos. En ese club tenemos que conformar y certificar que somos “machos, pero de verdad”. Impugnamos todo lo que no responda a las lógicas de una masculinidad dominante: la exaltación y exhibición de todas nuestras potencias. Potente, de eso se trata”.
La psicóloga Mariela Fernández, Directora de Salud Mental de Lomas de Zamora manifiesta que “son víctimas del machismo los testigos centrales de la violencia de un padre o una pareja de su mamá contra ella, cuando reciben maltratos, amenazas y golpes, cuando sienten que tienen que interponerse entre el agresor y su mamá, cuando piensan que el único modo de salir de eso será crecer para ejercer esa misma violencia contra el agresor, cuando son víctimas de abuso sexual infantil y cuando son víctimas indirectas de femicidios”.
Entonces, ¿el problema es la práctica de un determinado deporte? No. Y en muchos casos, tampoco lo es el alcohol sino el vínculo tóxico que el patriarcado les impone tener con esas prácticas y que con el objetivo de “pertenecer” se ejecutan sin cuestionamientos. (N.J.)