La semana transcurrida sintetizó un pliego fundamental de la realidad salteña: el de la corrupción y la impunidad viviendo un apogeo tal, que quienes la ejercen la exhiben como signo de distinción de su propio poderío. Augusto Ulloa, Juan C. Romero, Pamela Caletti y el juez Víctor Soria vinieron a confirmarlo. (Daniel Avalos)

Son personajes que representan a distintos poderes y a distintos periodos políticos de la provincia pero que, sin embargo, comparten rasgos comunes: ocuparon y ocupan roles de mando; en el ejercicio de esos mandos invocaron e invocan la legalidad, pero actuaron o actúan en nombre de un estado de situación que los llevó a violar las reglas formales; todos fueron denunciados por cometer irregularidades mientras ejercían esos roles de mando, pero todos han mostrado que pueden zafar de un proceso judicial, la denuncia periodística o un Jurado de Enjuiciamiento porque forman parte de un engranaje de Poder que, justamente, permite a los que forman parte de él, actuar sin que nunca les preocupen las consecuencias que esos actos les puedan acarrear.

Repasemos. El exgobernador Augusto Ulloa debía declarar por crímenes cometidos por la dictadura de la que él formó parte, pero en su declaración manifestó, simplemente, no recordar nada de aquello. Recordemos que eso que acá llamamos “aquello”, fue objeto por más de treinta años de políticas de la memoria para recordar, justamente, aquello que no queremos más: golpes de estado, centros clandestinos de detención y desaparición de personas que dejaron como cicatriz permanente a miles de familiares de desaparecidos para los cuales nunca hubo aniversario de muerte ni duelo por el ser querido, sino solo el dolor insondable de una búsqueda que en el fondo siempre se percibió inútil. Algunos medios quisieron disculpar al viejito exdictador, sugiriendo que la senilidad del anciano hacía creíble una coartada que, sin embargo, también fue practicada en otras situaciones, porque para personas como Ulloa el olvido es un atajo imprescindible para forjar un relato que prescinda de su propio rol en aquellos tiempos macabros. Otro exgobernador, Juan Carlos Romero, no optó por el olvido. Lo hizo sí por una sutil forma de prepotencia que lo llevó a no presentarse ante la Justicia que lo había citado y facultar a un letrado para que explique que él, Romero, no se quedó irregularmente con tierras del Estado y que la acusación obedece a que es un perseguido político.

Pamela Caletti, la actual ministra de Justicia, fue el centro de las denuncias periodísticas de la semana. Esas que señalaron que ella y parte de sus familiares fueron beneficiados con créditos que la joven ministra no precisa, pero que sí le permitieron acceder a algo que cualquier beneficiario del plan PROCREAR no podría hacer: edificar en un bucólico country de la ciudad lo que seguramente debe ser una residencia bastante impresionante. Ante ello, la Ministra -que desde su juventud forma parte del círculo duro que el poderoso padre del Gobernador fue montando en la Justicia- optó por el silencio indiferente, de esos que no gritan ni chillan porque la portadora del silencio ya se sabe conquistadora de un sitial del Poder al que siempre se sintió predestinada. Los que sí hablaron en su defensa fueron otros funcionarios “U”. Y lo hicieron apelando a la lógica del mismo Juan Carlos Romero, porque también dijeron que la Ministra es víctima de una operación orquestada por el exgobernador, quien, empleando el diario de su propiedad -El Tribuno-  difunde informes que no buscan la verdad, sino dañar políticamente al adversario político que, en este caso, sería la gestión de Juan Manuel Urtubey. Convengamos algo: que la política editorial de los propietarios de ese diario sea la descripta, no ensombrece el trabajo de los periodistas que elaboraron una investigación original, de esas que alumbran cosas que el Poder trata de que queden en las sombras y en el que, evidentemente, esos periodistas invirtieron tiempo para rastrear los documentos que permitieran concretar la original investigación.

El caso del juez Víctor Soria es distinto. Para zafar del Jurado de Enjuiciamiento que debía decidir si lo apartaba o no de su cargo por haber impedido la realización de un aborto no punible -previsto en la legislación nacional- a una niña de 13 años que quedó embarazada luego de ser reiteradamente violada, Soria precisó del socorro de otros que optaron por no apartarlo. Rescatistas que, más que preocupados por esa pieza tosca del engranaje judicial llamado Víctor Soria, estaban preocupados por mantener una visión de las cosas a la que este gobierno ató su destino desde el principio: una supuesta moral que es hija de una religiosidad arcaica, encadenada a la figura de un dios vengativo y a los mandatos de una iglesia que, administrando las creencias de millones, rechaza toda forma de sexualidad que no esté vinculada a la reproducción de la especie. Una forma de concebir las cosas que posee tan pocos adeptos, que se han visto obligados a recurrir a un eslogan que careciendo de datos objetivos que la sustenten, hace uso de una consigna ambigua pero efectista: el derecho a la vida.

Todo lo expuesto, sin embargo, confluye en una misma cosa. La impunidad es mucho más que un vicio que atraviesa a las sociedades. La impunidad es un privilegio de los poderosos que explica por qué la corrupción debe ser definida como propia de grupos organizados con el poder y el dinero suficiente para controlar vastos sectores de decisiones públicas. Una realidad lacerante tan internalizada en la población, que explica por qué esta suele reaccionar de una manera asombrosamente homogénea cuando percibe la impunidad de los poderosos: con un leve movimiento de hombros y una expresión que lo sintetiza todo: “Y bué…”. Expresión que indica que esa realidad de corrupción e impunidad no es producto del desquicio de unos cuantos, sino un todo que sigue siendo fuerte, algo sólidamente construido y ante lo cual muchos repiten aquella frase que es una habitualidad del lenguaje que no busca impedir y contrarrestar la adversidad, sino describir la aceptación de la misma. En fin…una evidente aceptación que consolida aún más esa realidad que oprime, porque refuerza la imagen del ciudadano como punto miserable de una estructura todopoderosa e inmodificable.

Semejante conclusión, qué duda cabe, solo puede arrojarnos a un tipo de desencanto y quietismo funcional respecto a lo establecido. Por eso mismo, conviene rebelarse ante ello a fuerza de pura voluntad. Esa de la que hablaba Antonio Gramsci cuando, concluyendo que la razón o la inteligencia a veces puede condenarnos a la inacción, proponía saltar el cerco por el atajo de la voluntad. Imperativo que tan magistralmente recreara Ignacio Paco Taibo II, cuando en su novela “A cuatro manos”, retratara a dos personajes que agobiados por el encierro del que eran víctimas, terminan preguntándose cómo escapar de allí hasta que uno exclama: “Ya sé cómo vamos a salir de aquí”, “¿Cómo?”, quiso saber el otro: “Con terquedad”, precisó el primero mientras “sus dientes brillaban en la oscuridad en una diabólica, solidaria y fraternal sonrisa”. Imperativo gramsciano bien seguido por la Fundación Entre Mujeres. La misma que había impulsado la destitución del Juez Soria y que ante la decepción porque el Poder decidió mantenerlo, reaccionó con el optimismo de la voluntad y anunciaron que “vamos a recurrir a instancias internacionales para que el Juez Víctor Soria sea expulsado de su cargo”.  Optimismo de la voluntad que podría, incluso, cambiar radicalmente el significado resignado de la expresión “Y bué…” para convertirla en expresión de determinación para cambiar aquello que debe ser cambiado: “Y bué… no será sencillo terminar con la impunidad, pero lo intentaremos…”; “Y bué… será muy difícil convencer a amplios sectores de la sociedad que la corrupción no es un fenómeno natural al que debemos acostumbrarnos, pero insistiremos…”; “Y bué… todo indica que las denuncias periodísticas no pueden impulsar investigaciones judiciales que reparen los daños causados por algunos poderosos, pero seguiremos buscando la información necesaria para seguir denunciando y recordando a los juzgados que la justicia no es solo existencia de leyes, sino también aplicación efectiva de las mismas…”; “Y bué… evidentemente no es nada fácil este desafío dictado por el optimismo de la voluntad, pero nos obstinaremos en llevarlo adelante hasta que la obstinación logre que la denuncia se convierta en un problema político insoslayable…”