Con la obstinación de Aureliano Buendía, el personaje de García Márquez que en Cien años de soledad libraba batallas aun cuando supiera que las perdería… usaremos la columna para decir que el spot con el que Olmedo presenta al servicio militar como remedio de las adicciones, es una perversa aunque eficaz mentira. (Daniel Avalos)
Lo último porque son muchos los que, a partir de la prédica del sojero, creen que una medida de ese tipo resolverá el acuciante y real problema. Y una mentira porque el enunciado parte de un doble engaño, del que el embaucador es plenamente consciente. Uno de esos engaños es de orden ideológico; el otro, de tipo operativo. El primero se relaciona con la clara intencionalidad de presentar a ese servicio militar como eso que los católicos edificantes denominan La Gracia: una misteriosa revolución espiritual por medio de la cual, en este caso el adicto, escucha una especie de llamado a partir del cual abandona su estado de confusión, delito y pecado, para terminar abrazando el bien, la luz y la civilidad que los olmedos consideran deseable. Lejos de esta concepción trascendental, aparece el otro engaño, que es de orden terrenal: presentar como posible la medida redentora, aun cuando la misma carece de posibilidades concretas de realización. Detengámonos en este punto y reparemos en un detalle revelador: el silencio del sojero a la hora de decir cómo y con qué llevará adelante lo que dice querer implementar.
Porque Olmedo nos sofoca con un diagnóstico del que nadie duda (el gravísimo problema de las adicciones, sobre todo en los jóvenes); nos sofoca también con una solución polémica, que asegura que la pedagogía del dolor que impera en los cuarteles, las faltas disciplinarias, las marchas forzadas, las obediencias debidas o las poses marciales recuperarán a los adictos o evitarán que los jóvenes tengan contacto con los estupefacientes. De lo que nunca habla Olmedo, sin embargo, es sobre cuáles son los pasos que el Estado nacional o provincial debe dar para efectivizar lo que él dice que hay que hacer. El silencio es mayor todavía cuando uno se pregunta de dónde saldría la infraestructura y los recursos para solventar esa gigantesca empresa. Y ante el silencio del redentor, debe recurrir uno a las operaciones matemáticas sencillas que explican por qué ningún legislador se hace eco de Olmedo. Legisladores que podrían creer con Olmedo que lo castrense resuelve el deterioro social y moral, pero que aun así, saben que el arcaísmo ideológico requeriría de un dinero con el que este país no cuenta para garantizar el acuartelamiento masivo de 1.416.585 jóvenes que, según el censo 2010, actualmente cuentan entre 18 y 19 años: 715.836 varones y 700.749 mujeres. ¿Cuál es el dinero que se precisa para garantizar esa conscripción? Nadie lo sabe, y Olmedo no lo dice. Pero Olmedo es Olmedo y por lo tanto en sus propias vocinglerías puede uno encontrar algunas pistas. Ocurrió en agosto de 2012, cuando el sojero se paseó por los programas de FM Aries para denunciar que Salta mantenía los presos más caros del mundo. Reos que al Estado le costaban $5.000 mensuales para garantizar su encierro. Y aunque nunca dijo que esa cifra incluía el pago de salarios a los miembros del servicio penitenciario, mantenimiento del penal, traslados, luz, agua, comida y otros ítems, no sería descabellado pensar que una cifra similar sea la necesaria para garantizar la efectiva conscripción comunitaria. Una cifra que representaría la asombrosa suma de $7.082.925.000 mensuales, que a su vez representan el 60% del presupuesto provincial salteño 2013. Cifra que, multiplicada por doce meses, asciende a una suma monstruosa, y que lo seguiría siendo aun cuando Olmedo pretenda destinarle a cada conscripto la mitad de lo que el Estado salteño emplea en encerrar a sus presos.
Allí radica el carácter desopilante de la idea olmediana que el sojero, como buen facho silvestre, presenta como absoluta, simple, no contaminada ni deteriorada por elaboraciones teóricas y valoraciones morales que los zurdos y académicos maliciosamente buscamos complicar. Desopilante idea, que sólo merecería una mueca de asombro incrédulo si no fuera por una delicada situación: la mentira se apoderó de una parte importante de la población. Una que, a la luz del análisis de los resultados electorales del 11 de agosto pasado en la capital provincial, está concentrada mayoritariamente en los sectores de clase media, media-baja y baja, que padecen la problemática de las adicciones de una manera más alarmante a la de otros sectores sociales. Se impone entonces una pregunta fundamental: ¿cómo ese hombre de lenguaje monocorde, frases entrecortadas y pose encogida, ha logrado hacer creíble para tantos miles algo que es abiertamente imposible? Para responder la pregunta no alcanza con decir que vivimos en la era de la propaganda en donde los publicistas internalizan exitosamente como verdadero aquello que se repite infinitamente. Tampoco alcanza con esos enfoques primermundistas que suelen identificar en pueblos como los nuestros una patológica pasión por lo imposible. Hace falta ir más allá y asegurar, y denunciar, que la mentira que Olmedo construye y vende requiere de una materia prima esencial: el miedo, la angustia y la desesperación que se apodera de miles de hombres y mujeres, padres y madres, hermanos y hermanas, primos, tíos, amigos, compañeros de estudio y buenos vecinos que sienten que un hijo, esposo, esposa, hermano o hermana, primo o prima, amigo o amiga o vecino, son víctimas de un flagelo letal que incide en terceros.
He allí la perversidad de Olmedo: concentrado en no perecer políticamente, ha convertido el sufrimiento de los sectores empobrecidos en su espacio electoral vital. El polémico spot lo muestra claramente: el escenario en donde transcurre esa historia de un minuto y veintiún segundos representa a esos conglomerados que surgieron como asentamientos y en donde sus pobladores suelen sobrevivir de la economía informal, se hacinan en precarias construcciones sin servicios básicos y en donde el acceso a los mismos suele ser casi siempre el resultado de cotidianas luchas contra el Estado. El spot, como Olmedo, prescinde de las palabras y los argumentos. Sólo hace uso de las imágenes sórdidas y brutales que se empujan unas a otras con el objetivo de llegar no a la razón de las personas, sino a las emociones de los televidentes: alcohol, cocaína, un asalto violento, la fuga por las calles a media luz de esos violentos, otra vez el alcohol, otra vez la droga. Luego viene lo peor. No porque la imagen carezca de correspondencia con la realidad, sino porque busca con esa imagen conseguir el voto de los que padecen esa realidad a cambio de una promesa que no puede cumplir: una madre que, en la soledad de su casa, padece la angustia insondable de saber que el hijo deambula por algún lugar en busca del tóxico letal. Una madre atormentada porque las drogas han purgado de su hijo cualquier preocupación ajena al submundo de los dealers. Una madre que no sabe cómo hacer para que su amado hijo deje de languidecer día a día y al que rescata semisonámbulo de un antro que todo policía conoce pero que casi nunca allana. Una realidad macabra, que acaba cuando hace su aparición la mentira de Olmedo – el servicio militar comunitario – para redimir al perdido. Un Olmedo que hace las veces de pastor religioso embaucador. De esos que prometen el milagro, un hecho sobrenatural acaecido por alguna intervención superior y que por ello mismo no necesita de explicaciones que den cuenta de cómo ocurrirá lo que se promete, aunque sí goza de los diezmos que en su caso quiere que sean en forma de votos.
Pero nada de eso importa a los publicistas de Olmedo. Porque esos sí que se entregaron a la exploración de la condición humana para explotar sus miedos más profundos, aunque lo hicieron para poder someter a los que padecen los mismos. Justamente allí radica el fracaso de la política de la que Olmedo es parte, aunque él asegure que no por provenir del ámbito empresarial: propagar objetivos inalcanzables, condenando al fracaso de antemano la esperanza de mejoría social; prometer metas que se hallan por fuera de las posibilidades reales de concreción, asesinando la esperanza del progreso efectivo. Y todo, pero todo, para que un burócrata de la política, de esos que creen que todo puede cambiar en el mundo menos el lugar que ellos ocupan… pueda bregar sin arrepentimientos por lo único que en verdad les importa: la vida propia.