Urtubey confirmó su noviazgo con Isabel Macedo. Más allá de los vínculos afectivos reales, el anuncio responde a una lógica recurrente: políticos que recurren al espectáculo para impulsar su nivel de conocimiento a nivel nacional. (Daniel Avalos)
Aunque nadie pueda atreverse a dudar de los vínculos afectivos reales entre el gobernador y la actriz, el objeto de estas líneas es otro: enfatizar que en las últimas décadas el mundo del espectáculo ha ido al auxilio de figuras políticas que, desconocidas por el gran público nacional, ven en el chisme primero y el roce con celebridades después un potencial atajo hacia una popularidad. Condición, sabemos, insoslayable para desembarcar en puestos de control del Estado a partir de la elección de la ciudadanía.
Hasta ahora Urtubey había sido inmune a ese tipo de lógica. Desde ayer esa situación cambió. La ola de chismes había empezado el jueves a la mañana con el tuit de un periodista vinculado al espectáculo que tuvo la naturaleza propia del rumor. A partir del mismo, los programas de chimentos le dedicaron al asunto mucho tiempo y los resultados habrán sido asombrosos: millones de televidentes se enteraron que la exquisita y hermosa actriz estaría de novia con un gobernador buen mozo que desea ser presidente de la nación y se apellida Urtubey.
El problema de los chismes es su escasa durabilidad: unas cuantas horas, a lo sumo un día. Entonces al chisme le siguió la confirmación de boca del propio gobernador: «Gobernador: ¿está de novio?», le preguntó un periodista en un acto donde el mandatario entregaba casas en el norte de la ciudad. «Sí», respondió lacónico el consultado. «¿Quién es su novia?», insistió el reportero. «Isabel», confesó el enamorado quien además, con la dulzura propia que caracteriza a tal especie, aseguró que la traerá a estas tierras.
El chisme, entonces, dejó lugar a la noticia que hará del gobernador salteño blanco de nuevas noticias en programas nacionales políticos y del espectáculo. Ahora bien, tanto en los primeros como en los segundos, la lógica de la información será más o menos la siguiente: mostrar al candidato no a partir del miedo, odio, amor o del dolor que sus políticas puedan generar o remediar en la provincia que gobierna o en la nación que desea gobernar, sino resaltando una intimidad supuestamente maravillosa propia de esos enamorados que dicen apoyarse unos sin un motivo distinto al de ser parte de esa relación.
El que inauguró el método y lo llevó a rango de ciencia política, fue Carlos Menem, en la década del 80, cuando desde la gobernación de La Rioja se lanzó a disputar la presidencia. Lo habíamos adelantado la semana pasada en el editorial “La Gran Carlos Menem” donde asemejábamos el proceso del riojano aquella vez y la estrategia de Urtubey ahora en un contexto similar: la derrota del justicialismo en las presidenciales de 1983 y 2015 respectivamente.
Parte de esa editorial decía lo siguiente: “… siendo gobernador de La Rioja, Menem fue el primer gobernador peronista que se acercó a Alfonsín en los comienzos del gobierno radical, tal como hoy hace Urtubey con Macri; por ello mismo Menem soportó estoicamente los insultos con que el peronismo lo recibió en un congreso partidario de 1985 en el Odeón, tal como se suponía que Urtubey iba ser recibido en Obras Sanitarias el pasado miércoles [17 de febrero]; a Menem le importaba poco la ascendencia que Antonio Cafiero adquiría siendo gobernador de Buenos Aires enarbolando la bandera de la renovación peronista (…), tal como ahora el propio Urtubey se muestra indiferente a las maniobras de un Sergio Massa que a diferencia de Cafiero no es gobernador, pero que sí pavonea de sus cinco millones de votos en octubre. Mientras todo eso pasaba, Menem se juntaba con la gente y aparecía en las revistas de espectáculos; tal como hoy hace el mandatario salteño en los programas y diarios de los medios hegemónicos donde logra dos objetivos simultáneos: acceso a los hogares de clase media y legitimación en el establishment”.
Nótese el detalle. El editorial evitaba afirmar que el mandatario salteño recurriera a los programas de chimentos en su carrera presidencial. Era obvio. Hasta ahora, como ya dijimos, Urtubey había prescindido de esa metodología. Esa fase ha quedado atrás. Sus pretensiones nacionales lo empujan a ir a fondo en una estrategia que con justicia podrá ser catalogada como superficial por muchos, aunque el manejo de la superficialidad no siempre implique carencia de inteligencia. Y como esta última no siempre está asociada al bien común, tampoco podría sorprender que la lógica pueda llegar a ser exitosa.