Por Alejandro Saravia para Cuarto Poder

 

Cuando Bartolomé Mitre, en 1863, posesionó en sus cargos a los integrantes de la primera Corte Suprema de la Nación, decía: “…Como Presidente de la Nación busqué a los hombres que en la Corte Suprema fueran un contralor imparcial e insospechado de las demasías de los otros Poderes del Estado, y que viniendo de la oposición dieran a sus conciudadanos la mayor seguridad de la amplia protección de sus derechos y la garantía de una total y absoluta independencia del Poder Judicial…”. 

En una simple frase este presidente, militar, historiador y periodista argentino, condensaba varias cuestiones que convendría tener presentes en estos días, convulsionados como están por diversos movimientos que se van dando en los diferentes organismos de control establecidos en nuestra Constitución Provincial. Esto es, Corte de Justicia, Ministerio Público y Auditoría General de la provincia.

Sí, ya sé que Mitre tiene “mala prensa” histórica, pero, entonces, si prefieren, y en esa misma dirección, tenemos el ejemplo de lo hecho por Raúl Alfonsín en 1983, cuando le ofreció la presidencia de la Corte Suprema de Justicia a Ítalo Luder, quien había sido su adversario en las elecciones presidenciales de ese año. Luder, que al parecer no entendió de qué venía la cosa, no le aceptó el convite. Mas el ejemplo está claro: si realmente querés que te controlen poné en el sitio de control a alguien que no sea de tu propio palo. Si ponés para ello a alguien amigo tuyo, o que de alguna forma te deba agradecimiento o pleitesía, eso no es control, es pantomima.

A las instituciones hay que tratarlas con delicadeza, sutilmente. Respecto de ellas es aplicable aquel refrán dedicado a la mujer del César: no sólo tiene que ser honesta, también tiene que parecerlo. 

Respecto a esto se da también lo que podríamos denominar “la paradoja de los argentinos”.  A nosotros cuando se nos presenta un problema, decimos: ¡hay que sancionar una ley!… e, inmediatamente, buscamos el modo de violarla o directamente de ignorarla. De ese modo no solucionamos el problema, los amontonamos, y además desvirtuamos el valor de la ley. Lo mismo pasa con las instituciones. Podemos traer al mejor constitucionalista del mundo, a Kelsen, Loewenstein, Bobbio, el que sea, pero, si a la cabeza de las instituciones que surjan de esa maravillosa Constitución lo ponemos, por ejemplo, a Luis D´Elía, esas instituciones van a ter la talla de D’Elía, no de Kelsen o Bobbio.  

Tiene que haber una cierta consistencia entre las instituciones y las personas que les dan vida. Si quieres que los órganos de control te controlen, poné a alguien con prestigio en la tarea de control, no a tu amigo. No a D´Elía. Eso es engañar. Es hacer como sí.

En aquellas simples palabras de Mitre, que citábamos al comienzo, están las dos funciones esenciales del sistema judicial: el control protectivo de los derechos y garantías individuales, y colectivos, podríamos agregar ahora, pero también el control de las demasías de los otros Poderes, para decirlo con palabras de Mitre. Es decir que el Poder Judicial y el Ministerio Público deben custodiar todo lo relativo a las garantías y derechos individuales y colectivos, mencionados en la parte dogmática o programática de la Constitución, pero también deben evitar que prosperen “las demasías de los otros Poderes”, lo que está normado en la segunda parte de la Constitución, la parte orgánica.

Esas dos funciones tan delicadas y trascendentes exigen, por serlo, independencia e imparcialidad en los llamados a desempeñarlas.

El sistema judicial está integrado por magistrados y funcionarios que no son elegidos democráticamente, electoralmente, y deben su legitimidad a dos ingredientes fundamentales: uno es, como dijimos, la independencia, es decir, la necesidad inclaudicable en cada caso de pronunciarse por los dictados de su conciencia y sapiencia, no por los de su jefe político, de su mandamás o de quien fuese. Y, por otro lado, se legitiman mediante su propio prestigio que, a su vez, se retroalimenta en función de su independiente desempeño. De allí deviene lo que podríamos catalogar como “autoridad”. Es decir, algo modélico que, por serlo, es respetado por todos. De esa autoridad deviene el acatamiento de la sociedad y, en definitiva, su apaciguamiento. Lo que se conoce precisamente como paz social.

Una de las funciones fundamentales que se atribuye a estos órganos de control es la persecución de la corrupción de los funcionarios públicos. Es decir, que la tarea de control sobre el desempeño legítimo de los funcionarios públicos está acentuadamente impuesta al Ministerio Público. Entendiéndolo así, María Angélica Gelli, por ejemplo, dice respecto del Ministerio Público nacional que “Por la ubicación metodológica del órgano en la Constitución; porque ningún valor republicano impide incorporar un nuevo poder a la tríada clásica y por el rango de funciones que tiene, el Ministerio Público constituye el cuarto Poder del Estado”. Agregando a continuación que en las democracias modernas la importancia funcional que reviste el control de la corrupción administrativa… señala un centro de atribuciones específicas y de contenido institucional.

Como vemos, es trascendente lo que se está poniendo en juego. La Corte de Justicia, el Ministerio Público y también la Auditoría General de la provincia, tienen un rol esencial de control. Y los amigos no son los más indicados para ejercerlo. En este caso, cuando de amigos se trata, más que de control deberíamos hablar de encubrimiento, el que está tipificado en el Código Penal. No es un buen sustento, desde ya, para un buen andamiento institucional.