Las palomas docentes se impusieron finalmente a los halcones del Gran Bourg. Por eso volvieron a clases exhaustos, pero cargando en los portafolios un incremento salarial que los halcones juraban que no otorgarían, más el reconocimiento de que la Asamblea en la que se nuclearon es interlocutora válida del sector. (Daniel Avalos)
Lo último es, quizás, el mayor logro de una lucha que superó el mes. Y es que toda la estrategia del gobierno se asentó en negarle entidad a esa organización de los docentes autoconvocados para así, con silencios prefabricados, argumentar que era imposible negociar con algo que no existía. No importaba que los inexistentes se corporizaran en miles y miles de hombres y mujeres marchando por las calles. El Estado provincial se valía de la prerrogativa por la cual sólo los Estados otorgan identidad a los súbditos y sus organizaciones. Desde allí, podía insistir con que sólo son objeto de negociaciones aquellos a los que ese Estado certifica existencia a partir de papeleos que, debidamente escriturados y sellados, prueban que un ciudadano o una organización efectivamente ha nacido, efectivamente ha muerto, efectivamente vive y efectivamente cuenta con el derecho de peticionar, litigar, negociar, perder o ganar.
De allí que la estrategia de la invisibilidad de los docentes autoconvocados atravesó siempre al conflicto. Docentes de carne y hueso, indudablemente tangibles y palpables para cualquier mortal, hombres y mujeres que cuando caminaban, marchaban o cantaban, se dejaban ver de cuerpo entero. Docentes que primero se comportaron como lo suelen hacer muchos que al ir al encuentro de las autoridades, tratan de cuidar los modales para no enojar a quien, controlando los sellos, suele disponer del Poder de decidir cuáles son los problemas que ese Estado resolverá y cuáles no. Secretarios, ministros y hasta gobernadores que ante tamaño Poder suelen ser objeto de las precauciones con las que los ciudadanos les reclaman ciertas cosas. Precauciones docentes que durante semanas fueron inútiles porque las autoridades insistían en que esos docentes no estaban debidamente registrados y que por lo tanto, esos mil, luego dos mil, más tarde tres mil y finalmente diez mil trabajadores eran invisibles. Ocurrió entonces lo que suele ocurrir en estos casos: los invisibles dejaron las prudencias de lado y asumieron una irreverencia que los fue volviendo visibles. Ya habían concluido que la invisibilidad original no radicaba en la razón burocrática, sino en que el Estado simple y llanamente no los quería ver, porque ignorándolos podían mantener aquella idea de que las riquezas y la economía de una provincia no pueden estar al servicio de la autorrealización de las mayorías sino al servicio de las minorías. Justo lo contrario a lo que pedían los docentes que iban corporizándose a fuerza de gestos menos delicados, ademanes menos pausados, marchas más estruendosas, obstaculización del tránsito, acampe en la plaza, marchas a la Legislatura, escrache a funcionarios en actos oficiales y hasta en visitas incómodas a actos protocolares de personajes como Florencio Randazzo que, arribando a la provincia para realizar grandes anuncios ferroviarios que le abriera posibilidades de ser un presidenciable, se encontraba acá con comandos docentes que estaban en todos lados para exigir siempre lo mismo: que se los reconociese como organización protagonista de un conflicto que para resolverse requería de canales de negociación.
Ocurría acá en la Capital, pero también en el interior. El avance docente era una arremetida tumultuaria propia de las viejas montoneras federales del siglo XIX. De esas que podían no tener una estrategia clara, carecer de las combinaciones matemáticas que acercan a la victoria sorteando las contingencias… pero que se caracterizaban por ser una fuerza incontenible, pura energía desatada y un despliegue máximo de voluntad que terminó por quebrar moralmente a un Grand Bourg que cuando debió admitir que los autoconvocados sí existían, ya era tarde. Un Grand Bourg que quedó reducido a la sola apuesta de que el tiempo desgaste el conflicto, mientras se sumía en la somnolencia de siempre, esa que lo asemeja a esos personajes de ficción que no hacen nada excepto estar allí, inmovilizados y sin planes y objetivos claros. Lo absolutamente otro, justamente, de esos docentes que sabiendo que el paso del tiempo era una aliado del gobierno y no de ellos, se arrojaron más y más a conmover las muchas avenidas, calles y hasta rutas por las que transitan todos los días miles y miles de salteños. Concluyó entonces el gobierno lo que ya era obvio para muchos: que el éxito gubernamental era imposible o requeriría de un esfuerzo y medidas que lo haría pagar un precio tan alto que sobrepasaba los objetivos iniciales por los que había decidido no ceder ante los reclamos. Fue entonces cuando desplegó la bandera blanca y recurrió a la diplomacia. Diplomacia que precedió a la capitulación final que le permitirá evaluar los daños y tratar de recuperar lo que sea recuperable.
Sólo un elemento le abre expectativas al gobierno en la atapa post conflicto. Que la fractura experimentada por la asamblea una semana antes de que el conflicto termine, la misma que involucró acusaciones de todo tipo y la exclusión o auto exclusión de un sector que fue germen del fenómeno de los docentes auto convocados durante el romerismo, ayude a ese gobierno a garantizar que la división de las partes no confluya en un todo poderoso que termine con la burocracia sindical. Esa que como la ADP renuncia a la acción para abrazar una inercia que es siempre cómplice con el gobierno de turno. Fractura docente, además, que posibilitó que el derrotado gobierno apelara a enunciados de acusación y escándalo en busca de generar en el interior de la propia docencia sospechas de todo tipo, con el exclusivo objetivo de desencantar para desmovilizar a esas bases que en este mes confluyeron en una masa que ofreció una fenomenal resistencia a un gobierno que, estando siempre mejor pertrechado para los conflictos gremiales, terminó acorralado por una fuerza que fue incontenible.
Ese docente común y corriente volvió a clases. Lo hizo para volver a trazar letras y números en pizarrones descascarados. Para dar clases a miles de chicos que suelen relatar cómo viven sin el contrapiso de la casa o que evidencian cómo sus madres luchan sin cuartel contra una suciedad a la que no siempre pueden vencer porque la combaten sin un aliado fundamental: el agua. Maestros que llegan al colegio luego de transitar las mismas calles poceadas en donde hay que ir esquivando los mismos charcos de siempre, mientras se pregunta si lo que ha preparado para la clase del día servirá para que muchos de sus estudiantes puedan volver a creer en una sociedad que alguna vez esperó a sus jóvenes con un lugar y un trabajo. Condición de posibilidad indispensable para que la escuela, como institución, pueda recuperar el sentido que tuvo para generaciones anteriores. Esas que vieron en esa escuela el paso imprescindible que posibilitaba el ascenso social y el desarrollo personal. Bueno… esos docentes volvieron a clases. Puede que mientras lo hacían fueran objeto de la admiración de los padres, del saludo cariñoso de otros o la acusación artera de quienes los señalaban como responsables de lo vivido. Lo indudable, en cambio, es otra cosa: que su regreso fue firme, propio de aquellos que saben que han protagonizado un proceso con determinación inquebrantable que los ha vuelto más respetables y dignos.