Expurgada con fines didácticos, llega la novela completa de Louisa May Alcott en su versión original, audaz y crítico del orden patriarcal.

Mujercitas, novela de iniciación clásica de la literatura juvenil del siglo XIX, acaba de editarse en la Argentina con seis capítulos completamente nuevos, censurados en todas las ediciones anteriores. Hace sólo dos décadas empezó a circular en inglés el original escrito por Louisa May Alcott en 1868 que incluye alegatos feministas, diarios íntimos y el periódico del Club Pickwick, una sociedad secreta donde las chicas March se vestían de varones y hacían obras de teatro clandestinas para sus padres. Uno de los párrafos mutilados que más contradice al género de “literatura para chicas” comienza como una novela de Jane Austen: “Como todo el mundo sabe, en Norteamérica las muchachas firman primero su declaración de independencia y disfrutan de la libertad con republicano entusiasmo, pero, cuando se casan, abdican a favor de su primer vástago y viven más encerradas que una monja de clausura francesa”.

La edición edulcorada y adaptada por los editores en 1880, antes de la muerte de su autora, fue la que se tradujo en todo el mundo y marcó a varias generaciones de mujeres durante más de un siglo. Los pasajes omitidos incluían, entre otras cosas, el diario de Jo de Nueva York y algunos detalles picantes. Jo March, una chica desgarbada de quince años, rebelde, independiente y resuelta, que vende su magnífico pelo (“su única belleza”) para ayudar a la familia, es uno de los personajes femeninos de la literatura que despertó más identificación y pasión. Su rechazo a las tareas domésticas en favor del trabajo y la independencia de las mujeres inspiró a millones de lectoras. El diario íntimo de la edición completa relata con mordacidad las entrevistas de Jo con los editores de Nueva York, trata a las jovencitas de clase alta de “estúpidas” y detalla sus trabajos como institutriz, dama de compañía y escritora de folletines de misterio, considerados “una basura”, que sin embargo pagan un viaje de su hermana Beth a la montaña. Aunque los “mequetrefes” de la sociedad la acusan de “no tener estilo”, Jo va a un baile de disfraces vestida con encajes, plumas y una máscara, baila y se comporta tan “alocadamente” que un joven llega a creer que es actriz. Otras páginas omitidas describen los problemas de Meg cuando su esposo, el inmaculado John Brook de la edición mutilada, se siente atraído por su vecina, la “joven alegre y bonita” señora Scott.

Unas páginas burlescas sobre las tertulias intelectuales neoyorkinas pasaron también por las tijeras: “El famoso teólogo coqueteaba abiertamente con la madame de Stäel de la época… Los científicos habían hecho a un lado los moluscos y los períodos glaciares y murmuraban sobre arte mientras devoraban ostras y helados con gran dedicación. El joven músico, que había hechizado a la ciudad entera como un segundo Orfeo, hablaba sobre caballos…” Cuando la editorial de Boston Roberts Brothers pidió a Louisa que escribiera un “libro de chicas”, ella respondió que no podría hacerlo, aduciendo que nunca le habían gustado las chicas y que sólo estaba cómoda en el mundo de juegos y diversiones de los varones.

Ella tenía treinta y cinco años y cultivaba el género satírico y los thrillers sensacionalistas: en vez del libro de preceptos morales que le pidieron, escribió en diez semanas un libro autobiográfico que relata la vida de Jo March, la protagonista con apodo varonil, y sus tres hermanas, Meg, Beth y Amy.

Increíblemente, la novela fue un éxito. Sólo en la primera semana se agotaron los dos mil ejemplares impresos. De inmediato, la editorial le encargó una segunda parte. “No me gustan las secuelas y no creo que tenga tanto éxito como la primera”, contestó Louisa. “Pero los editores son perversos y no dejan que los autores se salgan con la suya. Así que mis mujercitas deben crecer y casarse en un estilo muy estúpido”.

Puesta a escribir la segunda parte, se resistió a casar a Jo “para complacer a nadie” (las lectoras le escribían rogándole que Jo se casara con su amigo Laurie). En la versión original ella le había adjudicado rasgos femeninos, tenía la misma altura que Jo y un estilo tan “afrancesado” que en el colegio le decían Dora. Louisa quería que Jo permaneciera soltera, pero la presión editorial y la de sus lectoras la hizo sacar de la manga a un profesor Baher rechoncho y muy poco creíble como héroe romántico.

Pese a sus resistencias “Aquellas Mujercitas”, editada en 1869, vendió trece mil ejemplares y permitió a Louise dejar la costura y las clases particulares y dedicarse sólo a escribir. Pero el éxito la dejó atrapada con los contratos: “Cuando los editores se aferran una vez de un cuerpo lo hacen trabajar como un `negro mulato esclavo”. Así llegaronHombrecitos, Una niña anticuada y otras novelas sentimentales. La muchacha que había confesado en sus diarios llevar “un espíritu de muchacho bajo mi delantal de costura”, pudo cumplir con sus propósitos de no casarse nunca, sostener económicamente a toda la familia y escribir artículos sobre la dicha y la alegría de la vida de soltera: “La libertad es el mejor marido”.

Una casa de muñecas

El Museo Alcott de Concord recibe todo el año a legiones de fanáticas que acuden a recorrer la casa de Mujercitas y a comprar muñecas que harían surgir los instintos incendiarios de Louise May Alcott. En Orchard House cada muñeca se vende con su objeto fetiche: Jo con su pluma; Beth con un piano; Amy y la pizarra con la caricatura del maestro. Además, hay ediciones de los libros de Alcott, rompecabezas, vasos y remeras con la imagen de las niñas March.

Cualquier estudioso de los Alcott sabe que esa casa es en algún sentido apócrifa ya que fue comprada en 1857, cuando Louise tenía veinticinco años. Sólo la habitó como huésped: sentía aversión por Concord, donde no podía escribir, y pasó la mayor parte de su vida adulta en Boston.

La casa que inspiró Mujercitas es Hillside, donde Louisa vivió entre los trece y los quince años. Hillside fue adquirida gracias a la ayuda del filósofo R. W. Emerson, de quien Louisa estuvo enamorada a los trece años. Después vivió en ella H.D. Thoreau, otro miembro del grupo de filósofos amigos de su padre.

Fuente: Clarín