Me refiero a Margarita Barrientos, la fundadora del comedor Los Piletones, de Villa Soldati, la que en su simpleza dijo lo más ajustado que escuché respecto del resultado de estas absurdas PASO del 11 de agosto: “gane quien gane, lo único que pretendo es seguir trabajando”. Y ahí está la clave. No interesa quien gane, interesa que quien lo haga no se vista del traje al que acudimos los argentinos siempre que suceden episodios como los del otro día: la soberbia.Por Alejandro Saravia

Escuché a peronistas que en sus análisis recurrían nuevamente a ella, a la soberbia. Como si no tuvieran nada que ver con el desastre de país que tenemos. O, mejor dicho, con el estado desastroso al que llevamos a nuestro país, la Argentina, a la que Ortega y Gasset pronosticaba “un destino peraltado”. Pero a la que el mundo mira absorto por ser el único de todo el orbe en franca vías de subdesarrollo. El único que decrece desde hace ya demasiado tiempo. Por mera y exclusiva responsabilidad de nosotros, los argentinos.

Gane quien gane lo único que se pide es racionalidad. Humildad. Sentido de las proporciones. Responsabilidad. Por lo que acabamos de decir. Nuestro país está así por culpa de todos. Es obvio que algunos son más culpables que otros, pero eso es para después, para más tarde.

Algún columnista político en estos días citaba a De Gaulle, cuando en sus Memorias se remontaba a 1958, año de la fundación de la V República francesa, momentos en que decía que «El país estaba al borde del desastre. El presupuesto presentaba un descubierto insoportable. Teníamos exceso de empleados públicos, mientras que en las empresas privadas aumentaba la desocupación. Nuestra deuda pública era enorme y habíamos incumplido compromisos sujetos a sentencias judiciales externas. Las exportaciones no alcanzaban siquiera las tres cuartas partes de las importaciones. Las reservas del Banco Central cubrían sólo cinco semanas de importaciones. Por desconfianza no teníamos crédito internacional alguno y tuvimos que implorar ayuda a ciertos países amigos para poder mantener el comercio exterior. La actividad económica estaba próxima al derrumbe porque debíamos imponer un cepo a las compras o viajes al exterior y no podíamos importar insumos. Los compromisos de ventas internacionales no pudieron sostenerse porque nuestros productos no tenían precios competitivos. La única alternativa que nos quedaba era el milagro o la quiebra», sintetizó De Gaulle.

En ese entonces, éste, De Gaulle, designó una comisión de expertos, que lideró el economista Jacques Rueff y que se constituyeron en una suerte de ministros sin cartera. En muy poco tiempo, esa comisión elaboró un informe cuya conclusión indicaba que las dificultades financieras derivaban de un desborde de gasto público, causante de un elevado déficit fiscal. Esos desequilibrios se venían financiando mediante emisión espuria de moneda, que provocaba inflación, al tiempo que complicaban la apertura al comercio internacional.

La comisión Rueff, en un segundo informe, recomendó no insistir en artificios cambiarios ni contables que solo permitirían salvar a un Estado tan elefantiásico e ineficiente como gastador compulsivo y corrupto. Sostuvo también que se debía eliminar cualquier barrera que obstaculizara el desarrollo de las potencialidades individuales de los franceses creativos.

Pese a las duras resistencias políticas iniciales, el plan de saneamiento, que tomó los consejos de la comisión Rueff y fue ejecutado bajo el liderazgo de De Gaulle, rindió sus frutos: en seis meses, Francia venció la inflación, aumentó sus exportaciones, vio crecer la oferta de empleos y, en menos de un año, pudo duplicar las inversiones. El factor clave del milagro económico francés no fue otro que la confianza que atrajo la calidad técnica del equipo de expertos convocados y su acertado diagnóstico.

Seis meses. Es por ello que el propio De Gaulle solía decir que un gobierno que tras seis meses de gestión seguía inculpándolo al antecesor, estaba reconociendo su fracaso. Macri, al aceptar la herencia sin beneficio de inventario perdió el derecho de inculpar a quien lo precedió. Después erró el diagnóstico, expulsó a sus mejores funcionarios y se quedó con los incondicionales. Y así le fue. Un caso para el psicoanálisis que, por ser tal, pierde todo interés político.

De Gaulle tuvo lo que Macri no: Liderazgo.

Volvamos a Margarita. La democracia tiene una virtud suprema: brinda la posibilidad de la auto superación, de caminar, paso a paso, hacia lo óptimo. De llegar a lo mejor por aproximaciones sucesivas. Esa fue la suprema canallada de los golpes militares, por fuera de los crímenes aberrantes: autoerigirse en salvadores de la Patria impidiendo la autodepuración y superación democrática.

Nuestro deber, hoy, es desdramatizar. Esperar, como Margarita, poder trabajar, que por aproximaciones sucesivas vayamos, así, mejorando. Siempre, obviamente, ejerciendo un control ciudadano con un férreo espíritu crítico, tarea no destinada ni a cobardes ni a alcahuetes.