A la posibilidad de que Joe Biden se convierta en el nuevo presidente del gran país del norte, Donald Trump la quiere voltear de cualquier manera, en las urnas y por medio de un litigio judicial, ya que sostiene que gana él o hay fraude.

De la forma que sea, la conclusión insoslayable y preocupante es lo que deja Donald Trump, un presidente responsable de la tragedia sanitaria de la Covid-19, que hasta este momento causó 239.012 víctimas fatales, cuatro veces el número de soldados caídos en la guerra de Vietnam. Indicadores macroeconómicos en ocupación, salarios, caídas en manufacturas, minería y construcciones que se comparan desfavorablemente con la presidencia de Barack Obama y contrastan con estridencia ante la expansión de los negocios especulativos en Wall Street y las obscenas reducciones en los impuestos a los más ricos. Sumados a políticas exteriores peores, guerra comercial con China, deterioro de la Alianza Atlántica, bloqueos y sanciones económicas a varios países y el estallido de las protestas sociales más multitudinarias y violentas desde 1968 por cuestiones raciales ya olvidadas. Sin embargo, nada de esto sirvió para precipitar una derrota aplastante de Trump, como pronosticaban la gran mayoría de las encuestas.
El porqué de esta reacción en el pueblo está en la mutación del partido republicano “reformateado” por Trump al ampliar su base social y solidificar un apoyo “plebeyo” del que antes gozara sólo marginalmente.
En los ochentas del siglo pasado Ronald Reagan había cosechado un importante apoyo en algunos sectores de las clases populares, pero nada comparable en extensión e intensidad con lo de la réplica del Tío Sam. Penetró en amplios segmentos de los obreros manuales antes cotos de caza de los demócratas; a ellos sumó a los agricultores más pobres, a la olvidada gente del interior profundo del país y las empobrecidas capas medias. Trump demostró ser un comunicador excepcional. En los mítines públicos de Estados Unidos no hay mayores registros de multitudes de 30 o 45 mil personas gritando, como en una asamblea de cultos milenaristas, «te amamos, te amamos», como dice una nota del Washington Times.
Poseído por una nietzschiana voluntad de poder que exalta como patriotas a los automovilistas que acosaron y bloquearon al bus en que viajaba Joe Biden por Texas; que desafía la legislación electoral y cualquier otra, incluida la tributaria; que se burla de la “corrección política” tan cultivada por sus rivales; que maneja con perversa maestría las redes sociales; que se enfrenta e insulta a los medios concentrados (CNN, el New York Times, el Washington Post y toda la prensa culta), que se construye como el gran defensor del “little guy”, de la gente común, olvidada por el elitismo gerencial de los republicanos tradicionales y el globalismo neoliberal de los demócratas y que cristaliza el apoyo de un imponente bloque social pulsando las potentes cuerdas del resentimiento, el odio, el temor que abren la Caja de Pandora del racismo y la xenofobia; que exalta la perdida grandeza de su país amenazada por los pérfidos chinos que “inventaron al coronavirus para poner a Estados Unidos de rodillas”.
Esta elección es la consolidación de una derecha populista radical que adquiere una resonancia de masas que jamás tuvo el Tea Party ni ninguna otra expresión de los republicanos desde la época de Teodoro Roosevelt. La buena noticia para Trump es que esta construcción gira exclusivamente en torno a su persona y no hay sucesor a la vista. De hecho, si Trump llegara a perder la presidencia, esa masa plebeya y furiosa quedaría huérfana pero disponible para nuevas interpelaciones populistas y de derecha de otro líder carismático, que por ahora no aparece, pero que puede estar en los pliegues de una sociedad exasperada y enfurecida.