Uno que triunfó con el 57% de los votos en 1973. Lo encabezaba Miguel Ragone, el gobernador depuesto por el propio PJ en noviembre de 1974. Secuestrado y desaparecido en 1976, los asesinos dejaron manchas de sangre, un zapato y el recuerdo de un peronismo plebeyo y popular comprometido con la liberación.
Reproducimos a continuación un texto publicado por Daniel Avalos cuando se anunció la creación del Museo Miguel Ragone. Extraemos de ese articulo los párrafos pertinentes a los años en donde el protagonista excluyente de la política salteña fue el exgobernador Miguel Ragone.
“ No hubo ni “Golpe de Estado” ni “salteñazo” que derrocara al Ragone que triunfó con el 58% de los votos en marzo de 1973. Hubo, sí, una intervención decretada por el justicialismo que veía amenazada su unidad porque cobijaba corrientes antagónicas. Heterogeneidad que había sido siempre funcional a un líder cuyo objetivo era sumar y arbitrar las diferencias a partir de los “objetivos” estratégicos. En Salta y con Ragone ocurrió lo mismo. Cuando este ganó las internas para las elecciones de marzo del 73, dejando en el camino al representante del peronismo ortodoxo, Bravo Herrera, se apoyó en la juventud, el sindicalismo clasista y los sectores de izquierda. Perón, entonces, hizo lo que solía hacer: aceptó la tendencia, pero maniobrando para imponerle un vicegobernador que representara al sindicalismo ortodoxo vencido: Olivio Ríos. La apasionada campaña, el entusiasmo militante de aquellos años y el contundente triunfo, parecía encaminar todo hacia la transformación de la provincia. A la expectativa, sin embargo, le siguió un proceso salpicado de aparentes absurdos: Olivio Ríos toma la Casa de Gobierno mientras Ragone está en Buenos Aires, los sindicatos ortodoxos justicialistas declaran al gobernador “persona no grata”; esos mismos sindicatos protagonizan huelgas que le exigen la renuncia; Ríos, que aprovecha los viajes de Ragone para despedir funcionarios que luego el gobernador debe reincorporar cuando vuelve a la provincia y, finalmente, el mismo vicegobernador que apoya la intervención que destituye a Ragone del gobierno en nombre de la disciplina partidaria (El Intransigente: 23/11/74).
Pero los absurdos eran sólo aparentes porque, en realidad, eran parte de un realismo trágico en donde dos proyectos antagónicos pugnaban: el del peronismo de Ragone, que rechazaba la injusticia y demandaba trasformaciones profundas para eliminarla; y el justicialismo de Olivio Ríos, que veía en la pretensión de Ragone una amenaza roja y un cuestionamiento radical a la burocracia sindical que, al decir de William Cooke, no se percibía como parte del régimen a transformar y esperaba que si había cambios estos debían cumplirse sin que ellos abandonasen su lugar. Perón se inclinó por esa burocracia, y la llamada “derecha peronista” inicia su ofensiva contra la “Tendencia”, en donde la primera encuadraba a Ragone. Una digresión se impone para explicar eso que se conoció como la “Tendencia Revolucionaria” del peronismo: era la conformada por agrupaciones que respondían políticamente a las Organizaciones Armadas Peronistas, que surgió como minúsculos grupos y que al adquirir importancia fueron bautizadas y legitimadas por el propio Perón como las “formaciones especiales” del movimiento. Fue la “juventud maravillosa” que, armas en mano y copando las calles, lo había dado todo por la vuelta de un Perón al que conceptualizaron como revolucionario y que con la apertura política de fines de 1972 se insertó en amplios sectores, sorprendiendo al país por una asombrosa capacidad de movilización. Demandaron entonces puestos en el gobierno del 73, y en provincias como Bs. As., Córdoba, Mendoza, Santa Cruz y Salta forjaron vínculos con los gobernadores que tuvieron en ellas su base de apoyo, sin que esto supusiera pertenencia orgánica de los Ragone a esas organizaciones.
Pero el Perón real estaba lejos de ser lo que esa juventud pensaba que era. Y como número no necesariamente es igual a fuerza política, el líder limitó el apoyo a los “muchachos” y apostó por las alianzas estratégicas con el sindicalismo ortodoxo. En pocos meses, empiezan las renuncias de funcionarios asociados a la izquierda peronista desencantados con la ortodoxia de Perón, mientras la ortodoxia de Perón lo inclinaba a intervenir a las provincias asociadas a la “Tendencia”. La ruptura final se dio en mayo del 74, cuando el viejo líder, en Plaza de Mayo, califica a esa juventud de imberbes y promete un “escarmiento”, que la Triple A llevó a cabo a sangre y fuego. La muerte de Perón dejó al Estado en manos de los justicialistas que identifican comunismo con todo lo que posea aroma a progresismo. Ragone era cosa juzgada para ellos y al vicegobernador Olivio Ríos corresponderá tensar las contradicciones al máximo para facilitar, finalmente, la intervención partidaria. En Mitre 23 desembarca José Mosquera. Un cordobés que había cumplido funciones similares en su provincia cuando, con la misma lógica, Perón la intervino para deshacerse del gobernador y el vicegobernador también relacionados con la tendencia. Mosquera venía a disciplinar, y cuando asumió la gobernación lo dejó bien en claro: “Aquellos que creen que una revolución se hace simplemente a tiros y poniendo bombas, no tendrán cabida en este gobierno” (El Tribuno 25/11/75). La precisa advertencia tuvo en la práctica una amplitud mayor. Durante esos días, los medios informan con titulares catástrofe de operativos antisubversivos en Capital, Orán, Güemes o Tartagal. A todos los sospechosos, las noticias convertirán directamente en subversivos y los nombres de esos detenidos incluyeron a ferroviarios, a diputados (Hortensia Rodríguez, Mario Cejas), funcionarios (Eduardo Porcel) y hasta un exministro de la Corte de Justicia (Farat Salín). Todos vinculados a la gestión de Ragone.
Al frente de los operativos policiales figuraba siempre un nombre que luego estará vinculado a la propia desaparición de Ragone: Joaquín Guil, ese sádico que sintetizó en su persona la perversión de toda una época. Un portador patológico del mal, el ser que torturaba para que la víctima hable, delate y traicione mientras él, torturando, se entregaba a una fiereza y un sadismo sin retorno. Un Guil que pudiendo simbolizar lo sádico, no contiene a otros responsables como Pedro Humberto Burgos, Max Dalal, Nicolás Taibo, diputados de la cámara provincial como Cástulo Guerra, sindicalistas como Amenunge o Ramos. Eran, en definitiva, los destituyentes golpistas de ayer. Los que trabajaron para minar la gobernabilidad y restarle base civil a Ragone, predisponiendo e incitando a que otros actores asuman la tarea de quitar de encima a un gobernador a quien identificaban como la razón última del caos. Práctica destituyente que, consumado el golpe, devino en opinión pública legitimadora del mismo. Supuestos republicanos de ayer, seguramente autoproclamados demócratas de hoy, pero indudablemente responsables de convocar el terror. Personajes y sectores sociales que responden a aquello que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal: ese horror que no habita sólo en los portadores patológicos de la maldad, sino también en las zonas grises por donde transita el grueso de los seres humanos. Lacerante observación que explica por qué los Videla, los Masera, los Menéndez, los Acosta, los Astiz, los Mulhall, o los Guil, se resistan a aceptar su responsabilidad, en tanto la saña asesina estaba naturalizada en sectores de la salteñidad local. Observación que sugiere también que esos verdugos, dueños de la vida y de la muerte de los chupados en los campos de concentración, sean ahora el chivo expiatorio, “la figura arcaica que permite, en una sociedad como la nuestra, desrresponzabilizar a quienes también hicieron posible la implantación de la maquinaria represiva, de una máquina que les resultó funcional y a la que apoyaron mientras les fue útil y que dejaron girando en el vacío cuando los vientos de la historia cambiaron hacia otra dirección” (Ricardo Forster, La anomalía argentina, Sudamericana, 2010, p. 328).