En una provincia donde un porcentaje mayor a lo habitual considera que la seguridad es una deuda de la política, la doctrina Bullrich encuadra a la perfección. La dirigencia política toma nota y sabe a dónde apuntar sus cartuchos. (Nicolás Bignante)
Es sabido que la Salta clerical de Juan Urtubey es, y ha sido siempre, un terreno fértil para la proliferación de los discursos de mano dura y represión. Así lo evidenciaron los distintos funcionarios y dirigentes que en estos días salieron a pronunciarse en relación al protocolo de Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad, que habilita a las fuerzas federales a disparar en casos de «peligro inminente». Aunque en los papeles la resolución alcanza sólo a las fuerzas de seguridad federales, la discusión se trasladó inmediatamente a la provincia y no pocos imaginaron lo que significaría flexibilizar el permiso de fuego a los agentes salteños de la institución azul. La misma que fusiló en enero de este año a Nahuel Salvatierra y suma incontables casos de estrecha vinculación con el narcotráfico, entre otras cosas.
No obstante, lo demagógico de la cuestión exime a muchos de referirse al tema desde una óptica técnica y real. Es así que la mayoría de la dirigencia política salteña ha prescindido de reflexionar sobre la aplicabilidad del protocolo Bullrich, en aras de sacar algo de rédito de la discusión.
Primero fue el propio gobernador Juan Urtubey quien matizó con algunos reparos lo que a todas luces era una defensa férrea de la doctrina Chocobar. «Van a enfrentar a delincuentes armados y no pueden ir tocando el silbato», declaró en el programa de Alfredo Leuco en TN. Tras pedir que no se «ideologice» la seguridad, el mandatario salteño reconoció que hay algunos «grises» en relación a la cuestión de la fuga y del peligro inminente.
Quien se encargó de poner paños fríos a las declaraciones de Urtubey fue el propio ministro de seguridad Carlos Cayetano Oliver. El funcionario aclaró que, en Salta, el protocolo para el uso de arma de fuego rige desde 2007, pero que «en los últimos tiempos» no se registraron hechos que ameriten que un efectivo dispare. Quizás eso se deba, en parte, a que dentro de la fuerza hay efectivos que no disparan un arma desde hace 15 o 20 años; o a que la institución policial entrega de 5 a 7 balas por operativo para un cargador con capacidad de 17. O bien, porque los cartuchos para entrenar tiro después de la escuela de policías, deben ser costeados por los mismos efectivos.
Sin tener en cuenta estas realidades y apelando al nervio revanchista de una fracción bastante grande de la salteñidad, el diputado Miguel Nanni llamó a «devolverle la autoridad a la policía». Como si al discurso se lo hubiera escrito el mismísimo Alfredo Olmedo, el legislador radical comparó esta semana la Argentina del G-20 con la Argentina de los barrabravas. El contraste no hace más que reafirmar el carácter electoralista del debate, en el seno de una provincia con alta propensión a la demagogia punitivista.
Lo que bien podría leerse como el sueño cumplido del diputado de la campera amarilla, es también un dolor de cabeza para el pichón de Bolsonaro. En el camino hacia la ultraderechización del discurso público —que antes transitaba en soledad— se sumaron referentes de todo el arco político. El nuevo eje de discusión nacional impuesto por los gurúes de la rosada, una vez más, atravesó diametralmente los partidos y las esferas públicas.