La batalla diaria de las comunidades originarias por el alimento lleva a que muchos de sus miembros tengan que buscarlo entre la basura. Crónica y radiografía del abandono y la miseria en el norte provincial. (Nicolás Bignante).

La comunidad Ava-Guaraní Iguopei Guasú se encuentra ubicada en el sur de la ruta 34 a la altura del paraje Saucelito, a unos 10 kilómetros de Colonia Santa Rosa. Se trata de una comunidad en proceso de organización e instalación en la zona, dado que su llegada se concretó en 2014 a instancias de las autoridades municipales. El objetivo, por entonces, era ceder una porción de territorio a orillas de la ruta para que unas 300 personas se asentaran en el mediano plazo desalojando sus antiguos terrenos en el municipio.

La comunidad es un desprendimiento de otras dos misiones ubicadas en territorio santarroseño: «Dios ilumina nuestro camino» y «Misión evangélica bautista». Desde el momento de su traslado, los miembros conviven con la hostilidad y el conflicto entre originarios y criollos. Todos comparten la condición de víctimas de un modelo que los arrea como animales de un costado a otro de la frontera agrícola. Sin embargo, la cesión de los terrenos por parte del exintendente Dardo Quiroga a la comunidad Iguopei Guasú (Gran Algarrobo) encendió la furia de antiguos habitantes criollos que reclaman hace años por esa porción de suelo frente al avance de los desmontes.

Sin agua potable ni infraestructura, asediados por la pobreza y acorralados por la tala ilegal; es difícil interpretar que alguna de las dos partes esté en situación de privilegio frente a la otra. Sin embargo, las familias criollas no dejan de señalar a los originarios como parte del problema y, en más de una ocasión, amenazaron con desalojarlos a los tiros.

Quien comandó el desembarco de la comunidad Ava-guaraní hace cinco años fue la cacique Remigia Flores. De esa mujer de unos 60 y pico de años se ha dicho de todo: Que llegó a la zona de la mano del vicegobernador Miguel Isa, que oficia de puntera de la Corriente Clasista Combativa (CCC), que su familia y en particular su esposo estuvieron detrás de los piquetes en Hipólito Yrigoyen durante el reclamo contra la empresa El Tabacal, entre otras tantas cosas.

El azar nos llevó a conocer una porción de su historia y la de su comunidad en ocasión de un viaje al norte provincial. La realidad de su pueblo irrumpió de golpe en la monotonía del recorrido. A orillas de la ruta 34, a escasos metros del ingreso a Colonia Santa Rosa, un basural a cielo abierto de unos 100 metros cuadrados aparece intempestivamente desentonando con el paisaje monocromático. Entre las montañas de desperdicio caminan en igualdad de condiciones personas, perros y cerdos con un objetivo común: rescatar algo de alimento. El inmenso botadero es el receptáculo de la inmundicia que empresas y habitantes de los municipios aledaños arrojan diariamente. Sobre el costado derecho, una anciana con una bolsa de compras se abre paso entre la cochambre junto a una joven de unos 30 años; del otro lado, dos mujeres y tres niños llenan cajas de cartón con lo que pueden extraer de entre los despojos. Una de ellas lleva un pulóver rosa y una caja que acaba de llenar con paquetes de golosinas. Es Remigia Flores. Nos acercamos a hablarle.

-¿Hace mucho que está esto aquí?

-Este basural hace años que está. 20 años aproximadamente. Estamos viniendo aquí, porque tiran muchas cosas como ser: golosinas, calzado, ropa… Y nosotros venimos y llevamos lo que está bueno, porque hoy en día no alcanza para nada.

-¿De dónde son?

-Nosotros vivimos en una comunidad Guaraní y no hay trabajo. Tampoco hay para sembrar porque la tierra no es buena. Yo tengo una pensión, estoy cobrando casi 5 mil pesos y no me alcanza para nada.

Al margen de la descripción de Remigia, la condición de la tierra en la zona no es muy difícil de imaginar: contaminación de un lado, desmontes y agrotóxicos del otro. Sumado a eso, los líquidos lixiviados del sumidero han contaminado las napas de agua y hoy es casi impensable que pueda ser utilizada para el consumo humano. «Aquí viene gente de todos los barrios de Colonia Santa Rosa» agrega Remigia.

¿Y encontró algo hoy?

Sí. Recién pasó una camioneta y tiró papas -La cacique abre su caja de cartón y levanta una tira de paquetes de snacks vencidos que algún comerciante arrojó-. Yo digo: ¿Por qué ellos dejan que se venza para tirarlo? ¿Por qué no se lo dan a la gente antes de que se venza, a los comedores o a los barrios? Para mí es así. Sinceramente a veces me da bronca porque venimos y encontramos muchas cosas que están lindas y no se las dan a los chicos. En los comedores hay mucha necesidad, mucha pobreza.

-¿Por eso viene tanta gente a buscar comida aquí?

Es la necesidad, porque no nos alcanza. Mi esposo trabaja en una finca y ya se está por jubilar, pero ni así me alcanza porque tengo 7 hijos y un montón de nietos. También tengo chanchitos. Hoy mandé a comprar el kilo de maíz a 15 pesos, una bolsa me sale 400 pesos. Al mes tengo que tener 4 o 5 bolsas de maíz para darles de comer. No nos alcanza.

-¿No le preocupa recoger comida en mal estado o contaminada?

Por lo menos hasta ahora no nos ha pasado nada. No es la primera vez que estoy llevando golosinas. Viene mucha gente, aunque seguro les va a molestar lo que estoy diciendo, pero uno tiene que contar la realidad que estamos viviendo. Aquí se encuentran perros muertos, gatos muertos, gallinas muertas, víboras… de todo.

Por la ruta circulan camiones que trasladan obreros cañeros en sus palanganas, también motociclistas, peatones y vehículos particulares. A ninguno parece asombrarle la postal. «A veces veo en las noticias de Buenos Aires que también están igual. Anoche veía que en un comedor le dan de comer dos veces al día. Nosotros a veces comemos una vez al día… a veces nada» añade Remigia. Su alusión explica -en parte- la naturalización de la miseria que muchos hemos interiorizado a partir de las miradas porteñocentristas de la TV «nacional». Sus palabras destruyen el efecto narcótico de las estadísticas.

-¿Hace mucho que se encuentra en esta situación?

Antes estábamos mejor, nos alcanzaba la plata, desde que entró Macri no nos alcanza para nada. Todo sube y sube, hoy nadie nos da fiado. No comemos directamente, tomamos una taza de té o de mate cocido.

-¿El gobierno ayuda en algo en esta zona?

A nosotros no nos ayuda en nada. Nos tendría que mandar algo de alimento o bolsones para la gente, pero hoy no hay nada. No hay obras tampoco -se lamenta-.

La pestilencia penetrante y las picaduras de insectos francamente imposibilitaron que la charla se extienda más de 20 minutos. La contaminación del suelo y, por ende, del agua es evidente. Tal es así que en el hospital San Vicente de Paul de San Ramón de la Nueva Orán, los profesionales suelen derivar automáticamente a nefrología a todos los pacientes que llegan desde Saucelito, pues presuponen que llegan con afecciones en los riñones. Las precarias viviendas no cuentan con provisión de agua ni energía eléctrica. La batalla por el alimento es cotidiana dado que los desmontes dejaron el lugar sin frutos para recolectar ni animales para criar. Buena parte de los miembros de la comunidad se vieron empujados a colaborar como jornaleros en los mismos emprendimientos que arrasaron con su territorio, dado que no existen otras posibilidades de inclusión laboral. Otros se abastecen de la pesca y la cría de caprinos y porcinos para autoconsumo.

Se estima que unas 1200 hectáreas de bosque protegido por la ley de ordenamiento territorial fueron desmontados en los últimos años en Saucelito. Sus habitantes padecen las consecuencias del deterioro del ambiente y de toda posibilidad de desarrollo. A un lado del alambrado, lo que alguna vez fue bosque hoy es territorio del agronegocio y el monocultivo. Dl otro lado, como Remigia Flores, decenas de familias asisten al tiradero para sobrellevar la miseria y el abandono.