Por Franco Hessling

Otra vez, esta semana, la Policía de Salta reprimió a los manteros, esos “culpables” del crimen de ocupar el espacio público sin tributarle a la Municipalidad capitalina. Una vez más, como cuando un carrero perdió un ojo o los artistas callejeros son perseguidos, la Policía que depende del Ministerio de Seguridad de la Provincia actuó a paladar de la comuna que gobierna Gustavo Ruberto Sáenz. En ello hay algo más que acuerdos políticos, existe una consciencia de clase que aceita el aparato represivo del estado, en tanto forma de organización social. Más “grande” o más “chico”, el estado no somos todos. Y eso no quiere decir que el estado sean los gobiernos. Aunque, en Salta, la cualidad de casta que caracteriza a la dirigencia política hace que estado y gobiernos sean fácilmente asimilables.

La arremetida siempre es brusca y soez, la Policía no sólo es portadora de armas de fuego, carga con una naturalización del derecho a pegar que les permite atacar en banda, abusar de la “violencia legítima”, golpear a quienes intentan huir, y ver en les niñes pequeñas cucarachas, como el capítulo Men Against Fire, en la tercera temporada de la serie Black Mirror. El problema no son las personas individuales, el asunto estriba en que es una institución que, desde que existe, implementa tecnologías -técnica y ciencia- para formatear subjetividades que acepten como justo llevar adelante ataques abyectos, y esas sí son las personas, unidas en uniforme, portación de gorra y armas. Y en la subordinación.

En esa escala de cosas, fogoneada por los sectores de poder que utilizan a la Policía y las Fuerzas, cortar el tránsito, no pagar un impuesto o expresarse libremente se colocan como faltas más graves que ir contra la integridad física de las personas inermes. Así se naturaliza la violencia desmesurada, autoritaria, mezquina y clasista. En nombre del orden. “Orden y progreso”, como enseña Oszlak, puesto también en la autodenominación que las Fuerzas Militares le dieron a su último gobierno de facto: “Proceso de reorganización nacional”. Un orden esencialmente desigual, que cuanto más se profundiza en términos económicos, más necesita que los perros muerdan.

Repitamos el “delito” que se les imputa a las y los manteros: no tributan impuestos municipales. Sin embargo, no podemos decir que no sean contribuyentes. Porque si acaso están conectados a la luz, por sí o por terceros, su dinero llega a los monopolios Edesa, Aguas del Norte y Lusal —alumbrado público de la ciudad—. Igual a Gasnor. También a Saeta. Si alquilan, a través del pago mensual le amortizan al propietario la cancelación del Impuesto Inmobiliario, de índole comunal. Comprando hasta un cigarrillo, las y los manteros también están haciendo aportes al fisco a través del famoso y regresivo Impuesto al Valor Agregado (IVA), al que ningún consumidor/a puede escapar. Sólo por vender sin pagar tributos —elemento económico sobre el que se asentaron los primeros imperialismos de los que hay registro, en Asia Menor— son perseguidos y atacados por la Policía de Salta.

Comprando hasta un cigarrillo, las y los manteros también están haciendo aportes al fisco a través del famoso y regresivo Impuesto al Valor Agregado (IVA).

Cuesta imaginar que un borceguí patee, primero, y luego empuje con un escudo reforzado las puertas del despacho de un juez, que por el principio de intangibilidad de sus haberes no paga un tributo, el cuestionado Impuesto a las Ganancias.

Empresarios policías

Para nada es más sencillo fantasear con que una dotación de alguna fuerza especial llegue hasta el Parque Industrial y ataque las oficinas del directorio de alguna compañía que no hace la totalidad de aportes que corresponden por sus trabajadores. Los empresarios evasores, además, son beneficiados con leyes de blanqueo, tal como pasó en el país en 2013 y 2016, mientras que el comercio ambulante es perseguido como si de su éxito vendiendo oropeles dependiera la fuga de divisas y el comportamiento indómito del dólar. Surreal.

Salta tiene una informalidad laboral sostenida a lo largo de los últimos años por encima del 40%, y las compañías —nacionales e internacionales— que operan con los bienes comunes, como Austin Powder en el sur o Agrotécnica Fueguina en la capital, cuentan con beneficios fiscales enormes. La firma norteamericana que planea producir nitrato de amonio en El Galpón recibe subsidios para la utilización del gas y el agua, mientras que Agrotécnica Fueguina se niega a cumplir a cabalidad el contrato con la Municipalidad, y ésta, en vez de solicitar intervención de la Policía, se muestra complaciente con la concesionaria del servicio de higiene pública.

Por si algo hace falta para ver la perspectiva clasista al respecto de los impuestos basta con recuperar una reciente acción del Gobierno de la Provincia, convertida en la en este semanario ya hemos desmenuzado lo suficiente para desnudar que se trata de suculentas gracias fiscales para enormes inversores antes que mejoras en las condiciones de les trabajadores. En paralelo, las regalías por la explotación de recursos naturales son módicas.

El rol de los empresarios para justificar las represiones, cuando no son ellos mismos los que las propalan, tiene un relieve sustancial. Para el caso de las y los manteros, por ejemplo, la Cámara de Comercio e Industria de la Provincia, en consonancia con homólogas nacionales como la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), halla en el comercio no contribuyente y ambulante la raíz de todas sus penurias. Por increíble que parezca, ya a tres años de que el mercado interno quedase subyugado a la timba financiera, lo cual congeló la capacidad de consumo, el presidente de la Cámara, Rubén Barrios, sigue declarando que el “comercio ilegal” es la principal razón de que las empresas comerciales hayan bajado sus ventas. Ni la inflación, ni la suba de los insumos, ni el aumento de los servicios básicos, tampoco los costos de distribución o el encarecimiento de la comercialización. No. El problema son las y los manteros.

Ni la inflación, ni la suba de los insumos, ni el aumento de los servicios básicos, tampoco los costos de distribución o el encarecimiento de la comercialización. No. El problema son las y los manteros.

La Cámara de Comercio, pero también muchos medios de comunicación, catalogan a los vendedores ambulantes como “comercio ilegal”, sólo por esta particularidad de no hacer tributos municipales, pensados precisamente para los locales comerciales. El/la mantero/a prescinde de la comodidad de un local y, sobretodo, de la posibilidad de clase que tienen la mayoría de quienes alquilan inmuebles para sus comercios: explotar a otras/os. El/la mantero/a no puede pagar impuestos por cosas que no utiliza, como un espacio físico o el patronazgo. ¿Dónde ven la ilegalidad? ¿En comerciar lisa y llanamente? ¿En discurrir por el espacio público, aquel donde se acepta de buen gusto que durante una semana les peregrines se multipliquen por todas partes? ¿El mismo espacio público —centro de la ciudad— donde la Municipalidad prohíbe cualquier actividad hasta que pase la procesión del milagro?

El comercio no es ilegal en sí mismo, lo que existen son las mercancías criminalizadas o ilegales, por ejemplo, la cocaína y la marihuana en el primer grupo y las personas o los órganos en el segundo. Otra cosa que existe es el contrabando, practicado por grandes, medianos y pequeños empresarias/os, que abastecen a los circuitos informales del comercio, que luego ellos mismos denuncian como ilegales, con la misma hipocresía de los “salvemos las dos vidas” (mantengamos el aborto en la clandestinidad).

Cuando las y los empresarios acicatean lo suficiente, los gobiernos instruyen a la Policía para que reprima, como esta semana contra las y los manteros. Una vez más, las y los uniformados como pieza clave de la desmesura del estado aporofóbico, clasista y desigual. Ese que puede ser más o menos inclusivo, pero que no deja de ser una tecnología de dominación que gestiona una minoría, y que muchas veces utiliza frontalmente contra las [expresiones de las] mayorías.