Si la palabra “desaparecidos” significó para el mundo la muerte argentina en la dictadura; “femicidio” designa la muerte femenina en el patriarcado. Esa palabra convocó a miles de mujeres de características bien distintas al de las organizaciones políticas asociadas a las marchas en la Plaza 9 de Julio. (Daniel Avalos)

Ambas cosas en el marco de una convocatoria exitosa que silenció a los maximalistas que siempre existen, esos que reivindican sólo los programas revolucionarios de máxima y su instalación inmediata en nombre de la pureza de los principios, los mismos que se quejaban por lo bajo de que la consigna (#NiUnaMenos) fuera de carácter defensivo y no ofensivo y  que por supuesto olvidan lo central: que el proceso que los colectivos de mujeres protagonizan tiene consecuencias culturales impredecibles aunque definitivamente deseables con respecto a lo existente.

Entre los muchos pliegues que explican el fenómeno, hay uno que deseamos resaltar. Hablamos del poder que ha adquirido la palabra “femicidio”. Un término que definitivamente se ha adueñado de las masas y que atraviesa a la casi totalidad de las mujeres. Palabra que no inaugura la larga e histórica lucha de estas por equiparar sus derechos al de los hombres, pero que sí caracteriza la etapa actual de esa lucha que también en nuestra provincia avanza dando saltos cualitativos y cuantitativos asombrosos. Un concepto que lejos de ser defensivo acorrala a quienes denuncian que el uso del concepto abre heridas que atentan contra la armonía social para finalmente resignarse a pedir precisiones al respecto.

Aclaremos rápido el punto de vista desde el cual hablamos y que bien podríamos llamar teórico. Y es que no se trata aquí de adjudicarle al lenguaje una supremacía sobre las llamadas condiciones de existencia; sino de enfatizar que en determinados procesos históricos -y en medio de una lucha que involucra millones- hay palabras que por contener en su interior las principales injusticias que provocan la lucha, adquieren una fuerza arrolladora. Un tipo de fenómeno del que muchos han hablado aunque aquí optemos por resaltar el tratamiento que Carlos Marx hizo de ello hace siglos al apelar a las nociones de las “armas de la crítica” y las “críticas de las armas”. La primera haciendo alusión a la teoría; la segunda a la fuerza material, al poner el cuerpo, a la lucha tangible capaz de derrotar a las otras fuerzas tangibles que imponen o posibilitan la injusticia sobre, en este caso, mujeres de carne y hueso. Fuerza material que no puede ser reemplazada con nada, pero que se acrecienta cuando desarrolla una teoría -en este caso el concepto de femicidio– que deviene en fuerza material al apoderarse de las miles y miles que así saben mejor contra qué están luchando. Cuando eso ocurre, significa que el pensamiento se ha puesto al servicio de la transformación. “No se trata de interpretar el mundo como hacen los académicos”, diría Marx. “Se trata de transformarlo”.

El concepto femicidio es un ejemplo de ello: por su capacidad para describir y valorar la letal situación contra la que se lucha; por la precisión con la que delimita un fenómeno complejo que ve en el asesinato de una mujer a manos de su pareja no el resultado de un desquicio individual, sino el desquicio generalizado de un orden en donde el femicidio es el último y extremo eslabón de una cadena de violencias sobre la mujer; y por el éxito político de una palabra que ha logrado forjar una identidad férrea entre mujeres que sin embargo estarían dispuestas a confrontar miradas al hablar de otras dimensiones de lo social.

Esto último nos desliza a lo otro que también resaltamos al inicio del escrito: la irrupción en la plaza 9 de Julio de miles de mujeres que sin tradiciones políticas definidas terminaron adueñándose de un lugar siempre asociado a fuerzas políticas y sociales organizadas. Es cierto que en la Plaza del miércoles estaban las pancartas de siempre, también que circulaba la camioneta de siempre con altoparlantes que amplifican las arengas interminables y muchas veces incomprensibles que obligan a los manifestantes sueltos a marchar en silencio y a preguntarse qué quieren decir con su presencia si marchan por debajo de tal o cual cartel; allí también estaban las columnas siempre reducidas, uniformes, disciplinadas y tensas que acostumbradas a acatar las órdenes de algún comandante suelen querer disputar la plaza a las otras columnas igualmente reducidas, uniformes, disciplinadas y tensas que marchan a las órdenes de otro comandante qua a diferencia del anterior, ha leído otros libros, reivindica otras figuras históricas u otros gobiernos del presente aunque todos aseguren pelear contra lo mismo o por algo parecido. Insistamos, los luchadores de siempre estaban como debían estar aunque terminaron replegados a algún rincón, a una calle lateral o a una plazoleta cercana a la 9 de Julio.

Allí se dirigieron para decir entre los suyos aquello que habitualmente dicen y que a veces se parece a una especie de catecismo ideológico verbalizado por los sacerdotes partidarios de siempre. No terminaron allí porque una turba violenta de adversarios doctrinarios hiciera uso de la fuerza para desplazarlos. Terminaron allí porque la multitud convocada por la palabra poderosa -femicidio- copó la plaza con el entusiasmo de quienes estaban seguras de estar protagonizando algo de vital importancia para ellas mismas. Cientos de actrices nuevas en eso de la manifestación pública a las que les importaban poco los usos y costumbres de la plaza. Multitud decidida a manifestar su indignación contra los femicidios y las condiciones que lo posibilitan; que se arrojó a la plaza con una virulencia y una velocidad que pronto trastoco maravillosamente el orden de la manifestación. A veces parecía que quienes encabezaban la marcha eran los miembros de la “Murga Rompiendo Esquemas” qua a fuerza de batucada y patadas danzantes lograban que un racimo apreciable de manifestantes se encolumnara tras ellos; a veces el protagonismo era todo de los chicas del “Taller de Teatro Sensaciones” que pintarrajeadas y dignas concitaban la atención de los presentes; pero el protagonismo permanente era de miles de manifestantes sueltas que no se preguntaban que querrían decir si se ponían por debajo de tal o cual cartel porque la cartulina que hacía de pancarta de la desconocida de al lado la expresaba enteramente y las convertía en compañera.

 

La plaza era definitivamente de ellas y esa plaza se reverdeció con ellas que como buenas recién llegadas escrutaban, observaban, discutían y celebraban todo mientras exigían políticas y prácticas culturales que erradiquen lo intolerable. Lo hacían articulando demandas inmediatas con planteos estratégicos a partir de un concepto que contiene esas dos y relacionadas dimensiones. Un concepto que deslizó a las mujeres hacia un protagonismo abiertamente político porque la lucha feminista y contra el femicidio incluye la necesidad de una sociedad plural, pero también una profunda discusión sobre la naturaleza de un tipo de Poder y la necesidad de ocupar resortes estratégicos del mismo para modificarlo. Es cierto que parte importante de esa multitud volverán a sus hogares para no volver a salir. Tan cierto como el hecho de que muchas de las iniciadas en la lucha llegaron para quedarse y protagonizarla. El encuentro entre estas y las viejas luchadoras y militantes de la causa… es deseable. Representaría la condición de posibilidad de una superación que como toda que se precie de tal, se forja amasando lo mejor de lo viejo con lo más fecundo y creativo de lo nuevo. Puede que de eso dependa no sólo un proceso exitoso para la lucha de las mujeres, sino también un modelo a imitar por muchas otras mujeres y hombres que deseando combatir otras injusticias, sienten que no saben bien cómo hacerlo.

foto: Agustina Sosa