El mito que aseguraba que la lucha tradicional contra el narcotráfico podía sufrir reveses que, sin embargo, no hacían peligrar el éxito de la lucha misma… ha muerto. Lo admitió el secretario de Seguridad Nacional Sergio Berni, que, confesándolo, nos obliga a preguntarnos sobre el futuro de nuestra provincia. (Daniel Avalos)

Precisemos, primero, que Berni lo dijo en todos los canales nacionales en una semana en donde los problemas vinculados a esa actividad criminal acapararon las noticias. Admitamos, también, que aun cuando los titulares y los zócalos gráficos, televisivos y radiales de muchos de esos medios casi siempre buscan dañar la reputación de un gobierno nacional al que combaten, esa manifiesta intencionalidad mediática se monta sobre una problemática que desde hace años es absolutamente real. Y permítasenos recordar, aun a riesgo de la pedantería, que el fracaso de la lucha convencional contra el narcotráfico la habíamos anunciado desde este medio hace ya un par de años.

La audacia de entonces (“Una novela con final abierto”: Cuarto Poder, sábado 25/6/11, pág. 16) no era hija de la genialidad, sino de la lectura de lo que acontecía en Salta y de lo que encumbrados analistas del continente profetizaban sin complejos. Lo primero puede rememorarse fácil. Entre mayo y junio de 2011 toda la provincia hablaba de lo mismo: el secuestro de casi mil kilos de cocaína que dos gendarmes trasladaban en una camioneta; y la detención con 50 kilos de la misma droga de un importante jefe policial (Carlos Gallardo), mientras otro cuadro jerárquico no menos importante – Gabriel Giménez – lograba fugarse del lugar para, algunos meses después, ser capturado en la ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra. Es cierto, había diferencias entre el primero y el segundo de los casos. Los gendarmes, por ejemplo, trasladaban un cargamento mayor, pero se parecían mucho a eso que en la jerga delictual denominan perejiles: seres anónimos, poco sofisticados, que quedaron atrapados entre los planes de una conducción invisible de capos narcos y el accionar represivo de las fuerzas de seguridad. El caso de los policías era distinto. No tanto porque trasladaran menos drogas, sino más bien porque se trataba de jefes de una división estratégica cuya misión era emplear los recursos del Estado para centralizar información de diversas fuentes. Información que depurada y confirmada, debía emplearse para combatir la actividad en la que los mismos policías terminaron involucrados. Mientras eso ocurría en Salta, especialistas de todo el mundo advertían que las ciudades narcos mejicanas eran el futuro de muchas ciudades latinoamericanas. Especialistas entre los que se incluían periodistas, hombres del Estado y hasta de la literatura, que ejemplificaban el fracaso de la lucha convencional contra el narcotráfico con el México del presidente Felipe Calderón, referencia sobre la que volveremos.

Ente los hechos salteños de mayo y junio del 2011 y la confesión que durante la semana realizo el secretario Sergio Berni, ocurrieron varias cosas. Por ejemplo, que en la frontera caliente salteña los asesinatos de impronta narco-mafiosa se incrementaron. Ajustes de cuentas y emboscadas violentas que el salteño promedio creía propiedad exclusiva de las películas de Tarantino o Scorsese, filmes en donde abundan narcos resignados a morir o matar violentamente como si eso fuera un percance inseparable de la vida misma. Pero no fue lo único que ocurrió. Porque Salta, después de todo,  terminó anticipando con sus narco policías el presente ahora visible de provincias como Santa Fe y Córdoba, en donde también las jerarquías policiales están encarceladas por sus contactos con el narcotráfico. Allí radica, justamente, el fracaso de la lucha convencional contra esa actividad: seguir actuando como si la guerra se diera entre bandos bien definidos en donde están los supuestamente buenos (el Estado) y los decididamente malos (los narcos); y la no menos equivocada certidumbre según la cual lo estratégico es cortar la oferta de estupefacientes para acabar con la demanda. Certezas hoy desmoronadas por la realidad. Primero porque el dios maligno del narcotráfico fundió en su ejército a figuras provenientes de uno y otro bando, producto de una no menos clara decisión criminal de invertir para reclutar y corromper a la burocracia estatal encargada de combatirlo; y segundo porque el narcotráfico ha producido el sujeto ideal del mercado, aquel capaz de recurrir a cualquier medio para acceder al producto ofertado. Nos referimos, por supuesto, al adicto; ese ser con el que todos nos hemos topado alguna vez y cuya característica central es la de haber perdido cualquier resabio de fortaleza para luchar contra su desgracia; que muere lentamente, yaciendo famélicamente en algún aguantadero en el que se convence de que su vida no vale nada y que por ello mismo suele concluir que la vida del otro tampoco la vale.

De allí que la confesión de Berni no nos sorprende, aunque indudablemente nos aterra. Temor que declaramos sin complejos porque, convendría recordar, somos salteños y vivimos en Salta. Una provincia que limita con Bolivia, un país estratégico para el contrabando por producir coca; por limitar con otros cinco países que como el nuestro cuentan con déficits estructurales para controlar sus fronteras; fronteras controladas por fuerzas de seguridad decididamente infiltradas por la organización mafiosa; y fronteras, además, devenidas en un terreno en donde los crímenes se llevan a cabo con una violencia que lejos de ser irracional, es absolutamente racional por poner la razón al servicio de aniquilar al adversario a través de un acto público y violento que busca, conscientemente, escarmentar a los potenciales entorpecedores de la rentabilidad criminal. De allí que podamos concluir con Berni que, tal como advierten los teóricos de las guerras convencionales, conviene no embarcarse en determinadas formas de lucha si el éxito de la misma es imposible, o si el precio a pagar para emprenderla no se corresponde con los resultados que se obtendrán. Coincidiríamos aún más si Berni ejemplificara ese fracaso de la lucha convencional con la historia mexicana reciente, en donde ni toda la ayuda yankee, ni todo el ejército mejicano ocupando las ciudades calientes, ha garantizado un triunfo contra el narcotráfico y sí ha costado miles de vidas humanas, heridos y daños materiales que inclinan cada vez más a la población azteca a dudar de la estrategia que alguna vez aplaudió.

Sería bueno, sin embargo, que el acto de sinceridad del Secretario de Seguridad estuviera acompañado por el anuncio de una estrategia alternativa que ayude a combatir lo que ya es una pesadilla. Una pesadilla de tan dramáticas predicciones que entre aquellos que hace años anunciaron el fracaso de la lucha convencional, siguen estando quienes pretenden batallarla de una forma caratulada como políticamente incorrecta: la despenalización del consumo de drogas. Aclaremos rápido que algunos de los que así piensan no lo hacen partiendo desde esos enfoques hippicomunistas y trasnochados que confunden progresismo con excentricidades de cualquier tipo; sino de un punto de vista bien distinto: el que considerar que lo crucial consiste en restarle mercado al criminal aminorando paulatinamente la demanda. Estrategia que requiere de movimientos no menos importantes como regular la oferta desde el Estado, utilizar los cuantiosos recursos que hoy se usan en la guerra para la prevención y tratamiento de las adicciones, y luchar decididamente contra el fenómeno de la precarización en la que se desenvuelve parte importante de nuestra sociedad. Un tipo de precariedad que sólo deja como horizonte de vida la inestabilidad y la incertidumbre para millones de adolescentes, jóvenes y adultos.