La pose refinada de Urtubey, el hablar pausado de su hermano Rodolfo, los ademanes calmos de la ministra María Inés Diez, o el vestir rutilante de los funcionarios “U”… ocultan monstruos y espantos. El peor de todos, se terminó de aprobar el jueves en el Senado. Hablamos de la reforma del Código Procesal Penal. (Daniel Avalos)
El martes había recibido media sanción de Diputados y el jueves terminó convirtiéndose en ley con el Senado. Se trata de una reforma plagada de artículos y tecnicismos, aunque en uno solo de esos artículos se concentre el espíritu de la propuesta: embestir contra eso que denominamos garantías individuales y cuyo objeto fue siempre resguardar al individuo del poder omnímodo de los Estados. Aclaremos rápido que estas líneas no buscan denunciar esa reforma desde un enfoque neoanárquico y trasnochado, de esos que insisten en afirmar que la prescindencia del Estado es la total garantía de la libertad individual. Es más, optaremos por criticar la reforma desde esas teorías que, convencidas de que la absoluta soberanía de los individuos inclina a una guerra de todos contra todos, interpretan que el origen de los Estados fue producto de la generosidad de los individuos que, queriendo dejar de ser lobos para convertirse en ciudadanos, ceden parte de su soberanía para ponerse bajo tutela de un Estado. ¿Por qué? Porque tienen la esperanza de que ese orden posibilite pensar en el progreso del conglomerado humano; porque espera que esos Estados puedan montar ingenierías jurídicas y políticas que disciplinen las pasiones humanas a partir de reglas de convivencia que nos alejen de la horda primitiva; reglas de convivencia que, por supuesto, deben también disciplinar y subordinar las pasiones de los agentes del Estado que incluye a presidentes, gobernadores, legisladores, jueces, líderes, caudillos y, obvio, policías.
Tenemos, ya, el marco para repudiar la reforma del Código Procesal Penal impulsada por el ejecutivo provincial. El repudio es conceptual y operativo. Lo primero, porque, en nombre de la lucha contra el crimen, se dispone que la policía combata las pasiones delictuales sin que sus propias pasiones, sus propios excesos y sus peligrosos instintos, tengan límites a la hora de realizar procedimientos. Es eso lo que establece el artículo 20 del Código: facultades para requisar individuos, vehículos o buques, según el uniformado lo crea conveniente, para combatir el crimen. La condición aterra porque el retroceso conceptual se combina con el operacional: el de dar más poder a una fuerza policial salteña que es objeto de una denuncia diaria por apremios ilegales. Es esa policía brutal a la que ahora se faculta para escuchar los consejos que le dicten sus propias sospechas para así lanzarse sin orden de juez contra un ciudadano al que, por puro instinto, capricho o hasta venganza, ese policía considere un criminal potencial. Sospechas que, para colmo, casi siempre son dictadas por los prejuicios que suelen asemejar al medio negro/a, medio pobre, medio alcohólico/a, medio puto/a, medios adicto/a o medio zurdo/a… con peligros potenciales que ameritarían que él, el soldado que lucha contra el crimen, requise al sospechoso aun cuando este no se muestre como autor evidente de un delito.
El Gobierno nos dice que lo aberrante es necesario si queremos combatir el narcotráfico. Precisémosle al Gobierno que no nos está diciendo nada nuevo. Que se trata del argumento fácil que los gobiernos autoritarios siempre han esgrimido: en nombre de la lucha contra un mal, los autoritarismos prescriben reglas de combate que violan los derechos de todos. De lo último pueden extraerse muchas cosas, además de confirmar que estamos ante un gobierno de impronta autoritaria. También se concluye que en el ADN de lo autoritario está siempre inscripto el fracaso para resolver los problemas. Un gobierno que, además, no se atribuye esos fracasos porque los explica como hijos de las carencias de un sistema que les ata las manos para supuestamente hacer las cosas bien. Es entonces cuando recurre al tono bélico y exige medidas excepcionales. Insistamos, no se trata de nada nuevo. Pueden cambiar los “enemigos” elegidos, los dispositivos tecnológicos y el tratamiento comunicacional, pero el objetivo es siempre el mismo: “El precio de la victoria contra el comunismo – dijeron los golpistas – consistía en suspender la Constitución”; “…el precio de la victoria contra el terrorismo – dijeron los halcones de la Casa Blanca – es aniquilar a los fundamentalistas”; “…el precio de la victoria contra el narcotráfico – dice Urtubey – es la pérdida de las garantías individuales”. Si hasta ahora la provincia ha fracasado en la lucha contra los dealers – dice Rodolfo Urtubey – es porque los soldados de la provincia, representados por la policía, están muy solos y no gozan de las facultades de las que sí gozan la Policía Federal o la Gendarmería. La reforma del Código Procesal Penal, dice el flamante Senador nacional, los provee de esa facultad, aun cuando él mismo admita que esa fuerza protagoniza abusos, que está involucrada en la narcocriminalidad y que también es denunciada de armar causas falsas (Diario Punto Uno: 21/11/13, p. 7) Pero eso no es todo. Y es que la ministra de Justicia, María Inés Diez, tuvo la delicadeza de pedirnos que dejemos de romper las pelotas con las críticas. No usó esas palaras, impropias del léxico aristocrático, aunque el sentido no fue otro que ese. Escuchemos: “Queremos ir contra la venta de drogas pero cuando avanzamos surgen las críticas” (El Tribuno: 21/11/13, p. 29) ¡Caramba! Cómo nos aproxima ese enunciado a los enunciados de otros tiempos. Por ejemplo, a los del film “La batalla de Argelia”, de 1966, cuando los periodistas galos preguntan al general francés Mathieu (el torturador de la vida real era de apellido Massu) si era verdad que el ejército galo violaba derechos para aniquilar a los argelinos que querían su independencia y este responde: “Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos que Francia se quede o no en Argelia. Si ustedes quieren que Francia se quede, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo”.
A casi medio siglo de esos razonamientos que el cine registraba con precisión; luego de cinco décadas en donde los Videlas dijeron lo mismo (“Señores, el tema no es la tortura, ni los centros clandestinos de detención, ni la desaparición de personas. El tema es si queremos derrotar a la subversión o no. Si ustedes quieren que la derrotemos, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo”); la Ministra vuelve a decirnos lo mismo: “Señores, el tema no es la pérdida de las garantías individuales. El tema es si queremos luchar contra el narcotráfico. Si ustedes quieren que luchemos, no nos pregunten por los medios que empleamos para lograrlo”. El razonamiento para rebatir a la Ministra debería ser el siguiente: hemos vivido décadas de tragedias ocasionadas porque se justifica cualquier medio en nombre de un fin; que ante ello la Ministra debería saber que el tema, justamente, es discutir con qué medios se quiere llegar a un fin. Pero una respuesta así sería errónea. Principalmente porque parte de la siguiente certeza: la Ministra no reevaluó el pasado reciente y por ello ignora lo peligroso que resultan sus argumentos. Pero tanta ignorancia es poco creíble. Por eso una tesis bien distinta puede ensayarse: que esa ministra, que forma parte de un urtubeicismo duro, está peligrosamente convencida de que las cosas deben ser así; de que, en nombre de los resultados, se debe tolerar hasta el uso de medios que denigran la condición humana. Se trata, dijimos, de un urtubeicismo duro, abroquelado tras patricios apellidos que hacen enormes méritos para que se los asemeje a tradiciones nefastas de autoritarismos anteriores. Que se parece mucho, por ejemplo, a eso que el dictador Juan Carlos Onganía bautizó en 1966 como la Revolución Argentina. Y aun cuando todos sepamos la radical diferencia que supone llegar al gobierno por las urnas cómo lo hizo Urtubey y por un golpe de Estado cómo lo hizo Ongania… no deja de llamar la atención ciertos puntos de contacto entre el patriciado “U” y el onganiato. Esa común vocación por mostrarse como una mezcla de congregación religiosa y empresa capitalista; como promotores de una religiosidad arcaica que los acerca al rol de cursillistas que, sin embargo, no les impide presentarse como actores que buscan la modernización de la provincia; que evidentemente se interpretan como cruzados que buscan impulsar creencias prediluvianas a partir de la educación mientras dan a la Justicia la misión de ser un dique de contención contra lo laico.
Los puntos de encuentro no terminan allí. El patriciado “U” también se parece al onganiato por su decidida tolerancia a los crudos hechos represivos y por la consciente conducta de apelar a tecnicismos jurídicos para legalizar lo que abiertamente son violaciones de derechos. Onganía, en nombre de la lucha contra la subversión, promulgó la Ley 16.970 de Defensa Nacional; luego la 17.401, que buscaba explícitamente combatir el comunismo; más tarde la 18.234, que reprimía las actividades ideológicas, para luego cerrar el círculo con la creación de la Cámara Federal en lo Penal a fin de sacar del ámbito de los tribunales previstos por la Constitución el proceso sobre los llamados “subversivos”. Urtubey hace lo mismo, aunque menos pomposamente y en nombre de la lucha contra la inseguridad. Mantuvo la figura de “averiguación de antecedentes” para permitir a la policía detener a cualquier sospechoso “por las dudas”, sin necesidad de orden judicial; impulsó la reforma del Código Procesal en el 2011 para permitir que un ciudadano pueda ser investigado durante un mes sin que el investigado ni un juez de garantías lo sepan; y ahora impulsa una nueva enmienda, mediante la cual autoriza procedimientos sin intervención judicial. Procedimiento que posibilita abiertamente el uso discrecional de la fuerza y permite que la primacía del proceso termine recayendo en la confesión y no en la prueba. Confesión a la que siempre se puede llegar no por la pericia y ciencia del investigador, sino por las macabras competencias que efectivos policiales salteños vienen poniendo en práctica desde hace años: las de saber mancillar los cuerpos para quebrar moral y físicamente a los sospechosos, mientras el verdugo vestido de azul se entrega a una fiereza y un sadismo sin retorno.
De allí esa desoladora sensación que nos invade. La de sentir que estamos a la intemperie, sin techo ni cobijo que nos contenga, en bolas y a los gritos. De allí también que esa desolación se combine con una profunda sensación de insatisfacción. Sensación que los votos en contra de la Reforma emitidos por varios diputados que provienen de tradiciones políticas distintas y que los repudios emitidos por distintas organizaciones de la sociedad civil y el rol de los mismos medios, no logran aún dotar de prestigio a eso que llamamos garantías individuales. Que ese poco entusiasmo por la defensa de derechos fundamentales es la condición de posibilidad para que los halcones del Grand Bourg sientan que se pueden salir con la suya porque, después de todo, están convencidos de que los actores del otro lado no tienen la fuerza suficiente para doblegarlos. Habría, definitivamente, que tratar de hacer algo.