Los concejales siguen sin tratar el proyecto que pide cambiar el nombre de un pasaje que rememora al salteño que inauguró los golpes de estado en el país: José Félix Uriburu. La iniciativa es del abogado Sebastián Posadas quién desde 2012, espera en vano de que se acabe el culto al golpista en tiempos de democracia. (Daniel Avalos)

Se llama Sebastián Posadas. Es abogado, tiene 40 años y hace poco más de cinco montó su estudio en el pasaje que naciendo en la Avenida Bicentenario de la Batalla de Salta, sube dos cuadras en dirección al cerro para culminar en la Avenida Uruguay. El mismo rememora al salteño José Félix Uriburu, el militar que en 1930 derrocó al gobierno constitucional de Hipólito Irigoyen. Consultado por Cuarto Poder, Posadas responde entre desconcertado e indignado que es “ridículo que en estos tiempos tengamos una calle con el nombre del dictador. Es como si a la calle Uruguay le ponemos el nombre de Videla”.

La indignación de Posadas no es de ahora. Por ello el 31 mayo de 2012 remitió una nota al Concejo Deliberante en donde le recuerda al presidente del cuerpo y lo ediles el rol del personaje homenajeado “que con su solo nombre agravia a la democracia” y les propone a los ediles – “a modo de desagravio”- que se reemplace la nomenclatura por algunas de las siguientes: “Pasaje Democracia Argentina”; “Pasaje 10 de diciembre”; o “Pasaje Raúl Alfonsín”. Desde entonces, ocurrió muy poco. Posadas se apersonó al Concejo tres o cuatro veces para certificar que nada pasa, de vez en cuando recibe el llamado de algunos medios que se enteran que la iniciativa podría ser objeto de debate y le consultan sus sensaciones aunque todo, finalmente, queda en la nada.

Primero la historia

Habría que ensayar una interpretación en torno al porqué de la apatía del Concejo. Parece conveniente, sin embargo, bucear primero en la historia de ese militar salteño que siendo hijo de dos primos hermanos -José y Serafina Uriburu- nació en Salta el 20 de junio de 1867, partió a Buenos Aires en 1881 para concretar sus estudios secundarios y cuatro años después ingresar al Colegio Militar dando inicio a una carrera que pretendió coronar con lo que fue el primer golpe de estado del siglo XX. Enfaticemos algo: ese golpe de estado no sólo inauguró un proceso de medio siglo de interrupciones violentas de gobiernos constitucionales; también fue el que dio el marco conceptual para todos los golpes que le siguieron hasta llegar al más macabro de todos: el de 1976.

Ese marco conceptual del que el salteño fue brazo ejecutor, quedó estampado en el “Manifiesto Revolucionario” redactado para justificar el golpe por Leopoldo Lugones, ese hombre al que muchos señalan con el desmesurado título de poeta nacional y cuyo aporte fundamental fue ponerle palabras que justificaron las acciones de Uriburu en 1930 y hasta de Videla 46 años después. Leamos: “Exponentes del orden y educados en el respeto de las leyes y de las instituciones, hemos asistido atónitos al proceso de desquiciamiento que ha sufrido el país en los últimos años”. Los golpistas son así. Poderosos que siempre están atónitos ante los desquicios que produce la democracia. Elegidos ciudadanos que en nombre de las leyes que violentan y las instituciones que desmantelan se sienten autorizados – escribió Lugones en ese Manifiesto – a apelar “a la fuerza para libertar a la nación”. Uriburu ejecutó la idea tras años de conspiraciones y por ello mismo se auto convenció de ser un redentor de la nación y encarnar eso que el mismo Leopoldo Lugones en el panfleto “La hora de la espada” había identificado como Jefes Predestinados, aquellos que deben mandar “por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”.

Uriburu, sin embargo, no era lo que creía ser. Apenas alcanzó a convertirse en un simulacro criollo de su admirado Benito Mussolini al que sin éxito quiso emular en lo personal y en lo que a sociedad corporativista se refiere. Uriburu era, nada más y nada menos, otro militar conservador que, emulando al Duce, pretendía movilizar a las masas aunque sólo logró montarse en el descontento popular con el gobierno de Irigoyen y aglutinar una runfla de jóvenes elegantes que queriendo ser los camisas negras italianos, gozaron de impunidad para que de su elitismo ofendido brotara la furia contra hijos de inmigrantes a quienes identificaban como elementos corrosivos al ser nacional. A Uriburu, además, nada le salía como quería: en vez de encabezar una revolución precisó de una Corte Suprema de Justicia a la que prometió no importunar a cambio de una acordada que, reconociendo su gobierno provisional, legalizaba lo ilegal; conformo un gabinete repleto de miembros de la Sociedad Rural y el Jockey Club; a diferencia de las experiencias fascistas europeas a las que aspiraba a parecerse, no creó nuevas y vigorosas instituciones en las que asentar su poder porque sólo consiguió el apoyo de la marina y de un ejército que en cuestión de horas quedó al mando de quien impulsándolo a derrocar a Irigoyen y hacer el trabajo sucio, pronto se convertiría en presidente del país: Agustín P. Justo.

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Lo macabro, sin embargo, fue que el trabajo sucio de Uriburu fue bien sucio. No sólo por el aporte conceptual que legó a los futuros golpistas; también por la impronta antipopular de las medidas dictatoriales que en ese y otros golpes siempre fueron en auxilio de la rentabilidad de los poderosos. Algunas publicaciones (Gustavo Dalmazzo: “El primer Dictador. Uriburu y su época”) dan alguna ideas al respecto: disolvió el Congreso, intervino las provincias y también las universidades que desde 1918 gozaban de autonomía; redujo las inversiones en obras públicas a las imprescindibles siempre vinculadas a la patria agroexportadora; cesanteó 37.479 empelados públicos entre diciembre de 1930 y mayo de 1931: suspendió las leyes laborales, lo cual fue celebrado por la prensa hegemónica de ese entonces; libró una desaforada lucha contra el bochevismo comunista en la que fueron encasillados todos los opositores al régimen; inauguró la Sección Especial de la Policía Federal que terminó siendo comandada por el hijo del poeta fascista Lugones que también se llamaba Leopoldo pero al que le decían “Polo” y adquirió fama no por escribir arengas que incitaran a la acción, sino por perfeccionar los métodos de tortura e inventar la picana eléctrica; además, el gobierno de Uriburu instauró la Ley Marcial el 1º de febrero de 1931 por la cual fusilaron a anarquistas entre los que sobresaliera el caso de Severino Di Giovanni a quien el genial Osvaldo Bayer inmortalizó con un libro menos popular que la “Patagonia Rebelde”, pero igual de riguroso en lo que acopio de documentación se refiere.

Digresión anarca

El fin del anarquista fue de una dignidad que el dictador no tuvo en su corta dictadura. Si lo primero puede registrarse, es porque de ello quedó constancia en las muchas crónicas periodísticas que cubrieron un fusilamiento que el dictador convirtió en espectáculo público para amedrentar “subversivos”. Roberto Artl, fue uno de esos cronistas y su relato formó parte de las “Aguas Fuertes” que publicaba en el diario El Mundo. Con su habitual estilo impersonal, estampó frases como las que siguen.

“(…) Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las sienes como las panteras. Labios finos y extremadamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte (…) Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno (…) El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta el agua para el mate (…) El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita ´Venda no´. Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso”.

Así redacta Artl la escena final del hombre que va a morir y espera el momento con una entereza que a todos enmudece. Un segundo antes de que el pelotón apriete los cinco gatillos que producirá el fogonazo letal, Di Giovanni grita “Viva la anarquía” y el grito y el estruendo de los disparos enmudece a los elegantones de galera y zapatos de baile que celebraban al gobierno decidido a terminar de una buena vez, con las escorias que contaminan la pulcra esencia del ser nacional. La escena provoca que el reportero del diario Buenos Aires Herald también citado por el libro de Osvaldo Bayer, le dé a su nota un cierre inesperado para los lectores de ese medio gráfico: “La descarga terminó con el más hermoso de los que estaban presentes”. Roberto Artl, también conmovido por la dignidad del fusilado y la frivolidad de los ciudadanos bien, finaliza su nota haciendo referencia a ese sector de la sociedad: “Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: ´Está prohibido reírse´. ‘Está prohibido concurrir con zapatos de baile’”.

El fin de la experiencia dictatorial del Uriburu careció de la dignidad reseñada por la prensa de la época para sus víctimas. Sus reformas corporativistas a lo Mussolini mediante las que pretendía que distintos sectores productivos y sociales reemplazaran a los partidos políticos nunca tuvieron chances de realización; debió creer que el desprestigio del radicalismo en 1930 suponía apoyo automático al él y al golpe y entonces autorizo en abril de 1931 elecciones para gobernador en Buenos Aires en la que arrasaron los radicales motivando que el dictador invalidara los resultados. Cansada del simulacro de liderazgo, el orden conservador del que el propio Uriburu era parte prefirió acabar con el experimento y rearmó el régimen conservador que el irigoyenismo había trastocado. Uriburu hizo entonces su último aporte: llamó a elecciones nacionales para fines del 1931 y condicionó tanto las mismas que el radicalismo se abstuvo de participar. La abstención garantizó el triunfo de Agustín P. Justo a quien el propio dictador le puso la banda presidencial en febrero de 1932. La década infame y el llamado fraude patriótico habían nacido. Uriburu murió en Paris dos meses después.

Ediles, a las cosas

Y entonces la iniciativa del abogado salteño Sebastián Posadas, vuelve al ruedo. Al menos para deslizarnos a la pregunta sobre el por qué a cuatro años de su iniciativa no logra que el cuerpo debata al menos su propuesta. Lancemos aquí alguna hipótesis. Descartemos de cuajo recurrir a la idea de que habita entre los concejales algún tipo de nostalgia golpista; también que los 21 ediles carecen de ese hambre de conocimiento que siempre interna a las personas a las enciclopedias, manuales, diccionarios, libros o compendios que suelen correr al auxilio de esas memorias frágiles, cambiantes, etéreas y que en algún punto simplemente se desvanecen por completo.

Descartadas esas potenciales respuestas, dos hipótesis cobran relevancia. Una de ellas se vincula a la inclinación a prescindir de la discusión del pasado y su aplicación a las nomenclaturas de los espacios públicos en nombre de no dilatar el tratamiento de lo urgente y el vivir cotidiano de los vecinos. Con un argumentó así, de nada valdría sostener que la historia sí importa por ser parte fundamental de las subjetividades sociales que determinan la forma en que las sociedades viven y valoran los acontecimientos de su tiempo. Y no valdría de nada porque el concejal podría recurrir al mismo razonamiento: el presente urge, aun cuando no pueda explicar porque discuten recurrentemente los mismos proyectos que además se resuelven de la misma manera: colegios céntricos que siempre quieren ser erradicados aunque siempre se rechace la idea; carreros que si pero no; comisiones para evaluar construcciones irregulares que sin embargo se siguen autorizando; vendedores ambulantes que a veces las ordenanzas erradican y otras prorrogan; comercio ilegal o puesteros del parque San Martín de los que siempre se habla aunque nada de lo normado modifique un centímetro la realidad, etc, etc, etc.

La otra hipótesis que podría explicar la falta de tratamiento de ese proyecto, se vincula a esos provincialismos que atribuyendo a un espacio geográfico determinado una importancia desmesurada, se contentan con recordar de algún modo a quienes trascendieron las fronteras aun cuando el motivo de esa trascendencia haya supuesto una afrenta para la vida política de ese territorio y del conjunto del que forma parte. Sea cual fuera el motivo, una cosa es segura: la política municipal no parece tampoco  protagonizar  un parlamentarismo con impronta pedagógico, de esos que pueden no tener resultados prácticos tangibles pero que si ayudan a garantizar cambios de conducta a partir de nuevos saberes.