Por Donatella di Cesare, filósofa, profesora de Filosofía Teorética en Roma.*
¿Será una coincidencia que el pánico en Italia explotara especialmente en aquellas regiones gobernadas por la Liga del Norte, donde se ha inculcado el odio y la idea del enemigo público, portador de todas las enfermedades, señalando al inmigrante?
Muchos se lo preguntan. Y la cuestión parece encontrar confirmación en las actuaciones de los gobernadores de turno. Golpes de escena en los que cada uno saca una mascarilla para cubrirse, «autoaislarse», declarándose en riesgo, para sí mismo y para los demás, infundiendo más miedo, si no fuera que la mascarilla en sus manos se transforma en una máscara y todo adquiere contornos quijotescos.
El «otro» relanza la discriminación habitual: nosotros superiores, ellos inferiores, sanos, enfermos, limpios, sucios, y esta vez llega la hipérbole grotesca de los «ratones vivos», ese famoso manjar chino que todos conocen.
Es un poco aterrador hablar aquí del «estado de excepción», ese paradigma de gobierno a través del cual leer el mundo actual, como Giorgio Agamben nos enseñó magistralmente en su Homo Sacer.
Al contrario de lo que algunos han afirmado, el paradigma matriz sigue siendo válido. Y ahora, además, es una práctica diaria: los procedimientos democráticos están suspendidos por disposiciones tomadas en nombre de la emergencia. Un decreto aquí y un decreto allá: de esta manera, los ciudadanos terminan aceptando medidas que deberían garantizar su seguridad, pero que de hecho limitan severamente su libertad. Las medidas tomadas en los últimos días por los gobiernos, sin ningún orden en particular, son paradigmáticas. Llegan a cerrar los lugares de cultura o a prohibir manifestaciones y reuniones. Son medidas que tienen, no hace falta decirlo, un sabor autoritario y un rasgo inquietante.
Pero parece que el «estado de excepción» no es suficiente para un mundo tan complejo como el nuestro, globalizado, donde el miedo juega un papel político decisivo. Al temor por lo extraño, la xenofobia, que empuja a erigir barreras y muros, se le junta también ahora el miedo por todo lo que está afuera, la exofobia, que induce a encerrarse en el propio nicho, a inmunizarse, protegerse a uno mismo, observando lo que sucede a través de la pantalla tranquilizadora.
La pulsión de seguridad se fomenta, así como también es fomentada aquella que algunos intercambian con la indiferencia, como si se tratara de un problema ético, y que es más bien una tetania afectiva con dosis de razón de Estado. No hay duda de que el miedo se usa pecaminosamente para gobernar. Precisamente por esta razón, el soberanismo, especialmente antiinmigrante, no es una reedición del viejo nacionalismo. Es un fenómeno nuevo: aprovecha y explota el miedo al «otro», la alarma por lo que viene del exterior, la ansiedad ante la precariedad y el deseo de ser inmune a ella.
Pero esto es solo un aspecto del asunto. Porque el gobernante, que coquetea con el fuego del miedo, termina quemado por él. Si bien cree que está administrando el odio a dosis, manejando debidamente el miedo, todo se puede salir de control. Este es el bumerán: la gobernanza, a la que le gustaría gobernar bajo la bandera del estado de excepción, se rige a su vez por lo que resulta ser ingobernable. Es esta inversión continua la que la golpea, la atenaza. El modelo aquí es el de la tecnología: quien la usa, acaba usado; quien pretende disponer de ella, acaba socavado.
La democracia inmune es, por lo tanto, una forma de gobierno sin precedentes donde la política queda reducida a la administración de los dictados de la economía planetaria y abdica de la dinámica de la ciencia —«¡que hablen los expertos!»-, a la que se imagina como objetiva, verdadera, resolutiva. Como si la ciencia fuera neutra y neutral, como si desde algún tiempo no hubiera estado estrechamente relacionada con la técnica, altamente tecnificada.
El estado de seguridad demuestra ser un estado médico-pastoral que garantiza la inmunización al ciudadano-paciente, listo, por su parte, para seguir, entre el derecho a la desinfección y la prohibición del hacinamiento, todas las normas higiénico-sanitarias que lo protegen de contagio, es decir, del contacto con el «otro». No se sabe dónde termina la ley y dónde comienza la salud.
El coronavirus, este virus soberano como su nombre indica, se burla de la soberanía excepcional, a la que de forma grotesca le gustaría poder sacar provecho. Se escapa, inmiscuye, atraviesa, cruza las fronteras. Y se convierte en una metáfora de una crisis ingobernable, un colapso apocalíptico. Aunque el capitalismo, sabemos, no es un desastre natural.
* Artículo aparecido en italiano el 1 de marzo de 2020 en Il Manifesto. Traducción Miquel Seguró.