Las elecciones inhumaron las chances de “Urtubey canciller” y aceleraron sus aprestos para conducir el PJ nacional que hace un mes como hoy, es el camino que todo justicialista prioriza si desea pelear por la presidencia del país. (Daniel Avalos)

Por eso cuando en la primavera sciolista docenas de funcionarios y medios nacionales aseguraban que el salteño partiría a New York cuando el exmotonauta ocupara La Casa Rosada, acá enfatizábamos que la catarata de versiones echadas a circular escondían cálculos políticos más acordes a un justicialista que se crea destinado a la presidencia: el negocio no está en el extranjero sino en el enlodado palacio justicialista al que se debe conducir primero, para luego aspirar a liderar una Liga de Gobernadores que eligiendo un candidato antes que la propia ciudadanía, provee al ungido de un poder territorial enorme conformado por una intrincada red de senadores, diputados e intendentes que valiéndose del propio aparato estatal y miles de punteros, llevan una candidatura a las grandes urbes, a las periferias de las ciudades y hasta las profundidades del monte en donde el agua potable puede no llegar pero sí lo hacen las boletas electorales.

La coyuntura electoral ha clausurado el tema de la cancillería que el salteño se había encargado de rechazar días antes de las generales del 25 de octubre, pero lo inclina definitivamente a ir en búsqueda del PJ nacional. Ni un triunfo de Scioli en el balotaje reprimirá ese deseo que vio cómo las generales de octubre generaron las condiciones propicias para ello: malos resultados que liberaron las tensiones que anuncian una batalla entre distintos sectores del oficialismo nacional. Es cierto, esos malos resultados anuncian también una Liga de Gobernadores que carecerá de mandatarios surgidos en los principales distritos del país (Buenos Aires, Santa Fe, Capital Federal o Mendoza) pero ello no intimidará a los que aspiran a conducir el PJ nacional para proyectarse luego a una candidatura presidencial. Y entre estos se encuentra Urtubey, que sabe que las leyes no escritas del peronismo son implacables, computan negativamente los traspiés electorales y sentencian que los liderazgos deben recaer en los victoriosos y no en los que pierden. Urtubey pondrá sobre la mesa el triunfo suyo. Recordará lo ocurrido en Salta en mayo último cuando derrotó a una coalición que incluía a macristas y massitas; señalará a los muchos justicialistas que perdieron a lo largo del año en distritos grandes y chicos; celebrará un triunfo de Scioli en el balotaje que sin embargo no cerrará la etapa abierta el 25 de octubre; o contemplará como una derrota del propio Scioli envía al cementerio político a docenas de potenciales adversarios internos que ya ven como el salteño cruza límites sin esquivar las tensiones que sus ambiciones ocasionan en el conjunto.

La estrategia de Urtubey ya puede vislumbrase con claridad en sus recurrentes apariciones mediáticas. Y para identificar esos aspectos claves conviene recurrir a un relato que combine periodismo e historia. El primero aporta sensibilidad para percibir el pulso de la disputa diaria que en este caso se empeña en mostrarnos a un Urtubey que primereó a todos instrumentando al kirchnerismo en general y a la presidente en particular, como el contrincante elegido para avanzar. Se adelantó a todos con cálculo monitoreado. Seguro de que justicialistas disidentes como Massa, de La Sota o Rodríguez Saa son justicialistas pero que habiendo sacado los pies del plato corren por detrás de él. Sabiendo que Scioli no puede explicitar rupturas porque precisa evitar que sus “compañeros” que no cultivan la cultura del “aguante” según  la cual hay que empujar aun cuando no se llegue a ningún lado, necesita recrear ilusiones al interior del palacio peronista con el objeto de que nadie dosifique apoyos, retacee compromisos o directamente abandonen la lucha. Urtubey sabe incluso que el cristinismo puede desistir de pelear la conducción de un justicialismo al que suele identificar como aparato pragmático de poder en manos de una clase política turbia. Entonces, Urtubey señala y acusa a ese cristinismo apelando a un enunciado que ya cuenta con el apoyo entusiasta de justicialistas disidentes, medios como Clarín y La Nación y hasta la propia oposición política: el kirchnerismo es el mariscal de la derrota, la experiencia que debe dejar atrás el país y el propio justicialismo con el argumento de que nada bueno puede recuperarse del periodo.

Para mejor identificar ese enunciado y su seguro despliegue hacia adelante, debemos pedir auxilio a la Historia. Esa disciplina que siempre ayuda a evaluar los acontecimientos según ciertas regularidades del pasado que, en este caso, tienen que ver con el pasado del propio justicialismo. No nos referimos al ejercicio histórico que parte de la premisa según la cual toda historia es única, irrepetible, compartimentada y sin rasgos de continuidad. Nos referimos a la historia con rasgos de continuidad que los propios protagonistas evalúan para encontrar respuestas a las urgencias del presente que en el caso de Urtubey es ajustar cuentas con el kirchnerismo. Actores como Urtubey que ya deben estar recordando pasajes de la “renovación peronista” que tras la derrota de 1983 en manos del alfonsinismo, protagonizaron personajes como el ya fallecido Antonio Cafiero y el todavía vivo José de La Sota que atribuyendo la derrota de aquel entonces al peronismo de vieja guardia personalizado en personajes como Italo Luder o Herminio Iglesias, exigieron una renovación al interior del peronismo.

Urtubey no es Cafiero, Alberto Fernández no es Herminio Iglesias y los desafíos políticos del peronismo de aquel entonces no son los de ahora. Pero en la disputa que se avecina eso no impedirá que la “renovación peronista” de hoy eche mano de algunos ejercicios de ayer. Urtubey ya lo ha evidenciado: atribuye la crisis peronista a vicios de un verticalismo “K” pendenciero divorciado de los valores del consenso que minaron la unidad interna y desprestigiaron al justicialismo hacia afuera. Su participación en el programa “Animales Sueltos” que conduce Alejandro Fantino, ejemplificó ese marco conceptual que se repetirá en la mesa de Mirtha Legrand el domingo próximo.

Al informar, por ejemplo, que nunca le habían mencionado que dos auditores camporistas serían nombrados en la Auditoría General de la Nación proclamó que desea un peronismo donde se institucionalicen estructuras que permitan debates que sepulten liderazgos personalistas, entierren liturgias, recreen conducciones horizontales y reemplacen las nostalgias por las actualizaciones. También reclamó aceptar la existencia de otros interlocutores nacionales y reconocidos como tales por la sociedad. Un ejercicio que le permitirá contactos con figuras como Macri, medios como La Nación o Clarín o ONGs conducidas por miembros del Opus Dei como Abel Albino. Encuentros auspiciosos y deseables, aunque en el fondo sólo sirvan para consolidar una constelación que en lo central asocia estilos de gobierno con dictaduras que no existen, revalorizan consensos a costa de la renuncia al debate sobre los modelos económicos, o endiosan las banderas de la institucionalidad y el republicanismo vinculados a los intereses de un mercado al que quieren blindar de intervenciones estatales a las que califican de artificiales y nada deseables.

La propuesta de “renovación” urtubeicista, en definitiva, proclama saber cuáles son las lógicas de la institucionalidad que la oposición se arroga como propia, pero carece del sesgo nacional y popular que las otras fuerzas políticas y económicas nunca adoptaron del peronismo. Esa carencia actual no le restara fuerza ni apoyos internos y externos al propio Urtubey que, por ahora, comanda decididamente una corriente de opinión. Le falta aún  formalizarla con algún documento o grupo fundacional que si quiere convertirse en sector hegemónico del justicialismo nacional, deberá protagonizar algún logro electoral entre el 23 noviembre de 2015 y las legislativas de 2017 que la ubique como alternativa de gobierno para el conjunto de la sociedad. Para ello también precisara otras cosas. Por ejemplo aquello de lo que gozó “la renovación peronista” de los 80 aunque en condiciones muy distintas a las actuales: que el próximo gobierno pierda más pronto que tarde popularidad.