Almas atormentadas hacen del encuentro de mujeres un blanco de ataque. Es la salteñidad estrecha, esa que sufre imaginando que las calles que suelen cobijar penitentes procesiones, sean ocupadas ahora por insubordinadas mujeres que incluyen a quienes deciden marchar con los senos al aire. (Daniel Avalos)

Esa Salta clerical despliega un enorme y generalizado esfuerzo para mostrar a la convocatoria como una amenaza a la sana moral. En esa tarea cuenta con el auxilio de algunos medios que, reproduciendo sólo aquello que a la Salta arcaica le indigna, ayuda al objetivo conservador de mostrar que lo que se viene no es un movimiento que conquistó derechos, sino un aluvión de hechiceras atravesadas por oscuros y degenerados impulsos. Así reacciona esa Salta. Echando mano a maniobras que nos acostumbran a esperar lo inesperado aunque haciendo uso de un linaje argumentativo que es siempre igual por abundar en lo supuestamente escandaloso para así silenciar lo esencial. La táctica conservadora tiene sentido. Y es que si esos grupos evitan ahondar en lo esencial, ello obedece a que en los aspectos centrales, los valores que reivindican como ordenadores de la sociedad van perdiendo terreno. Por anacronismo histórico, pero sobre todo porque las demandas que caracterizan la lucha por equiparar a mujeres y hombres se adueñan de millones. Mujeres que para caminar en esa dirección, debieron ir despojándose de esas culpas cristianas que durante siglos inclinó a los humanos a ayunos penitentes que purificaran las almas descarriadas.

Conscientes de que a esa batalla la van perdiendo, los hombres barrocos medievales recurren a la maniobra desesperada de demonizar aquello que señalan como ejemplo del exceso: el sector del colectivo de mujeres que suele marchar en tetas. Prueba irrefutable, según ellos, de que la “violencia, el desorden, la intimidación y la provocación” caracterizan al Encuentro de Mujeres. Así se expresan los “notables” salteños que aseguran actuar en resguardo de sentimientos de una salteñidad que “están vivos desde hace por lo menos 422 años”; que exigen al gobierno que proteja a esa salteñidad; que se preguntaban indignados “por qué nuestros hijos y ciudadanos en general deben tolerar mujeres con sus senos al aire haciendo una parodia de la oración hacia nuestro Padre”. Sí. Esos fueron los ejes de un escrito al que muchos sectores adhieren, aunque la misiva difundida por las redes sociales fuera suscripta por unos cuantos ciudadanos de apellidos patricios y solemnes que nos recordaron que hay una salteñidad a la que las tetas al aire ofenden de manera irreparable. Guardianes de la moral que también nos recordaron que a la esencia salteña debemos defenderla aun cuando ignoremos la naturaleza de la misma, o aun cuando conociéndola sintamos abierto rechazo por ella. La Salta solemne es así. Se empeña en defender creencias y valores que siendo exclusivamente suyas, pretenden extenderla a todos los salteños. Salta solemne que apelando a una ‘esencia’, nos obliga a desenfundar el revólver a quienes sentimos que todo esencialismo es peligroso, la materia prima de proyectos detestables y de empresas reaccionarias que van en busca de un pasado ejemplar y puro. Un algo al que según ellos habría que volver porque allí residiría lo maravillosamente pulcro, que, por supuesto, sería la antítesis de este presente amoral representado ahora por esos senos al aire.

Evitemos los rodeos y vamos al grano: esas tetas al aire nos representan bien y nada nos ata a esa salteñidad que presentando a los torsos desnudos como un espectáculo obsceno, busca generar un clima de desaprobación sobre el conjunto de las mujeres movilizadas. Habría que recordarle a la solemnidad local que para presentar a esas manifestaciones como un “espectáculo obsceno”, deben partir del olvido y el engaño. Un olvido conveniente, que auxilia a quienes prefieren no recordar todo lo que sus valores provocaron entre los mortales. Valores de más de cuatro siglos que también se valieron del espectáculo, aunque el montaje del mismo estuviera al servicio de garantizar el sometimiento de hombres y mujeres. Espectáculos verdaderamente obscenos porque si esta palabra señala aquello que nos causa repulsión, pocas cosas han generado tanta repugnancia como los autos de fe inquisitoriales. Ceremonias públicas que hace 420 años, por ejemplo, se valían de la infinita capacidad que poseen los cuerpos para sentir dolor para así denigrar la condición humana de los señalados como amenaza para el catolicismo. Autos de Fe que hicieron de los cuerpos el blanco de la represión y de la flagelación de la carne un espectáculo abierto que se representaba en las calles: pecadores y pecadoras al frente de una procesión, seguidos de frailes que llevaban los pendones con la imagen de la virgen y del crucificado; frailes que sabían muy bien quiénes serían las azotadas, quiénes las desterradas, quiénes morirían agarrotadas y quiénes serían las asadas vivas en la hoguera por negarse hasta el final a reconciliarse con la Fe; frailes que marchando tras las condenadas contemplaban impasibles como el público avanzaba junto a ellas profiriéndoles injurias, amenazas o escupitajos mientras los menos reprimían las frases de alientos, las miradas piadosas o los gestos cómplices para así escapar de las garras de quienes siendo entonces los fiscales de la moralidad, pretenden ahora seguir ocupando el mismo rol.

A partir de ese olvido, los censores salteños buscan engañarnos presentando al encuentro de mujeres como una pesadilla obscena porque alguien es capaz de pintarrajear una pared o marchar con los senos al aire. Buscan deslegitimar al sector presentándolo como cuasi terroristas. Anhelan que esa operación sirva para distanciar a esas manifestantes de las otras partes del colectivo que siendo varias, han mantenido hasta ahora una notable unidad de acción. Anhelan también que esa misma operación distancie a todo el colectivo de la sociedad que no participando del encuentro, reivindica claramente la necesidad de que las mujeres se organicen y se manifiesten. De allí que no se puede reivindicar al encuentro en su conjunto y condenar a alguno de los sectores que lo conforman en nombre del decoro. Esos torsos desnudos, después de todo, no simbolizan el sometimiento de nadie ni la intención de mancillar los cuerpos propios o ajenos. Esos senos al aire bien podrían representar la hazaña de un colectivo que tras siglos de lucha, ha conquistado el derecho de marchar por las calles de cualquier ciudad luego de discutir durante tres días sobre aspectos que inciden en su existencia cotidiana. Mujeres que acaparando la atención de las cámaras y los reflectores, dirán con su multitudinaria presencia y los gestos individuales una cosa tan simple como poderosa: que no tienen tiempo de estar en la cocina porque están muy ocupadas tratando de conquistar lo público. Y el que ellas estén allí, con los senos al aire, los gestos desafiantes, los ademanes sobrios, los tonos reflexivos o entonando cantos que celebran la irreverencia… confirmara a todos de que las milenarias prácticas de identificar malhechoras, vigilar  sospechosas, restringir opiniones, ahogar las rebeldías y descalificar herejes no alcanzan para contener una lucha que empezó con la propia humanidad.

Para confirmar lo último, valgámonos de lo que estas páginas alguna vez sugirieron: que el protagonismo de la mujer en la historia es tan largo que hasta el libro oficial de la cristiandad tuvo que registrarlo. Hablamos de la Biblia, ese escrito que leído de particular forma puede interpretarse como un panfleto libertario que la versión eclesiástica intenta ocultar: que Eva, la solitaria pareja de Adán, fue la que pecando echó a andar la historia e independizó a la humanidad de dios. Lo hizo cuando convenció al timorato Adán a optar por la razón y no por el sometimiento a lo divino. Metáfora genial de alguien que rompió los límites que la realidad pretendía imponerle bajo la forma de un paraíso terrenal que le garantizaba comodidad, pero a cambio de sometimiento. Eva la insurrecta, la agitadora y la rebelde que como otras mujeres, renuncian a las garantías que someten para arrojarse a sus propias posibilidades. Un acto de soberanía enorme que convierte a los humanos en eso que Sartre denominaba “seres auténticos”. Y una irreverencia que el catolicismo salteño arcaico se siente obligado a asociar con lo pestilente, tal como la iglesia hizo con la Eva bíblica al presentarla como el ejemplo vivo del pecado.