En Salta estamos en los prolegómenos del cierre de un  ciclo histórico que habrá de abarcar 24 años de nuestra vida colectiva. Casi un cuarto de siglo. No es poco…
Este ciclo comenzó a mediados de los años 90 cuando fuera electo gobernador de la provincia Juan Carlos Romero, y continúa con  similares características en cabeza de su sucesor, Juan Manuel Urtubey, quien fue funcionario estrella y niño mimado en aquel primer tramo. Hoy, comenzando las vísperas del fin de su mandato y ante la imposibilidad de una reelección -recordemos que está en  su tercer período de gobierno, diez años en un total de doce- transcurre en aquello que los americanos del norte llaman período del “pato rengo” (lame duck), por la debilidad política relativa que los va afectando.

Los extremos que caracterizaron, y caracterizan, este largo período son la ausencia intencionada de un sistema político que garantice alternancia, condición de existencia de un sistema republicano  y, correlativamente, la inexistencia de controles que acoten el poder del ejecutivo en cabeza de quien lo personifica: la figura del gobernador. En esta dirección siempre hay que tener presente aquello que dijo Fernando Enrique Cardoso, prestigioso intelectual y presidente de Brasil, quien al ser consultado -tras concluir su segundo mandato- si se volvería a postular, dijo que una segunda reelección equivale a  monarquía. Eso es lo que sucedió en nuestra provincia dando lugar al desbalanceo institucional que nos aqueja. En este largo período de 24 años tuvimos dos monarcas, con el agravante de lo que significa el manejo del Estado en estas provincias sumidas en la pobreza y el desvalimiento.

En lo que respecta al control del poder, no cumplieron, ni cumplen, esa función el Poder Legislativo, el Poder Judicial, la Auditoría General de la Provincia, organismo que reporta al Poder Legislativo y, por tanto, está doblemente maniatado; pero tampoco lo hicieron, ni lo hacen,  los partidos de oposición.
Los partidos políticos son reconocidos como instituciones fundamentales del sistema democrático en el Artículo 38 de nuestra Constitución Nacional  y, como tales, deben ser considerados y respetados por todos los demás protagonistas de ese sistema, es decir, por todos los poderes que dan vida al mismo.
Éstos, los partidos políticos, tienen, al menos, tres funciones esenciales. Sirven, o mejor dicho deberían servir,  de correa de transmisión, de vínculo o vía de comunicación entre el pueblo, la sociedad, la gente, o como quiera denominársele, y el Estado. En esa dirección tienen la función de captación de las inquietudes y necesidades sociales y ser sus transmisores; pero también tienen el deber de formación, de preparación de dirigentes, para que eventualmente se hagan cargo de la conducción de la comunidad con solvencia, con eficiencia, con honradez. Idóneamente.  Tienen, también,  el rol fundamental de controlar a quien ejerce transitoriamente la función gubernamental.  Mucho más cuando, como vimos, los órganos estatales y las personas de carne y hueso que les dan vida, los funcionarios, por disciplina partidaria, verticalidad o por lo que fuese, no cumplen el rol que les cabe.

En nuestra provincia no sólo los órganos estatales destinados al control, como vimos, no ejercieron ni ejercen ese rol de control, sino que tampoco lo hicieron/ hacen los partidos formalmente opositores.
Veamos: el que fuera Partido Renovador de Salta, a raíz de su alianza gubernamental con el Partido Justicialista, concluyó siendo un apéndice, subsumido en sus meandros. Al Partido Obrero se lo contempla bajo de  una naturaleza singular, ambigua, como si estuviera al borde del sistema: desde dentro del sistema democrático se dedica a tirar piedras al mismo sistema democrático, de modo que no puede interpretarse que las observaciones o las manifestaciones  que realice estén destinadas a su preservación, sino precisamente al contrario. A su vez, la Unión Cívica Radical, cuyo mandato genético debió señalarle el rol de inclaudicable custodio de los márgenes institucionales, desde hace tiempo en nuestra provincia viene haciéndolo,  cuando lo hace, en puntas de pie, como quien no quiere la cosa, desperdiciando la oportunidad que la historia le estaba, y le está, brindando al haberse desvanecido, como veíamos, la función de control por parte de los órganos estatales destinados a ello.
Si habría que caracterizar de algún modo a nuestro sistema político provinciano, podríamos catalogarlo como “Bonapartista”, categoría política que toma su denominación de Luis Bonaparte, Napoleón III, quien a mediados del siglo XIX produjera en Francia, donde gobernaba como presidente,  un golpe de Estado para erigirse en Emperador, emulando a su pariente Napoleón I, episodio que daría lugar a aquello que Marx narrara en su 18 Brumario de Luis Bonaparte y su conocida frase de que los sucesos se repiten en la historia, primero como tragedia luego como farsa…

El Bonapartismo se caracteriza por el mantenimiento de las instituciones sólo en su apariencia, mientras predomina por sobre todas ellas la figura del titular del Poder Ejecutivo, el que, tras de su influjo, desvanece los perfiles de los otros poderes que se diluyen en una acomodaticia coloración grisácea. Algo de eso es lo que vivimos en este largo cuarto de siglo provinciano.

Por Alejandro Saravia