Los caminos de la infancia, los trenes que se alejan, la música que se graba en los huesos como una herida temprana. Atahualpa Yupanqui no nació con ese nombre, pero lo adoptó con la certeza de quien sabe que la palabra no solo dice, sino que construye.

Héctor Roberto Chavero vio la luz un 31 de enero de 1908 en el Campo de la Cruz, en José de la Peña, un rincón de Pergamino donde la llanura se extiende como un océano de tierra. Su padre, ferroviario, trasladó a la familia a distintas estaciones, pero fue en Tucumán donde el niño comenzó a escuchar el latido profundo del folklore. El violín con el padre Rosáenz, la guitarra con Bautista Almirón, y luego la vida con sus propias lecciones.

Jujuy, los Valles Calchaquíes, Bolivia, Entre Ríos. El mapa de su juventud fue el de un errante, guiado por una intuición primitiva: la música era su destino. A los 19 años compuso «Camino del Indio» y, con ese primer trazo, delineó la cartografía de un país que aún no se había contado a sí mismo.

La guitarra como compañera y testigo, la voz como eco de un pueblo sin micrófonos. En los años treinta y cuarenta, recorrió Argentina y el continente con la convicción de un cronista que no necesita tinta. En su andar, encontró no solo historias sino también persecuciones. Su militancia comunista le costó censura y cárcel en tiempos de Perón. Lo supieron detener, torturar, quebrarle los dedos de la mano derecha sin imaginar que tocaba la guitarra con la izquierda. En 1949 partió a Francia, y allí la voz de Édith Piaf lo rescató del exilio con una invitación para cantar en París. La consagración no tardó en llegar: el reconocimiento en Europa, el premio Charles Cros, los discos que hicieron de su arte un pasaporte sin fronteras.

En 1952 regresó a Argentina y rompió con el comunismo, acaso porque comprendió que la única ideología que no traicionaría jamás era la de su propia música. Mientras levantaba su casa en Cerro Colorado junto a su esposa, Nenette Pepín Fitzpatrick, sus canciones cobraban vida en la voz de Mercedes Sosa, Jorge Cafrune y una legión de intérpretes que harían de su obra una herencia colectiva.

Los años sesenta lo encontraron recorriendo el mundo: Colombia, Japón, Marruecos, Egipto, Israel, Italia, España. La dictadura de Videla lo alejó otra vez del país, pero su canto siguió resonando. En 1986, Francia lo nombró Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Un año después, la Universidad de Tucumán le rindió homenaje en su tierra natal.

A finales de los ochenta, su corazón, como una guitarra gastada por los años, comenzó a desafinar. En 1990, a pesar de la enfermedad, subió al escenario del Festival de Cosquín. Fue su último acto de fidelidad a la música. Murió en Francia el 23 de mayo de 1992. Pero su viaje no terminó ahí. Según su voluntad, sus restos regresaron a Cerro Colorado, donde aún descansan, mientras su voz, con la aspereza del viento y la ternura de la tierra, sigue diciendo lo que vino a decir.