A la intemperie, en bolas y sin cobijas: así nos sentimos luego del veredicto por el crimen de las turistas francesas. Un veredicto justo, pero que confirmó que el juez que instruyó el proceso, mancilló la condición humana de dos personas para tapar su impericia y su subordinación a las exigencias del Poder. (Daniel Avalos)

 Nos referimos, por supuesto, al juez Martín Pérez. Ese hombre que debía hacer las veces del detective perspicaz. El tipo que, por ser juez, uno lo supone atravesado por un hondo sentimiento de justicia, que debería estar entregado a un oficio en donde la regla es desarrollar la razón analítica, esa que permite, ante un crimen, evaluar todas las hipótesis posibles, ir descartando las muchas hipótesis que se presentan como imposibles para así concentrarse en aquellas que, siendo probables, van acercándolo a la Verdad: identificación de los culpables, el descubrimiento de los móviles del crimen, los medios usados por los criminales y la oportunidad en la que los asesinos desplegaron el acto aberrante.

Martín Pérez no hizo nada de esto. Más bien dejó en claro que es todo lo contrario, la materialización perfecta del anti-juez. Y acá una digresión se impone. Una que servirá para volver a recordar la importancia del caso que había caído en manos de ese juez: el crimen más resonante del que se tenga registro en la provincia. Un asesinato que fundió para siempre la imagen de una Quebrada de San Lorenzo plagada de paisajes maravillosos ahora también teñidos con el recuerdo escalofriante, horrible y repugnante de esas dos jóvenes ultrajadas. La conmoción había sido tal, que hasta el mismo Urtubey tuvo que pedir entonces ayuda al término excepcional para describirlo, porque consideraba que el crimen no era asimilable a las lógicas de la criminalidad salteña, un crimen “fuera de lugar”, no porque los salteños desconozcamos la existencia de tales grados de violencia sino porque Urtubey lo suponía ajeno a nosotros. Ese caso fue el que llegó a manos de un Martín Pérez que vició todo el proceso de investigación. Se supone que porque deseaba resolverlo, aunque finalmente lo empiojo todo para resolver casi nada. Y es que a tres años de lo ocurrido, todavía nos preguntamos con quien o con quienes Gustavo Lasi ejecutó ese hecho trágico.

Volver a enumerar las irregularidades cometidas por el juez sería poco interesante por reiterativo. Las mismas se relataron una y otra vez a lo largo del juicio oral y público que dictó la sentencia final. Pero hay algo que queremos enfatizar: esa larga lista de irregularidades develó que ni siquiera el horror del caso pudo despertar en ese juez un sentimiento de rebeldía contra la injusticia y la violencia sufrida por las mujeres. Ni siquiera esa imagen que traumó a Michel Bouvier cuando vio a su hija muerta en la morgue local. Imagen que indudablemente también presenció Martín Pérez: Casandre Bouvier inerte, con los ojos abiertos pero ya apagados, aunque en esos ojos flotaran aún el horror de los minutos finales de su corta vida. Esa y otras brutales imágenes no despertaron en Pérez la irreprimible necesidad de lanzarse en la búsqueda de la verdad y la justicia, sino que potenció su propia razón instrumental. Esa que según grandes pensadores, no es otra cosa que el uso del razonamiento para escalar puestos avasallando los derechos de los otros y destruyendo cosas y valores en nombre, en este caso, de la Justicia. Un juez que, ante el desconcierto y las presiones del Poder al que eligió subordinarse, optó por lo peor; ante la carencia de pruebas, aceptó las inventadas que perjudicaban a dos inocentes; ante la falta de testimonios, dejó que los policías se entregaran a un sadismo sin retorno y torturaran a los sospechosos con el objetivo de que estos se autoincriminaran; cuando el macabro método no aportó resultados, decidió que creería sólo en un testimonio -el de Lasi- y no todos los existentes cuando la legitimidad de la Justicia reside justamente en lo inverso: en escuchar todas las voces para que, a partir de ellas, producir una conclusión que las supere a todas. Por eso hay que cargar las tintas contra ese juez. Hay que hacerlo sin complejos, pero sin olvidar que la condición de posibilidad del desquicio investigativo de Martín Pérez, es el desquicio generalizado de las propias instituciones judicial y policial. Martín Pérez está lejos de representar una excepcionalidad del sistema. No representa un “fuera de lugar” institucional, sino una pieza más de un ya aceitado mecanismo de funcionamiento que emplea métodos que, penados por la ley, gozan de una excelente salud en los hechos por el peso de la costumbre. Costumbre que incluye una regularidad: una Justicia inclinada a valerse de jueces que, prescindiendo de la ética de la Verdad, pueden establecer compromisos con los dueños del Poder que retribuyen la subordinación garantizándoles a esos jueces el lugar que no deberían ocupar.

Seamos justos. Reconozcamos también que lo que hizo posible que Martín Pérez sea hoy parte de la agenda de discusión y que todos sientan la necesidad de decir algo sobre su pésimo accionar, fue el veredicto del Tribunal que sentenció a 30 años a Lasi y liberó por falta de pruebas a Daniel Vilte y Santos Clemente Vera. Fue ese fallo el que confirmó la vergüenza, que la tortura es la mecánica central de la investigación, o que la máxima de que todos somos iguales ante la ley es un chiste en esta provincia. Fue el veredicto de ese Tribunal el que vino a mostrarnos un hecho paradójico: la profundidad de la crisis de la Justicia es tal, que un fallo que dejó bien parada a la Justicia debió mostrar sin embargo  que otro juez -Martín Pérez- en otra instrucción, se comportó de manera macabra. Lo último ya era una certeza para miles aun antes del fallo. Por eso nadie se sorprendió ante el mismo, aunque todos esperaban ese fallo con una alta dosis de suspenso. Un suspenso que,  a diferencia de la sorpresa, ocurre cuando un espectador tiene una idea clara de qué es lo que debería ocurrir, aunque tiene dudas de que los encargados de cerrar el caso vayan a actuar como lo justo manda. El Tribunal finalmente emitió un fallo que la mayoría vivenció como justo, aunque las dudas que esa mayoría albergaba antes del mismo resultó una muestra más del desprestigio que ha ido envolviendo a la Justicia.

Esa macabra actuación de Martín Pérez es la que nos deja con la desoladora certeza de que la posibilidad de una síntesis superadora al interior de la Justicia es imposible. Y lo es porque el concepto de “superación” encierra la noción de que el cambio para mejor depende del empuje de lo que se considera deseable, pero que avanza recuperando lo mejor de aquello que se quiere dejar atrás. Y acá, gritémoslo, eso representaría una mala superación por una razón simple y poderosa: no hay nada bueno que pueda recuperarse de jueces como Martín Pérez. No hay nada allí que pueda enriquecer el futuro. Nada que deba conservarse. Entonces alguien podrá afirmar que lo que estas líneas sugieren es una profunda reforma de la Justicia: admitiremos que sí. Algunos o muchos podrán decir que eso es un imposible, que no están dadas las condiciones porque no toda la ciudadanía cree que la descomposición de la justicia sea irrecuperable y porque tampoco hay una alternativa seria que pueda reemplazar a la existente: diremos que puede ser. Pero también diremos otra cosa: que si la actual Justicia quiere recomponer su imagen mancillada y si el poder político quiere aportar a ello, la noticia que deberían transmitir todos los medios en el futuro inmediato, la que debería expandirse por todas las ciudades, por las rutas, la que deberían comentar los taxistas y colectiveros, los comerciantes y las familias en los almuerzos… es que Martín Pérez se ha convertido en objeto de investigación con el objetivo de ser destituido.

Una investigación que podría ayudarnos, tal vez, a develar un misterio no menor: las razones que expliquen por qué alguien que sabiendo que un sospechoso es torturado, no le importa; por qué se es capaz de encarcelar durante años a alguien sin pruebas firmes, sin que ello tampoco le importe; o por qué ese alguien que sabe que ha logrado un ascenso a partir de un acto de injusticia, puede conciliar el sueño tranquilamente. Puede entonces que esa investigación institucional que deseamos, pueda confirmar aquello de lo que muchos no dudan: que estamos ante un establishment que nos remonta a concepciones hispanas medievales, esas que valoran a las personas según su lugar de nacimiento, un establishment que creyendo en las castas sienten que sólo los miembros de las superiores están destinados a ocupar puestos clave del Estado. Supuestos amos que para injuriar sin culpa a los que consideran inferiores, terminan animalizando al pobre y al excluido porque deshumanizándolos pueden restarles derechos con la frialdad propia de los burócratas, de esos que pegan una estampilla en un papel oficio o estampan con expresión estética el sello de juez que certificaría su supuesta pertenencia a la esplendidez de los notables, aun cuando entre ellos se encuentren quienes portan apellidos anónimos y del montón.