Vivían en Villa Elvira de La Plata, un barrio asolado por la marginalidad y la droga como ocurre en miles de lugares del país. El portal Infobae recorrió la zona y habló con familiares y amigos.
Los perros son los únicos felices en Villa Elvira. Apenas sale el sol, abandonan sus casas de chapones y ladrillos flojos para olfatearse unos a otros sobre las calles de tierra y se complotan para vaganbundear por las zanjas de agua espesa y turbia. En jauría, tienden a gruñir y atacar a las piernas, pero es sólo un amague. Se los ve contentos, jugando entre los desechos de basura que forman parte del paisaje suburbano. Avanzar por la calle 89 es encontrar de todo: desde una prestobarba usada hasta una cáscara de banana; mejor no ahondar en más detalles. «Marisa, apurá a tu hermano que van a llegar tarde a la escuela». La voz chillona que sale de un pequeño almacén humilde es la de Cristina. Ella es la vecina de Gustavo, el primero de los cuatro amigos que se ahorcaron en La Plata.
Gustavo tenía 18 años, trabajaba de albañil y estaba novio con Bárbara, la chica que atiende el kiosco sobre la 89, y que vive justo enfrente a la casa de Cristina, la tía de Leandro, otro chico que también se mató con una soga. Él vivía a 50 metros, en una casita de cemento sobre la 13, que tras su suicidio fue abandonada por su madre. Allí ya nadie responde a los aplausos de las visitas. Las persianas están abiertas y dejan entrever algunos nombres pintados sobre una pared del living, que testifican una amistad entrañable: Gustavo, Leandro, Cristian y Owen, todos adolescentes (de entre 16 y 20 años) que se quitaron la vida colgándose de una soga.
«Es muy raro todo lo que pasó. Gustavo era muy alegre y siempre jugaba con sus sobrinas. El día que se mató habíamos estado festejando el cumple de mi nena y estaba lo más bien. Nunca contó si le estaba pasando algo malo», dice la esposa del primo. La mujer manipula a su bebé en brazos y reconoce que la muerte de «Gus» generó depresión en los demás chicos del barrio y pudo haber desencadenado el resto de los suicidios. «Ellos siempre se juntaban en la esquina», precisa sin responder si solían consumir drogas.
«Eran muy unidos. No sé qué les pasó por la mente. Fueron cuatro velorios en diez meses. Mucho dolor y confusión», dice Abril, amiga del grupo. Ella, como la mayoría de los vecinos del barrio, tampoco entiende por qué los cuatro se suicidaron.
«Leandro era íntimo de Gustavo y su muerte le afectó muchísimo, como a Owen lo de Cristian, quien creemos que se quitó la vida por el asesinato de su padre. Se drogaban, no te voy a decir que no. A Cristian casi lo salvamos. Lo encontramos ahorcado y estuvo en terapia. Al poco tiempo murió de un paro respitarorio por los problemas que le provocó ese episodio», lamenta.
Al mismo tiempo, revela que su novio también se intentó ahorcar por problemas personales, pero que se salvó y «recapacitó». «La ex no lo dejaba ver al hijo y se sentía muy solo», dice. La joven descarta que lo de los chicos haya sido un suicidio pactado y le abre más el paso al consumo de drogas, la soledad y la depresión por problemas personales.
«La muerte de Owen (la última) nos paralizó a todos. Tenía una buena familia y era hijo único. Cuando Gustavo se mató, el resto de los chicos se puso muy triste y Leandro no pudo con esa pérdida. Lo veía deambular solo por el barrio y estaba muy triste», confiesa la joven.
Cristina -madre de diez niños y vecina de Gustavo- padece el recuerdo de aquel trágico día, a mediados de 2015. «Escuché los gritos desesperados de la madre. Con algunos vecinos salimos corriendo y cuando llegamos, vimos lo peor. El pequeño Gustavo se había colgado con una soga», lamenta al mismo tiempo que reconoce haber salvado a su hijo Javier «de esa junta». Cristina quería a Gustavo. Él y su sobrino -Leandro- eran íntimos. Desde chiquitos, andaban de acá para allá, callejeando.
«Lo que mató a los chicos fue la droga», dice tras confesar que ya no se calla nada. «Nada de pacto suicida. La adicción los fue deprimiendo y hasta los llevó a robar para seguir consumiendo. Antes por lo menos se escondían para fumar un porro, pero ahora ya ni eso. Podrán decir lo que quieran, pero acá todos sabemos quién les vendía (y vende) la droga. Es hijo de un policía», revela sin dar más detalles. Cristina está cansada. Perdió a su sobrino Leandro y vio como poco a poco los jóvenes del barrio se quitaron la vida. Por suerte, ella abrió los ojos y pudo salvar a su hijo Javier, quien estuvo internado en recuperación por «el paco y el poxi».
«Por las drogas, Javier tiene la capacidad mental de un nene. Se volvió violento al punto de asustar a sus hermanitas, que se escondían debajo de una mesa. Lo tuve que echar. Una vez me llegó a pegar porque quería plata y no le di. El último tiempo, se juntaba con los chicos de la esquina y cayó preso porque lo mandaron a robar ropa para el grupo», acusa.
El enojo de Cristina no es hacia los que ya no están: ella apunta a la situación que le toca vivir. «Mis hijos saben que no pueden salir sin decirme adonde van. El problema es que acá no tienen actividades recreativas y «la junta» es un tema. Hay que sacarlos de la calle», dice.
Lo mismo sostienen otros vecinos que están convencidos que la abstinencia de los jóvenes, la falta de dinero y problemas personales fueron el detonante para perder el deseo de vivir y tomar tan trágica decisión. «Los chicos del barrio abandonan prematuramente la escuela; se crían solos; la figura paterna prácticamente no existe. Las madres salen a trabajar y los chicos, desde muy pequeños, quedan en la calle», asevera una mujer (quien prefiere ocultar su nombre por miedo).
La apatía, la falta de futuro, contención y motivación, sumado a la marginalidad es lo que muchos vecinos consideran fue la causa para matarse. «Es muchos casos hay violencia familiar física, situaciones conflictivas con los padres y hasta abuso infantil», confiesa una fuente reservada de Villa Elvira.
Las monjas de la capilla del barrio «Oratorio Don Bosco» hacen lo que pueden. Gracias a las donaciones de panaderías de toda La Plata, le sirven el desayuno diario a 50 chicos (menores de 13 años) de Villa Elvira. «Les damos clases de apoyo escolar y hacemos actividades para toda la familia; deportivas, de cocina, manualidades, etc», cuenta Ariza que trabaja ahí desde hace 8 años. «El problema es cuando cumplen 14 que ya no vienen y andan más en la calle. A veces los familiares nos vienen a pedir ayuda para sus hijos», confiesa. «La muerte de estos chicos tiene relación con la droga y la misma amistad entre ellos en ese entorno», insiste.
«Una de las cosas que nosotras (las seis monjas) siempre proponíamos como salida para los adolescentes era armar un club que entusiasme dentro del barrio. Que haya una escuela de oficios que los motive a salir de la calle. También sería bueno un lugar verde que se pueda aprovechar. Es gratificante el trabajo que hacemos acá, pero lo de estos chicos fue muy triste», dice la novicia, que detalla que los domingos reciben en la capilla a unos cien menores que se acercan a jugar.
«Son chicos buenos. Jamás nos robaron nada, ni un juguetito. A un adolescente adicto no es fácil ayudarlo, pero la solución es acercarse y no asustarse. Darle apoyo espiritual y de filiación de maternidad y paternidad.Ellos sólo piden que se los escuche, se los atienda y que le demuestren amor«, concluye.
El paredón de la muerte
Desde que Gustavo, Leandro, Cristian y Owen se suicidaron, ya nadie se sienta en el paredón de la esquina de la 89 y 13. Allí, quedaron impresos las últimas palabras que los jóvenes le dedicaron a su amigo del alma: «Gusty por siempre presente». Ese nombre es el dueño de la intersección. Postes, luces y señalización perdieron su textura original y revistieron de «Gustavo».
Tras el suicidio, Leandro solía pasar solo y triste a visitarlo. Y le hacía ofrendas: prendía cigarros. Simplemente se sentaba ahí a pensar qué habría llevado a su amigo a quitarse la vida. Nadie imaginó que tal tristeza lo conduciría por el mismo camino. La pérdida -cree su amiga Abril- se le hizo insoportable y la soledad lo habría apabullado.
«Es muy feo lo que pasó en menos de un año. Es increíble. Todo lo que leí en los medios sobre un pacto umbanda entre ellos es mentira. Hay un umbanda acá en el barrio, pero no es de provocar cosas malas. Los cuatro eran re pibes alegres y buenas personas», sostiene Abril.
La realidad es que ya ninguno de los chicos del barrio quiere parar en la esquina, por miedo a que el karma de la muerte les llegue. O que allí, en ese paredón, descanse algún «espíritu maligno» que impulse al suicidio a quien allí se siente. «Tras la muerte de Cristian, algunos decían que los que pararan en esa esquina iban a morir. Y pasó lo que pasó», lamentó.
Fuente: Infobae