Sabiendo que parte de su suerte electoral requiere que Cristina sea asociada a sus candidatos, Urtubey le dedicó un discurso que la glorificó hasta el pudor. La conducta fue de gran valor analítico: acá también es ella, la amada u odiada, el astro central sobre el que giran los satélites políticos sin luz propia. (Daniel Avalos)
De allí, justamente, el gesto de entrega del mandatario salteño y su evidente exhibicionismo de claudicación. Tratemos de entenderlo. Después de todo, Urtubey parece padecer un insufrible tormento: el de no tener certezas sobre qué pasará en las elecciones que se aproximan. Y si esto puede parecer una desmesura para un ciudadano común, no lo es para un político profesional que, soñando alguna vez con ser lo que Cristina es, siente ahora que un revés electoral local haría peligrar su posibilidad no ya de acceder alguna vez a la Casa Rosada, sino de lograr un tercer mandato en la provincia. Y nada espanta tanto a un político profesional, como la idea de la finitud política, que es el alejamiento del Poder. Y así como los hombres y mujeres inventamos las religiones para que la fe en un más allá nos calme la angustia de sabernos mortales, políticos como Urtubey inventaron el oportunismo para intentar alejar la amenaza de su peor y letal enemigo: el ostracismo político.
En Coronel Moldes el pasado jueves, cuando el Gobernador abogó por cien años de Cristina, ya nada quedaba del Urtubey arrogante de otros tiempos. Por ello mismo, su discurso prescindió de todo el eclecticismo doctrinario anti-K que lo caracterizó hasta no hace un par de años. Nada quedó de aquellos enunciados pausados, en los que aseguraba que para acceder a la modernidad, había que trasladar a estas tierras los modelos de producción y los capitales foráneos que nos librarían de nuestro atraso. Tampoco afloró entre sus palabras las retóricas del 2009, cuando coqueteaba con los Franciscos de Narváez y adscribía a la idea de un kirchnerismo pendenciero. Menos aún la concepción política a lo Sergio Massa, en donde se promocionaba como parte de una generación que ve a los conflictos como parte de un pasado al que debía enterrarse, para dar lugar a la política del consenso, a la cual se arriba a través del diálogo que, sin borrar las diferencias, permitiría la reconciliación de todos. Nada de eso. El Urtubey del jueves era un Urtubey furiosamente populista. Casi un jetón de barricada, de esos de arenga iracunda que creen estar provocando una pueblada. Un Urtubey que hasta parecía estar lleno de furia contra los enemigos malditos del Pueblo y reivindicaba, finalmente, a la Presidenta como la frutilla del postre que toda experiencia populista requiere: la líder indiscutida, la persona que despierta fantasías redentoras en el pueblo y que les da forma concreta a las pasiones políticas de los desposeídos. Eso, justamente, es lo que se denomina glorificar a alguien: el acto por medio del cual las piezas menores del tablero político manifiestan públicamente saber quién es el arquitecto de la obra y que requieren del guiño, en este caso de ella, para alcanzar un objetivo particular que el glorificador empieza a creer impracticable en su distrito sin el favor del otro.
Si el acto de sumisión tendrá resultados electorales inmediatos, es algo que no sabemos. Sí sabemos, en cambio, que el gesto no reconcilió al Gobernador con los kirchneristas químicamente puros. Las grandes usinas ideológicas K, como Página/12 o Tiempo Argentino, por ejemplo, optaron por la elemental operación de ninguneo, que es siempre el recurso del silencio y el olvido prefabricado, que buscan restar entidad a un determinado actor, que en este caso fue Urtubey. Le dedicaron a la visita presidencial al norte notas de no más de 50 líneas, de las cuales la mayoría se emplearon para resaltar cómo la Presidenta compartió palco y multitudinario acto con Milagro Sala en Jujuy. La vieja y elemental pregunta se impone: ¿Por qué? No habría que descartar lo obvio. Salta, después de todo, es un frente poco importante en la confrontación global que se avecina. No será el escenario de una lucha frontal y multitudinaria con los adversarios, sino el frente de los ardides y las escaramuzas limitadas a ciertas operaciones en donde la tropa y los gastos que demande no serán excesivos en relación a los que se emplearán en otros distritos.
Pero eso no es todo. También hubo en el ninguneo una especie de justicia mediática auténticamente K, ante la tibieza para con el proyecto nacional que el mandatario salteño protagonizó cada vez que creía ser un político con proyección nacional. Ocurrió en el conflicto con el campo en el 2008; también cuando en el 2009 el kirchnerismo perdió las elecciones y todos creían, Urtubey incluido, que los K se habían agotado; cuando desde Salta y públicamente ponía reparos a la ley de medios o se oponía a leyes como el que habilitaba el matrimonio igualitario. Fue en el 2011, sin embargo, cuando el Gobernador protagonizó su último berrinche anti-K. Ocurrió después de su reelección del 10 de abril de 2011. Cuando estuvo seguro de que el 57% de los votos alcanzado en la provincia lo convertía en alguien en el mediano plazo presidenciable. Sobreestimación potenciada por un encuentro fugaz con la prensa opositora nacional que, a cinco meses de las presidenciales de octubre de aquel año, celebraba que el reelegido remarcara su independencia de Cristina: “Urtubey remarcó su autonomía de la Casa Rosada y evitó el alineamiento automático con el proyecto kirchnerista” (…) “El gobernador se encargó de desnacionalizar la campaña y llegó a sostener que ‘en absoluto’ [entrecomillado en el original] se había sentido acompañado por la Casa Rosada” (…) “No es ningún secreto que el gobernador (…) mantiene una difícil relación con el núcleo duro del kirchnerismo, al que suele referirse como ‘la intelectualidad porteña’. ‘Les jodo estéticamente’, es la explicación que ensaya ante sus íntimos, tras lo cual postula su crianza en el campo y su educación en el extranjero como dos barreras frente a la pingüinada” (La Nación, 11/4711). La fiesta duró poco. Las elecciones posteriores demostraron que todos los oficialismos triunfaron en el país salvo en Catamarca, y que la contundencia mayor fue para los que se alienaron a la Casa Rosada.
Seamos justos. Conviene no criticar al Gobernador por el triunfalismo de entonces. Para hacerlo, uno tiene que tratar de ponerse en el exacto lugar en donde estuvo el protagonista de la conducta. Tratar de saber qué sabía el triunfalista de entonces en ese entonces y, sobre todo, evaluar qué es lo que no sabía. Y lo que no sabían Urtubey, la prensa, los analistas políticos y casi todos, era que la fortaleza de la Casa Rosada era de la magnitud que luego las elecciones de octubre evidenciaron. Fue entonces cuando la realidad se impuso y le asignó un lugar más acorde a sus posibilidades reales: bregar por un tercer mandato en la provincia, algo que siempre requiere de cierto guiño de la persona que ocupa la centralidad política en el escenario nacional. Pero que requiere mucho más todavía, de un tipo de gestión que a él no lo ha caracterizado, y sí a la mujer que ha glorificado el pasado jueves. Esa que, independientemente de los posicionamientos ideológicos y políticos, supo consolidar en los peores momentos políticos de su gestión: disciplinar a la tropa propia, proveerla de iniciativas políticas que les permitiría ir modificando el terreno desfavorable en el que se movía recogiendo demandas populares; identificar los puntos débiles de sus adversarios de derecha para restarles iniciativa, primero, y desprestigiarlos políticamente después; y sumar a la política parlamentaria acciones tendientes a instalar el debate en la sociedad civil hasta, finalmente, ir conformando un entusiasmo en muchos. Entusiasmo que es independiente, incluso, de los famosos aparatos.