Un artículo analiza a las selecciones de Argentina y Alemania, a un año de la final del Mundial de Brasil. En qué se parecen. Qué los diferencia.

El diario La Nación publicó este lunes un artículo firmado por Pablo Sanguinetti, escritor y periodista, corresponsal en Berlín de la agencia de noticias DPA. A un año de la final perdida por la selección argentina ante su par alemán en el Mundial de Brasil, el texto repasa los «fracasos» que debió soportar el combinado teutón antes de alcanzar la gloria.

A continuación, el texto completo:

El fútbol no es la vida. Pero a veces el escenario de un partido hace visibles verdades ocultas y complejas, como una buena función de teatro. La final del Mundial de Brasil disputada hace un año en Río de Janeiro cumplió ese papel. Y retrató con extraña precisión a argentinos y alemanes como los percibí a lo largo de una vida vinculado a ambos países: inversos y similares a la vez, como enfrentados en un espejo.

La primera diferencia quedó patente ya en el transcurso del Mundial. Si la Argentina de Alejandro Sabella cambió de raíz a medida que avanzaba el torneo y se reinventó hasta dar con el sistema óptimo, la Alemania de Joachim Löw hizo un fútbol estudiado y sostenido institucionalmente durante diez años. Su éxito fue «el resultado de un proceso», formuló entonces el periodista Juan Pablo Varsky.

La tolerancia al fracaso fue clave en ese proceso. Desde que Löw llegó a la selección en 2004, primero como ayudante de Jürgen Klinsmann y luego como su sucesor en 2006, Alemania «fracasó» en cinco torneos antes de triunfar en Brasil: no pasó de semifinales en la Copa Confederaciones 2005, la Eurocopa 2012 y los Mundiales de 2006 y 2010. Sólo jugó una final, la de la Eurocopa 2008, que perdió con España.

Pero la Federación siguió apostando por Löw y meses antes del Mundial de Brasil prolongó su contrato hasta 2016. «Una actuación exitosa no depende sólo del lugar que uno ocupe al final, sino también de cómo se jugó y de cómo es la relación con el equipo», justificó el presidente de la Federación alemana, Wolfgang Niersbach. El apoyo continúa hoy en el nuevo objetivo que persigue Löw: renovar su equipo para llegar a la Eurocopa 2016 con un plantel fresco y ambicioso.

En esa misma década, desde 2004 a 2014, pasaron por el banquillo argentino cinco técnicos. Es lícito preguntarse cómo habría jugado en Brasil una Argentina aún dirigida por José Pekerman. O si Alemania hubiese llegado al título sin la experiencia acumulada por Löw.

El problema es que la persistencia en un modelo, reto que Argentina vuelve a afrontar después de la Copa América de Chile, no es un valor independiente que se pueda buscar por separado: forma parte de un sistema general. Y es aquí donde aparece toda una gama de oposiciones entre los dos países que podrían resumirse en una diferencia esencial: su actitud ante la ley.

El núcleo de la cosmovisión alemana es la idea de que una ley se cumple. Lo que implica una confianza última en la relación causa-efecto y alienta la planificación y el pensamiento a largo plazo. La ley, igual para todos, diseña esquemas horizontales donde predomina lo colectivo (el equipo «sin estrella única» de Löw), la irrupción del caudillo es una amenaza (un principio fundador de la Alemania surgida tras la guerra) y la libertad emana del sometimiento de todos a la norma (base del particular caos ordenado que reina en Berlín, un experimento urbano sólo viable en Alemania). La apuesta entraña también sus peligros: la obediencia ciega a la ley puede degenerar en aberración. La historia alemana ofrece catástrofes personales y nacionales que lo demuestran.

En la cosmovisión argentina, la ley es flexible: se «adapta». O se elude con gracia e imaginación. La excepción es frecuente y hasta admirada. Un argentino espera, ante todo, lo inesperado. El imperio de la excepción tiende a lo vertical y a lo individual: anhela el líder iluminado (la selección de Lionel Messi), privilegia la relación personal (el favor al amigo y la condena al enemigo) y suple la debilidad de la norma con la fuerza del carisma (requisito indispensable para un presidente argentino). El modelo explica en parte el misterioso caso de un país rico y estancado desde hace décadas. Pero también sus virtudes: la falta de previsión estimula dones como improvisación, adaptación y familiaridad con lo extraño. Lo que favoreció la eclosión de artistas geniales y perfiló un pueblo raramente cálido, cosmopolita y vital. Además de lo que pudo ser, en Brasil, el mayor éxito en la historia del deporte argentino.

Por supuesto que un país no es un conjunto de rasgos fijo, sino un ente complejo y dinámico con más casos excepcionales que normativos y continuas tensiones internas. Hay mucho de Alemania en Argentina y mucho de Argentina en Alemania. E incluso rasgos comunes como el talento musical, una identidad nacional problemática desde sus orígenes o la tendencia al idealismo, tres aspectos posiblemente vinculados entre sí.

Por eso lo extraordinario de la final del Maracaná fue que terminó trastocando prejuicios e intercambiando roles. Messi se niveló con otras figuras y Argentina ofreció su mejor juego en una versión notablemente organizada y «horizontal», que ni siquiera cedió a la tentación de aferrarse a imprevistos como el posible penal a Gonzalo Higuaín y mantuvo la concentración en la cancha en lugar de imaginar conspiraciones fuera de ella. Alemania, a su vez, sufrió más de lo que esperaba, tuvo que hacer el partido más físico del torneo y terminó salvada por un héroe inesperado, Mario Götze, que acusó el golpe de fama personal con una crisis de la que aún intenta salir.

En los días siguientes a la final comprobé divertido que los dos países tenían problemas para digerir el resultado. Los alemanes quedaron expuestos a un primer plano internacional que suelen rehuir y carentes ya de errores que analizar o corregir. Argentina se encontró sin copa, sin héroe, sin culpable y sin margen de reproche a un rival admirable, condenada a entender que un segundo puesto, a veces, es un éxito del que enorgullecerse.

Es cierto que la polémica por la «danza del gaucho», el festejo de los campeones en Berlín ridiculizando el supuesto andar de los «gauchos» derrotados, disparó vicios atávicos a ambos lados del Atlántico: la queja argentina, la autorreflexión culposa de los alemanes, que criticaron lo ocurrido como «un enorme gol en contra».

Pero el incidente se olvidó pronto y ambos parecieron enriquecerse con su nuevo papel. Las dos figuras en el espejo se tendieron la mano. Y en ese desafío de una Argentina algo más alemana y de una Alemania algo más argentina, pensé que el título sí había sido para ambos.