Un monstruo asola Salta. Se parece a Frankenstein aunque no es de color verdiazul con que el cine de terror eternizó al personaje que Mary Shelley inventó en 1818. El de Salta es sólo azul, el color de la institución policial. (Daniel Avalos)

Ese monstruo ha protagonizado otra zaga de la que todo salteño capitalino tiene conocimiento: contar con efectivos involucrados en la comercialización de estupefacientes. Una actividad que como sabemos, esa institución debe combatir.

Al principio, los funcionarios que siempre se encargan de disculpar esos descarríos ejercitaron la maniobra más usual: asegurar que el desquicio policial constituía un hecho aislado que en nada mancillaba la noble misión policial.  Afortunadamente y por primera vez en décadas, nadie creyó ni simuló creer tal excusa. Fue lo obvio pero saludable. Lo primero porque cualquier residente de la provincia medianamente interesado en los hechos de la vida social sabe ya que cuando efectivos policiales aparecen involucrados en este tipo de hechos, los salteños empiezan a parecerse a los griegos de hace 2000 años: gente que cuando iba al teatro sabían que presenciarían una trama que ya conocían aunque con tonos y ciertos pormenores que le darían el toque novedoso al nuevo episodio.

Acá pasó lo mismo. Cuando esos ochos efectivos fueron detenidos la trama era una continuidad de la historia de siempre -recordar casos Gallardo/Giménez, camioneta del 911 transportando 50 kilos de cocaína, denuncia al comisario Miguez en San Martín, tiroteos con gendarmes y etc- aunque la novedad era que ya no hablábamos de efectivos transportando drogas sino involucrándose directamente en la comercialización al menudeo y con la firme intención de ganar mercado deshaciéndose de ciertos “transas” para favorecer otros que a cambio de protección o abierta sociedad con los efectivos, deberían rendir parte de las rentabilidades a los mismos.

Pero decíamos también que el hecho de que funcionarios, periodistas y actores de la sociedad civil aceptaran de una buena vez lo obvio era saludable. Y lo es al menos por dos razones. Una  de ellas se relaciona con el hecho evidente de que esos actores han concluido que el narcotráfico es capaz de incorporar a su actividad a los organismos del Estado encargados de combatirlos. No es poca cosa. Es la condición de posibilidad para entender que la lucha contra esa actividad criminal está perdida en términos convencionales por suponer la existencia de dos bandos claramente diferenciados: el supuestamente bueno  representado por el Estado contra los decididamente malos, conformado por los narcos. Convencionalismo que se desmorona porque la trama policial salteña muestra desde hace años que el demonio maligno del narcotráfico fundió en su ejército a generales y soldados que provienen de ambos lados.

La otra razón no es menos importante. Y es que son pocos quienes empiezan a preguntarse si la propia institución policial no devino en un monstruo incontrolable. Aclaremos rápido que el empleo del término monstruo está lejos de representar un intento ingenioso de desenfundar un epíteto. Nada de eso. Acá lo que buscamos es dimensionar con rigor lo que está pasando y en ese marco tal término parece el adecuado porque, según enseña la literatura al respecto, todo monstruo tiene por definición dos rasgos esenciales: el exceso y el defecto. Y justamente por eso la policía salteña puede asemejarse al Frankenstein de Mary Shelley: un gigante al que se provee de recursos ilimitados y que está conformado por áreas desmesuradas que por una rara alquimia provocada por el desquicio social devienen en narcos, torturadores, transas, constructores de causas, plantadores de pruebas y otras tantas degeneraciones que dan forma a la otra característica del monstruo: la deformación. Todos aspectos que provocan o al menos deberían provocar entre los ciudadanos la desoladora sensación de intemperie, de la posibilidad cierta de convertirnos en vaya a saber uno por qué, en potenciales blancos y víctimas de los miles de ojos inquisitivos y desdeñosos que ese monstruo posee. Un monstruo que empieza a independizarse de quienes le dieron vida porque en su interior ya no existe algo parecido a un mandato original bien porque el ansia ilimitada de Poder se devoro cualquier buena intención. Nobleza que indudablemente existirá en efectivos individuales que sin embargo no pueden hacer nada contra las estructuras corrompidas que lo digitan todo.

Pero detengámonos entonces en el creador de ese monstruo. Enfaticemos que el mismo fue un determinado “orden” salteño del que forman parte Urtubey y Romero, quienes asegurando que las conductas más revulsivas y transgresoras de la sociedad obedecían  a la falta de fuerzas de seguridad que las repriman, echaron a andar ese experimento que ahora se les escapa de la mano. Un tipo de orden que acostumbrado a echarle la culpa de los males sociales a causas que no las tienen, prohíbe todo en nombre de la moral y crea una institución policial monstruosa que receta aspirinas para curar un tumor cerebral, aunque esa institución se las termine ingeniando para proveer de todo lo prohibido a la sociedad mientras asegura que el remedio último de las cosas es el cachiporrazo. Un monstruo que mirándose al espejo descubre que efectivamente se parece al ogro que gran parte de la sociedad ve en ella, aunque en vez de esforzarse por cambiar de imagen prefiere emplear sus bestiales rasgos para advertir a todos de que es capaz de ejercer una violencia atroz.

Que ese monstruo busca independizarse del orden que lo creó y dice administrarlo, lo confirma el lastimero espectáculo protagonizado por el ministro de Seguridad, Cayetano Oliver, el martes pasado. Ocurrió cuando fue a balbucear explicaciones sobre lo ocurrido con los narco policías ante los diputados provinciales. Un Oliver que cargando con su propia angustia admitió por un lado de que el narcotráfico los ha desbordado; mientras por otro alegaba ignorancia ante hechos de tortura ocurridos en Metán y que ese mismo día confirmó la justicia y los medios de comunicación. Escena que no hizo más que mostrarlo como un funcionario incompleto, de esos que quedan excluidos del carácter político que todo cuadro técnico – político que se precie de tal reivindica para sí, para empezar a deslizarse irremediablemente a la condición de bufón de esa corporación policial que además de no incluirlo entre os suyos, despliega una clara intencionalidad de contrabalancear las influencias civiles con un exhibicionismo del espíritu de ese cuerpo que es de naturaleza militar.