Miembro del ala extrema de la Revolución, los documentos describen a Manuel Belgrano como un rubio que se exaltaba fácil y un intelectual que debió convertirse en militar. (D.A.)

Fue un hombre clave para tramar conspiraciones que posibilitaran el avance de la Revolución aunque su naturaleza era más bien la del intelectual que debió convertirse en un guerrero que, sin embargo, en batallas como la de Salta practicó una piedad que lo enalteció.

Recordemos para ello que en febrero del 1813 nuestra ciudad fue escenario de un triunfo que Bartolomé Mitre califico como el mayor logro militar de las armas nacionales en toda su historia: la batalla de Salta. Por ello mismo los trofeos de ese combate fueron recibidos en Buenos Aires el 8 marzo de 1813 en medio de una euforia popular. Euforia que impulsó a  la Asamblea del año XIII a recompensar al héroe con un sable con guarnición de oro y 40.000 pesos que Belgrano destinó para la construcción de cuatro escuelas que nunca vio nacer, confirmando así que en este país, el sacrificio de algunos en beneficio de muchos casi siempre queda en la nada.

Pero volvamos al triunfo militar que fue fruto de su creatividad. Y es que el jefe español, Pío Tristán, esperó al ejército revolucionario en el Portezuelo seguro de que la estrechez del ingreso a nuestra ciudad permitiría resguardar mejor la misma. Enterado, Belgrano siguió los consejos de un salteño conocedor de la geografía e ingresó al Valle por la Quebrada de Chachapoyas; a ello le siguió el acampe en Finca de Castañares y un día después la batalla que culminó con los realistas sitiados en las inmediaciones de la plaza central y en la Catedral. Concluía así el impulso revolucionario que después de perder terreno hasta Tucumán, recuperó esa provincia, la nuestra y Jujuy.

No obstante ello, Belgrano no se libró de las quejas: le reprocharon su blandura ante el enemigo por aceptar la demanda realista de una claudicación honrosa; que la retirada de los vencidos se acompañara con honores y que 2.776 prisioneros recuperaran la libertad tras prometer no tomar nuevamente las armas. Todas medidas, según los detractores, que volvieron inútiles las ventajas que la victoria militar había otorgado. El prócer argumentó que sus decisiones eran de corte político. Confiaba en que los “liberados” difundieran las virtudes de la Revolución en el campo de batalla pero también en el de los valores.

He allí la naturaleza de Belgrano. Era otra cosa. Alguien que obligado a recurrir a la guerra confiaba en la posibilidad de acumular razones que convencieran al enemigo de que las causas populares como la que él encabezaba era indetenible. Puede que confiara, incluso, en que los soldados liberados engrosarían luego las tropas revolucionarias. No era una idea descabellada porque la mayoría de esos soldados eran originarios del Alto y Bajo Perú.

El razonamiento político estaba acompañado de otro filosófico. Belgrano las explicitó en una carta que dirigió a Feliciano Chiclana el 1° de marzo de 1813 donde afirmaba lo siguiente: “siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos”. Explicaba así una razones que tiempo después elaboraron los teóricos y que supone que la guerra en medio de la locura que desata posee un lado paradójicamente bueno: el sufrimiento, el dolor, las privaciones y la muerte que producen casi siempre impulsan a los que la protagonizan a tratar de terminarla.

Como suele ocurrir en estos casos, los de afuera lo entendieron mejor. El novelista paraguayo Augusto Roa Bastos escribió sobre Belgrano lo que tal vez sea el mejor homenaje al argentino: “Alma transparente la de este hombre ignorante de la maldad (…) hombre de paz condenado a ser distinto de lo que él era en la profundidad de su ser (…) Santo vivo con uniforme de general.