Por Giorgio Agamben. Texto publicado el 23 de mayo de 2020 en el sitio web del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici.

Como previmos, las lecciones universitarias se llevarán a cabo en línea a partir del próximo año. Lo que era evidente para un observador atento, a saber, que la llamada pandemia se utilizaría como pretexto para la difusión cada vez más generalizada de las tecnologías digitales, se ha realizado puntualmente.
No nos interesa aquí la consiguiente transformación de la didáctica, en la que el elemento de la presencia física, en todo momento tan importante en la relación entre estudiantes y docentes, desaparece definitivamente, al igual que desaparecen las discusiones colectivas en los seminarios, que eran la parte más animada de la enseñanza. Forma parte de la barbarie tecnológica que estamos experimentando la cancelación de la vida de cada experiencia de los sentidos y la pérdida de la mirada, permanentemente aprisionada en una pantalla espectral.
Mucho más decisivo porque lo que está sucediendo es algo de lo que significativamente no se habla en absoluto, a saber, el fin del estudiantado como forma de vida. Las universidades nacieron en Europa a partir de asociaciones de estudiantes —universitates— y a éstas deben su nombre. La del estudiante era, ante todo, una forma de vida, en la que el estudio y la escucha de las lecciones eran ciertamente determinantes, pero no menos importante eran el encuentro y el intercambio asiduo con los demás scholarii, que a menudo venían de los lugares más remotos y se reunían según el lugar de origen en nationes. Esta forma de vida evolucionó de varias maneras a lo largo de los siglos, pero fue constante, desde los clerici vagantes de la Edad Media hasta los movimientos estudiantiles del siglo XX, la dimensión social del fenómeno. Cualquiera que haya enseñado en un aula universitaria sabe bien cómo, por así decirlo, se formaban amistades ante sus ojos y se constituían, según los intereses culturales y políticos, pequeños grupos de estudio e investigación, que continuaban reuniéndose incluso después de la sesión.
Todo esto, que había durado casi diez siglos, ahora termina para siempre. Los estudiantes ya no vivirán en la ciudad donde tiene su sede la universidad, sino que cada uno escuchará las lecciones encerrado en su habitación, a veces separado por cientos de kilómetros de los que una vez fueron sus compañeros. Las pequeñas ciudades, sedes de universidades un tiempo prestigiosas, verán desaparecer de sus calles a las comunidades de estudiantes que a menudo eran la parte más viva de ellas.
De todo fenómeno social que muere, se puede afirmar que en cierto sentido merecía su fin, y es cierto que nuestras universidades habían alcanzado tal punto de corrupción e ignorancia de especialistas que no es posible lamentarse de ellas y que, en consecuencia, la forma de vida de los estudiantes se había vuelto igual de miserable. Sin embargo, dos puntos deben permanecer firmes:
1) Los profesores que aceptan —como lo están haciendo en masa— someterse a la nueva dictadura telemática y realizar sus cursos sólo en línea son el equivalente perfecto de los docentes universitarios que juraron lealtad al régimen fascista en 1931. Como ocurrió entonces, es probable que sólo quince de mil se nieguen, pero ciertamente sus nombres serán recordados junto con los de los quince docentes que no hicieron juramento.
2) Los estudiantes que aman verdaderamente el estudio tendrán que negarse a inscribirse en las universidades así transformadas y, como en su origen, constituirse en nuevas universitates, dentro de las cuales sólo, frente a la barbarie tecnológica, podrá permanecer viva la palabra del pasado y nacerá —si es que nace— algo así como una nueva cultura.