Las fiestas del milagro se imponen en la agenda pública. Eso significa que muchos se ven obligados a referirse a ellas. El imperativo suele incluir a quienes solemos tener poco apego el relato oficial, entre otras cosas porque vemos en ese relato la omnipresencia de Dios y la quietud del hombre. (Daniel Avalos)
Relato oficial, sin embargo, tan hegemónicamente abrumador, que cualquier intento por quebrarlo resulta, obviamente, impopular ante el acuerdo tácito, es decir la ortodoxia, que indica que hay cosas que es mejor que no sean dichas para no fisurar lo establecido. Y lo establecido es que la historia del “Milagro” incluye a varios milagros que, salpicados en el tiempo, terminan encaminándose hacia el “milagro” mayor, que es el que se rememora por estos días.
El primero de esos milagros consistió en el arribo, en 1592 al puerto del Callao, de los cajones que contenían las imágenes del Cristo Crucificado y una Virgen del Rosario. Nadie sabía ayer, ni sabe hoy, qué ocurrió con la nave que los transportaba y allí, justamente, radica el hecho sobrenatural acaecido por intervención divina, tal como podríamos definir a los denominados milagros. Lo que, a priori e inexplicablemente, sí sabemos es que la Virgen tenía por destino final Córdoba, y el Cristo, Salta. Cien años después, la secuencia milagrosa reaparece cuando los terremotos de septiembre de 1692 se atribuyen a la ira divina por la relajada moral de los habitantes de estas tierras. En medio del pánico colectivo, milagrosamente el cura jesuita José de Carrión escucha una voz que le aconseja rescatar a la imagen del Cristo olvidado por el rebaño y venerarlo para así atemperar el castigo. Igualmente milagroso resultó que la entonces imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción de María, hoy del Milagro, se mantuviera intacta en medio de la destrucción causada por el terremoto, y que la leve sonrisa de su rostro transmutara en gestos de súplica hacia la imagen de su poderoso Hijo, Cristo, a favor del ya por entonces escarmentado pueblo de Salta.
Finalmente, el milagro mayor: la quietud de la tierra en compensación por la renovada devoción del pueblo por medio de penitencias colectivas y procesiones. Al relato fundacional le siguió luego otro, que perdura y garantiza que el pacto establecido entonces se renueve año a año: el Creador garantiza protección y gracia al rebaño, y este se compromete a devociones públicas que hoy siguen sorprendiendo a propios y extraños permitiendo, además, que los salteños puedan pensarse como parte de un pueblo elegido y en firme alianza con el Creador. Alianza celosamente administrada por la Iglesia y que la faculta, por ejemplo, a ser la guardiana de los valores religiosos y culturales de la salteñidad que casi siempre promueve un salteño en el que no anidan rebeldías y por ello mismo acostumbrado a dejar que las cosas pasen.
Si esos valores se asientan, entre otros relatos, en el mito fundacional de las fiestas del milagro, habría que arriesgarse entonces a la impopularidad e intentar un linaje argumentativo alternativo. Y habría que hacerlo desde la historia que, siempre, apuesta a explicaciones dadas por preguntas que demandan respuestas no sobrenaturales. Un excelente y ya viejo libro del historiador francés Serge Gruzinski (La colonización del imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVIII. F.C.E., 1988) nos puede ayudar. Indagando, Gruzinski, sobre los métodos de evangelización de la iglesia colonial, el francés nos va ilustrando sobre cómo el “milagro” fue parte de ese proceso de evangelización. Hubo etapas, por ejemplo, en las cuales sectores del clero sentían repulsión por la idea del “milagro” como intervención divina en el mundo de los hombres. Ocurrió durante los primeros años de la evangelización en América, cuando los primeros franciscanos arribados a México rebosaban de optimismo y sentían que indígenas y españoles no precisaban de golpes mágicos para aceptar y seguir la fe católica. Golpes mágicos que, además, esos franciscanos consideraban peligrosamente cercanos a ciertas prácticas paganas.
Recién a fines del siglo XVI, y particularmente durante todo el siglo XVII, la Iglesia abrazó a los “milagros” como instrumento de evangelización. Desgarrada por crisis que terminaron en cismas, amenazada por el naciente racionalismo, impotente al descubrir que los indígenas americanos continuaban practicando sus creencias prehispánicas y los españoles se sumergían en los “vicios” terrenales, esa Iglesia perdió el optimismo original e imploró por la intervención directa de Dios en la labor pastoral. El “milagro”, como fenómeno, vino a ser el golpe mágico que convertiría y disciplinaría al rebaño descarriado. Cien años antes de 1692, probablemente el jesuita José de Carrión habría sido sospechado de supersticioso al declarar que voces del más allá le sugerían cargar en procesión al Cristo Crucificado por las calles de Salta, porque cien años antes los estados no ordinarios de conciencia como canal de comunicación con lo Divino no eran, precisamente, lo más recomendable. En 1692, sin embargo, ese tipo de “contactos” resultaron de gran ayuda en la evangelización, y los jesuitas, además, se percibieron como la orden privilegiada en la materia. Una forma de evangelización que empezó con el siglo XVI y que puede rastrearse en los informes anuales que los provinciales jesuitas, con responsabilidad escrupulosa, remitían a Roma para informar los avances y límites de la evangelización en territorio americano. Esos documentos, las Cartas Anuas, también se escribieron desde el noroeste argentino durante todo el siglo XVI y todos registraron los favores milagrosos de la Providencia: sueños con ángeles y santos que informan los pasos a seguir, pequeños milagros que resuelven problemas cotidianos y que van desde una donación, hasta la muerte de algún obstáculo a la obra del Señor y la Orden. Sesenta años antes de que José de Carrión testimoniara que una voz le había sugerido sacar en procesión al Cristo como condición insoslayable para frenar el terremoto, el jesuita Juan Darío, que había misionado entre 1599 y 1633 en Santa Fe, Santiago del Estero, San Miguel, La Rioja y Salta, era recordado por sus compañeros como un hombre virtuoso que había conseguido el permanente favor divino en el cumplimiento de tareas espirituales: “Los años 30 y de 31 fueron para toda la Provincia y principalmente para toda esta ciudad esterissimo y de grandissima hambre, la jente mas abastada no tenia que llegar a la voca y mucho perecian de hambre, pero nunca le faltaron al Padre dos grandes zurrones llenos de maíz, y con estar continuamente sacando (porque no se baciaba de pobres la casa) no se agotaron. Tuvolo el Padre rector (..) por cosa milagrosa y como tal la contava admirada, y el mismo padre no la negava, antes decía que el ponía sobre los Currones la cruz y que con esto nunca le faltaba…” (Daniel Avalos: La guerra por las almas. El proyecto de evangelización jesuita en el Tucumán temprano. Siglo XVII. C.E.S.L., 2001, pp. 92-93). José de Carrión, sesenta años después, como buen jesuita, era parte del mismo proceso, aunque protagonista de un hecho que tuvo una dimensión insospechada en la historia de la provincia. Trama que tiene su hecho fundacional en la revalorización del milagro como técnica de evangelización, acompañada a su vez por el acecho constante de un Satanás empecinado en destruir la obra de la Iglesia. Trama histórica surgida al calor de un catolicismo americano típico del siglo XVII, barroco y medieval, en donde la culpa y el dolor primaron sobre el mensaje de amor de un Dios representado, en los terremotos de 1692, como vengativo ante las ofensas del rebaño, y por ello mismo diligente y dispuesto a castigar a fin de recuperar el equilibrio perdido.
Nada ilustra tanto esta versión divina como la leyenda sobre la destrucción de Esteco. Una ciudad que desaparece como consecuencia de esos terremotos de 1692, y que el relato oficial atribuyó a la soberbia pecadora de sus habitantes. Plagio casi exacto del texto bíblico del Antiguo Testamento, que narra la suerte de Sodoma y Gomorra: lenguas de fuego que surgen de la tierra para consumirlo todo, y hasta la conversión en piedra de esa curiosa mujer que osó observar el espectáculo cuando se había comprometido, ante el profeta que anunció la catástrofe, a no hacerlo. Difícil leer en la provincia trabajos históricos que indiquen que esa ciudad estaba condenada a la desaparición desde que la consolidación de las ciudades de Jujuy, Salta, San Miguel, Santiago del Estero y Córdoba, la dejaban por fuera del circuito comercial, que iba desde las minas del Potosí al puerto de Buenos Aires, convirtiendo a Esteco en lo que hoy se denominan pueblos fantasmas por la desaparición del ferrocarril. Tal vez por ello en 1634, el Obispo del Tucumán, al informar sobre el estado de su diócesis registra que en Esteco hay sólo 30 casas y unas 2.000 almas, contra las 50 casas y 3.000 almas de Jujuy, y las 60 casas y las 6.000 almas de Salta (Carta del Obispo Maldonado al entrar en su Diócesis, en “Documentos del Archivo de Indias para la Historia del Tucumán•, T.I, pp 137). Y tal vez por ello mismo sea poco citada la observación de una historiadora tucumana que sigue mencionando a Esteco cuando esa ciudad ya debería haber desaparecido del mapa: “… los indios chaqueños quedaron alzados y se transformaron, para el Tucumán, en un enemigo tan peligroso como fueron antes los calchaquíes. Así, en 1696 los mocovíes casi destruyeron totalmente la ciudad de Esteco…” (Teresa Piossek Prebisch: Relación Histórica del Calchaquí. Archivo General de la Nación. 1999, nota 268 de pág. 114).
El relato oficial prefiere lo otro. El relato exageradamente tenebroso que reclama penitencia por las ofensas a Dios. Los pocos documentos históricos que nos hablan de los hechos fundantes del Milagro registran procesiones propias de flagelantes. La novena misma puede entenderse en ese sentido: actos de devoción en busca de la obtención de una gracia; sí, pero también un símbolo de la “imperfección” en busca de Dios. San Jerónimo escribió hace siglos que el número 9 en la Biblia indica “sufrimiento y dolor”. Un relato, además, que intenta edificar una imagen del hombre y la mujer como criaturas miserables e imperfectas. Un relato que no necesariamente busca propagar la fe, sino más bien un tipo de fe en donde el miedo debería paralizar e impedir que los seres humanos busquen su camino, para así conducirlos a la ciega aceptación de ciertas tiranías regidas no por la ley, pero sí por las costumbres.
• El artículo fue publicado por primera vez el sábado 10 de septiembre de 2011 en la edición de papel del semanario Cuarto Poder. Forma parte también del libro “Cincuenta editoriales y ninguna flor”, que recopila las editoriales escritas entre el 2008 y el 2012 por Daniel Avalos. Libro que salió a la venta en octubre del año pasado.