Escribe  Alejandro Saravia

               -Me gustaría ver una puesta de sol… Déme ese gusto… Ordénele al sol que se ponga…

-Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?

-La culpa sería de usted -le dijo el principito con firmeza.

-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar -continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

 

Cualquiera sabe, cualquiera menos aquel Don Fulgencio, el hombre que no había tenido infancia, que el párrafo que acabamos de leer es de El Principito de Antoine de Saint Exupéry, pero bastó que Ricardo Lorenzetti, juez de la Corte Suprema de la Nación y presidente de ese tribunal bastante tiempo, dijera que  la cuarentena por el brote de coronavirus debe tener un límite temporal y  que con las medidas para combatir la pandemia «los gobiernos no pueden avanzar sobre las libertades individuales», para que todos comiencen a interrogarse sobre esa proporcionalidad. También afirmó que «hay que salir de una cuarentena global» y concentrarse en los lugares donde el coronavirus está en expansión. Lo dijo, eso sí, un día después de que la propia Corte volviera a extender la feria judicial en todo el país, aunque los ministros habilitaran a los tribunales a ampliar los asuntos a considerar según las circunstancias de cada lugar, pero, sin embargo, la regla sigue siendo la feria, igual que el primer día.

 

En realidad qué hizo Lorenzetti?, pues poner en el centro del debate aquello sobre lo que pivotea todo nuestro sistema jurídico: el principio de razonabilidad. Éste alude en realidad a la necesaria proporcionalidad que debe haber entre  los medios y los fines. No es razonable matar un ratón de un cañonazo por la exuberancia del medio ofensivo, por su falta de equivalencia respecto del objeto a destruir. Si se trata de salvar una sociedad de una epidemia, no es buen camino matarla de hambre. Son las dos caras de una misma moneda. Tampoco cautivar su libertad con dádivas de soberano.

 

De lo que se trata en esta pandemia, y la correlativa cuarentena decretada por detrás, es de proteger a la sociedad y a sus miembros de este irresponsable ataque viral. Por qué irresponsable?, pues porque ya  lo habían previsto los dos últimos presidentes norteamericanos, Bush y Obama, y a Trump no se le ocurrió otra cosa que desarticular la agencia que Obama había creado para su previsión y combate. A la par de Trump, Xi Jinping se lleva también su trofeo a la irresponsabilidad. Luego tendrán que venir las reparaciones económicas, me imagino.

 

Respecto de esa lucha hay distintos modelos o estrategias que, en definitiva, responden a la tipología social en que se aplican. Tenemos el modelo uruguayo, por ejemplo, en el que se apeló a lo que llamaron “libertad responsable”, que bailotea alrededor de la responsabilidad ciudadana; el modelo “asiático”, de un Estado omnipresente tecnológica y fácticamente; y el nuestro, de un “paternalismo estatal”, en el que el margen de libertades queda discrecionalmente a tiro de decretos de necesidad y urgencia del poder Ejecutivo, mientras los otros poderes, Judicial y Legislativo, creados para limitar a aquél, brillan por su ausencia, con apariciones esporádicas sólo para cubrir las necesidades procesales de la que en verdad manda.

 

Esta pandemia, al menos en nuestro país, desembozó dos cosas: la inoperancia y ausencia de un Estado bobo, obeso e inútil, solo utilizado como instrumento de captación clientelística. En función de ello es que se alarga esta cuarentena, para darle tiempo al sistema de salud para que se reacomode. La variable de ajuste es, está claro, las libertades ciudadanas. Sin embargo, trajo un resultado hasta ahora positivo: el aplanamiento de la curva epidémica. Pero todo, absolutamente todo, desde la altura de una concesión soberana. Es el padre que otorga más o menos niveles de libertad de acuerdo a su antojo. En ese modelo clientelar es que se yerguen amenazantes los excluidos del sistema. Hacen su aparición como fantasmas, eslabón débil de nuestra cadena social. No se les reconoce dignidad; sólo son mirados como caudal electoral. Ahí están los ejemplos del conurbano bonaerense o de Formosa para que se entienda lo que estamos diciendo.

 

Lo otro que se pone en evidencia es el proyecto político hegemónico que avanza sordamente en pos de una condición innegociable: la impunidad. De la conductora y de toda su tropa. La cuarentena es una buena excusa para concentrar poder. Qué duda cabe.

 

Ambos extremos, la miseria de lo clientelar y la impunidad, son bases demasiado endebles como para montar sobre ellas una sociedad en la que valga la pena vivir.