El libro de Diego Maradona sobre México 86 reúne recuerdos y secretos, en primera persona. A 30 años de la consagración en suelo azteca, Diego recuerda el camino a la gloria. Un adelanto de la reciente publicación.

Mi mundial, mi verdad, el libro de Diego Maradona realizado en colaboración con Daniel Arcucci y editado por Sudamericana saldrá a la venta esta semana. Aquí, un extracto de algunos de sus pasajes más significativos.

«Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que saben cuánto pesa la Copa del Mundo.»

No sé por qué, pero como me pasó otras veces con otras frases -como aquella de «la pelota no se mancha», el día del partido homenaje en la Bombonera-, se me ocurrió esa para saludar a mi familia en la última Navidad, la de 2015, la primera que pasábamos todos juntos en la casa de siempre, en Villa Devoto, aunque sin mis queridos viejos, don Diego y doña Tota. Muchos creen, todavía, que esas frases me las escribe alguien. Y no, la verdad que no: me salen del corazón y me vienen a la cabeza. Aquella noche, miré al cielo y les agradecí todo lo que ellos me habían dado en la vida, que fue mucho, mucho más de lo que yo les di. Ellos me dieron todo lo que tenían, todo. Y me bancaron siempre, en las buenas y en las malas. Y mirá que tuve varias malas, eh.

Esa noche, alguien, no me acuerdo quién, me regaló una réplica de la Copa del Mundo. Y ahí, cuando volví a tener en las manos ese trofeo dorado, cuando volví a acunarlo como si fuera un bebé, me di cuenta de que habían pasado casi treinta años desde el día que había levantado la Copa de verdad en México. Y me di cuenta, también, de que esa alegría debe haber sido uno de los mejores regalos que les hice a mis viejos. El mejor regalo. Para ellos y para todos los argentinos. Los que nos bancaron. y los que no nos bancaron también. Porque al final la gente, toda la gente, salió a festejar. Y me di cuenta, también, de que a medida que pasa el tiempo esa Copa pesa cada vez más. Tres décadas más tarde, esos seis kilos y pico de oro ya parecen toneladas.

Y yo no celebro que otro jugador argentino no la haya vuelto a levantar desde 1986, que quede bien clarito. Sería un traidor si lo hiciera. Como sería un traidor si no contara ahora todo lo que vivimos en aquellos días tal cual me sale, tal cual lo siento. Porque así hablo yo, así habla Maradona. Como voy a decir varias veces en este relato, me han pegado en muchos lugares en todo este tiempo, pero en la memoria no. Y, sí, lo acepto, hay cosas que veo diferentes treinta años después. Creo que tengo derecho.

Yo he cambiado mucho, es cierto, y muchos hablan de mis contradicciones. Pero en algo no cambié ni me contradije: cuando me decidí a jugarme por una causa, lo hice y lo di todo. Por eso digo, hoy, que me hubiera gustado que, tantos años después, Bilardo hiciera por mí lo mismo que en su momento yo hice por él. Nada más. Que se hubiera jugado por mí como yo me jugué por él. Porque él sabe mejor que nadie cómo me jugué en medio de la guerra del menottismo contra el bilardismo y del bilardismo contra el menottismo. Me jugué por una causa que tenía que ser de todos. Puse la camiseta por encima de mis gustos, porque a mí el Flaco me llegaba al corazón, aunque no lo dijera públicamente. El resto está en la historia. Y cada uno lo recuerda como lo siente, como le sale. Por eso digo que esta es mi verdad, la mía. Que cada uno tenga la suya. Lo único que puedo gritar, para que todos escuchen, y lo único que puedo escribir, para que todos lean, es que tampoco me olvido de que, cuando decía que íbamos a ser campeones, me trataban de loco. Bueno, tan loco no estaba, ¿no?: al final, salimos campeones.

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Si era por los argentinos, teníamos que salir con una ametralladora cada uno y matar a Shilton, a Stevens, a Butcher, a Fenwick, a Sansom, a Steven, a Hodge, a Reid, a Hoddle, a Beardsley, a Lineker. Pero nosotros nos alejamos de ese quilombo. Ellos eran sólo nuestros rivales. Lo que yo sí quería era tirarles sombreros, caños, bailarlos, hacerles un gol con la mano y hacerles otro más, el segundo, que fuera el gol más grande de la historia. Me acuerdo bien. Cuando los periodistas se enteraron de que íbamos a jugar contra Inglaterra en los cuartos de final, evitamos hablar porque sabíamos bien que las preguntas apuntarían más a cómo íbamos a gritarles los goles, si íbamos a hacerle el fuck you a la Thatcher, si le íbamos a pegar una piña a Shilton. Ya sabíamos cómo venía la mano, por eso elegimos mantenernos alejados, serenos. En todo caso, la cuestión iba por dentro. Y les aseguro que, por dentro, ardía. A mí me explotaba el corazón. Pero había que jugarlo. En la previa, el tema de la guerra no pasaba desapercibido. ¡No podía pasar! La verdad es que los ingleses nos habían matado a muchos chicos, pero si bien los ingleses son culpables, igual de culpables habían sido los argentinos que mandaron a los pibes a enfrentar a la tercera potencia mundial con zapatillas Flecha. Uno nunca pierde el patriotismo, pero uno habría querido más que no hubiera habido guerra. Y, en todo caso, que la hubiéramos ganado nosotros. Yo me acordaba bien del ’82, cuando llegamos a España: era una masacre de piernas y de brazos, de todos esos pibes argentinos regados por Malvinas, mientras a nosotros los hijos de puta de los militares nos decían que estábamos ganando la guerra. Entonces, como yo me acordaba perfectamente de aquello, no jugué el partido pensando que íbamos a ganar la guerra, pero sí que le íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos, a darles un alivio a los familiares de los chicos y a sacar a Inglaterra del plano mundial. futbolístico. Dejarlos afuera del Mundial en esa instancia era como hacerlos rendirse. Era una batalla, sí, pero en mi campo de batalla. Yo no le puedo echar la culpa a Lineker. No, no, no, muchachos. Aquello era un partido de fútbol y así lo interpretamos todos. Porque los ingleses fueron caballeros con nosotros. Incluso después que ganamos, ellos vinieron a saludar, vinieron al vestuario a cambiar camisetas. Les digo: a mí me quieren hacer enemigo de Inglaterra y no lo soy. Para mí, que ellos se acuerden de Bobby Charlton, por ejemplo, después de setenta años de no haber pisado una cancha, me emociona. Y, lamentablemente, creo que es una cosa que en la Argentina no voy a ver nunca. Si el Tata Brown fue campeón del mundo y una tarde hace unos años no lo dejaron entrar en la cancha de Estudiantes. De eso hablamos en la concentración, antes de salir. Es cierto que no era un partido más, ¡qué iba a ser un partido más! Desde que nos habíamos enterado de que iban a ser nuestros rivales, nos daban vueltas en la cabeza. Los habíamos ido a ver, contra Paraguay, en el Azteca. Les ganaron fácil. A mí no me sorprendió que pasaran; eran mejores. Contra ellos, nosotros íbamos a jugar por primera vez en ese estadio y al mediodía. Como quedaba a cinco minutos de la concentración, a las nueve y media de la mañana estaba prevista la salida del micro. Pero a las nueve, media hora antes, ya estábamos todos al pie del cañón, como soldaditos. Yo, que siempre duermo como un animal, me había despertado más temprano que nunca. Tenía ganas de que llegara la hora del partido, tenía ganas de salir a jugar y que terminara el palabrerío. Y en el vestuario seguimos con lo mismo. De lo único que hablábamos era de que íbamos a jugar un partido de fútbol, de que teníamos una guerra perdida, sí, pero no por culpa nuestra ni de los muchachos que íbamos a enfrentar. Y creo que eso fue suficiente para entrar a jugar con la carga justa, la necesaria. De eso les hablé yo a los muchachos. Porque estábamos todos cargados, muy cargados. Los rituales los hicimos, como en los partidos anteriores. Yo, antes del vendaje ese que me hacía Carmando, dibujaba un jugador en el piso. Y guarda que alguno lo pisara, guarda… Estaba la Virgen de Luján donde tenía que estar, estaba todo. Hay una foto que siempre recuerdo, muy linda, muy especial. Vamos entrando los dos equipos por una especie de rampa que tenía el estadio detrás de un arco. Había casi 115.000 personas en la cancha, pero yo sólo escuchaba el ruido de los tapones sobre ese piso, medio metálico. Ya no nos hablábamos. Ni entre nosotros ni con ellos. Ya nos habíamos saludado todos, porque antes había algo parecido a una habitación donde nos juntábamos con los rivales. Con Glenn Hoddle yo había jugado el partido de Osvaldo Ardiles, con la camiseta del Tottenham, y tenía buena relación. Pero además los ingleses se lo tomaron con una seriedad y un respeto terrible, como se debía, y nosotros con la misma seriedad y el mismo respeto. Para ellos también era un momento muy difícil. Nos enteramos de que, antes del partido, les había hablado un tipo, creo que el ministro de Deportes, o algo así, para que tampoco se metieran en quilombos con declaraciones y para que no se dejaran llevar por la calentura en el juego. Los jugadores estábamos todos en la misma. La carga estaba afuera, en lo que le podía agregar la gente, los hinchas. Ojo, porque el público lo que quería ver era fútbol también. Pero lo cierto es que la cuestión política estaba jugándose mucho más afuera, entre ellos y entre los propios gobiernos, que entre los jugadores. La política siempre usó al fútbol y lo seguirá haciendo, que no quepa la menor duda. No es lo mismo sacarse una foto con un jugador de pato que con un jugador de fútbol, y eso el político lo sabe y lo sabrá, por los siglos de los siglos. Y no es lo mismo ganar un mundial, tener una selección que gane un mundial y tranquilice las cosas. Hoy, con los ingleses me llevo de maravilla.

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Sé que Peter Reid declaró en un documental que tiene pesadillas con ese partido, que todavía se despierta todo transpirado a la noche. Pero cuando me encontré con él -y no fue una sola vez-, me habló del segundo gol, no del primero. Siempre me habla de ese gol. Él dijo que fue «una obra de arte», que le daban ganas de pararse y aplaudirme, que no podían frenarme de ninguna manera. Y a mí, personalmente, cara a cara, me dijo algo más, me dijo así: «Yo, cuando vi al potro salvaje que agarró velocidad, no pude más y me tiré al medio, solo. Me entregué». Si ven el gol de nuevo, como a mí me lo hicieron ver millones de veces, se van a dar cuenta de que eso es cierto. Lo estoy viendo ahora, mientras recuerdo. Ahí está, ahí está cuando Reid me deja. Qué momento. La jugada nace ahí, en el pase de Enrique. Sí, más allá del chiste, el pase del Negro es fundamental. ¿Qué pasaba si le erraba por medio metro, eh, qué pasaba? Yo no la recibía como la recibí y no podía girar como lo hice, para sacarme a dos de encima, a Beardsley y al pobre Reid. En el giro ya me saco a dos, vayan contando, y había quedado Hodge por ahí, pero Hodge no marcaba a nadie. Enseguida se ve cómo Reid me abandona cuando yo ya estoy lanzado, corriendo desde la derecha hacia el arco, dos metros más allá de la mitad de la cancha. Eso es lo que cuenta él del «potro salvaje», ese momento. Entonces me sale Butcher por primera vez. Yo le amago a irme por afuera y engancho apenas para adentro. Pasa de largo, el inglés, que gira y me empieza a perseguir. Yo lo voy sintiendo a él, atrás, a mi derecha, como si me estuviera respirando en la nuca. Y también los veo a Valdano y a Burruchaga que me vienen pidiendo la pelota por el otro lado, por la izquierda, pero ¡ni loco se la voy a dar, ni loco! Si la pelota la traía yo desde mi casa. Entonces me sale Fenwick. Y acá quiero hacerles un homenaje a los ingleses. Miren que no soy de regalarle nada a nadie, pero si hubiese sido contra otro equipo, ese gol no lo habría hecho, ¡no lo habría hecho! Me hubiesen volteado antes, pero los ingleses son nobles. Fijate, fijate la nobleza de Fenwick, que me tira el manotazo, pero no me lo tira en la cara. Me tira el manotazo a la altura del estómago, lo mismo que si me acunara como a un bebé. Nada. Ni lo siento, además de la velocidad y la potencia que traía… Por eso digo que si hubiese sido contra otro equipo, quizás hoy no estaríamos viendo este gol. Después me leyeron por ahí que él dijo que estaba condicionado por la amarilla del primer tiempo, que tuvo que decidir en un segundo si hacerme foul o no, y que lo expulsaran. Cuando se decidió, me parece, la pelota ya estaba adentro. También dijo que, si me encuentra, no me daría la mano, pero yo creo que sí, que me daría la mano y hasta un abrazo. Butcher sí me tira un patadón. ¡No se imaginan lo que fue la patada de Butcher! Me da abajo, a ver si me podía levantar y tirarme a la mierda. Pero yo llego tan armado ahí que cuando la toco tres dedos para mandarla adentro, me importa tres huevos la patada de Butcher. Lo sentí más en el vestuario el golpe: ¡cuando me miré el tobillo no lo podía creer, lo tenía a la miseria! Como ya lo dije mil veces, en el momento no me acordé de aquello que me había dicho mi hermano el Turco, pero sí me di cuenta de que, aunque sea inconscientemente, algo de eso me había venido a la cabeza. Y a los pies. Porque defino como el Turco me había dicho que hiciera. Así lo conté, en su momento. Resulta que cinco años antes, en el ’81, durante una gira por Inglaterra, en Wembley, yo había hecho una jugada muy parecida y definí tocándola a un costado cuando me salió el arquero… La pelota se fue afuera por nada, cuando yo ya estaba gritando el gol… El Turco me llamó por teléfono y me dijo: «¡Boludo!, no tendrías que haber tocado… Le hubieras amagado, si ya estaba tirado el arquero…». Y yo le contesté: «¡Hijo de puta! Vos porque lo estabas mirando por televisión…». Pero él me mató: «No, Pelu, si vos le amagabas, enganchabas para afuera y definías con derecha, ¿entendés?». ¡Siete años tenía el pendejo! Bueno, la cosa es que esta vez definí como mi hermano quería… Pero la verdad fue que Shilton me ayuda. Lo peor que hace Shilton, como se ve, es que no me tapa nada. A Shilton no le tengo que hacer ningún amague; le tengo que adelantar la pelota nada más… Hizo cualquier cosa menos taparme como un arquero normal. Cuando lo paso, yo ya sabía que era gol: la toco, tac, cortita, tres dedos para que la pelota entre mansita. Y listo. Ahí sí que salí gritando como loco. No necesité mirar al referí ni a nadie. Sabía lo que había hecho. Corrí por la línea de fondo y, cuando llegué al córner, me encontré con Salvatore Carmando, justo con él. Me abrazó y enseguida llegaron todos los demás. Burruchaga, Batista, Valdano, se olvidaron de los retos de Bilardo: «¡Qué gol hiciste, hijo de puta, qué gol hiciste!», me gritaban. Cuando estuve con Bennaceur, en Túnez, también me confesó algo del segundo gol. Me dijo: -Ese gol también lo hizo por mí, Diego. -¿¡Cómo por usted!? ¿Por qué? -Porque yo podría haber parado la jugada en el comienzo, cuando me reclamaron una falta. Y después, ya en su carrera, dos o tres veces, por foul, pero usted seguía, seguía, y yo lo acompañaba diciendo «¡Ventaja, ventaja!». Claaaro, ley de ventaja, todo el tiempo. Así que también en eso tuvo que ver el tunecino. Y en esta no se equivocó, no se equivocó para nada. Entendió el juego. Me emocionó mucho que él no estuviera enojado conmigo, porque el tipo, en vez de acordarse del peor error de su carrera, se acuerda de que estuvo en ese partido. ¡Cómo no lo voy a querer! Ese gol para mí tiene música.

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No, no, yo no soñé nunca algo así. No pude ni soñarlo. Este gol está marcado a fuego. Acá pueden venir los Messi, los Tevez, los Riquelme, y hacer diez goles cada uno. Mejores que ese. Pero nosotros fuimos a jugar un partido contra los ingleses después de una guerra, después de una guerra que todavía estaba muy fresca y en la que los chicos argentinos de 17 años habían ido a pelear con zapatillas Flecha, a tirarles con balines a los ingleses, que marcaban a cuántos iban a matar y a cuántos iban a dejar vivos. Y eso no se compara con nada. Y todo eso los padres se lo contaron a los hijos, y los hijos a sus hijos. Porque ya pasaron treinta años, treinta años. Y lo siguen contando. Entonces, claro, los chicos de hoy están con la Play Station, y yo con la Play Station no quiero saber nada, no me va, porque la Play Station te hace un jugadorcito, no te hace un gran jugador. Pero lo cierto es que todavía hay chicos de 10 años que se tatúan «Maradona». Y eso, eso es una locura que sólo puede explicarse con un gol. O con dos. Con los goles a los ingleses.

Yo creo que el momento sublime fue ese, que estoy viendo ahora, por primera vez después de tantos años: cuando el árbitro toca el pito y dice que todo termina. Que Argentina termina ganándole a Inglaterra 2 a 1, que termina y queda escrito para siempre que yo hice los dos goles, que termina y quiero llamar a Buenos Aires, otra vez, como aquella vez, para abrazarme con todos.

Fuente: Cancha Llena