¿La Corte Suprema le asestó al Presidente una derrota en el conflicto tarifario? No. ¿Macri puede decir, en cambio, que se ha llevado un triunfo notable? Tampoco. Sin embargo, el problema se resolvió (hasta donde se resolvió) sin condenar al Gobierno a enfrentar una monumental crisis política y económica.

Conservado el 74 por ciento de los aumentos que fijó, la administración tiene todavía la posibilidad de recuperar la mitad de lo que teóricamente perdió con el 26 por ciento restante. Ésa era la cuestión central para el Gobierno y lo que consiguió, en verdad, no es poco. La administración se dejó llevar por la primera información (surgida -es cierto- de una comunicación sesgada de la propia Corte) y se enfureció ante lo que parecía un desastre. Un día después, el viernes, cuando leyó todos los dictámenes del tribunal, cambió su inicial ofuscación. «Ganamos la batalla. Falta ganar la guerra», concluyó. El enfado ya no estaba.

El Gobierno está obligado a un balance. Debería tomar nota de los dos principales errores que cometió en este proceso y que permitieron que las cosas llegaran hasta el borde del abismo. El primero de ellos fue no haber citado a las audiencias públicas que la ley ordena claramente para informar sobre los aumentos de las tarifas. Es también un mandato de la Constitución, según la reforma de 1994. De hecho, las divergencias de los jueces se limitaron a los que se respaldaron en la ley de 1992 (Lorenzetti y Highton de Nolasco), que estableció audiencias informativas sólo para el transporte y la distribución, y los que argumentaron con el mandato de la Constitución (Maqueda y Rosatti), que da a las audiencias un rol más importante. Todos, por lo tanto, dijeron que las audiencias debieron realizarse de una manera u otra. El propio ministro de Justicia, Germán Garavano, hizo una sutil autocrítica del Gobierno por no haber llamado a esas audiencias. El ministerio de Garavano opinó siempre que las audiencias debían realizarse.

El segundo error fue, precisamente, llenar los despachos de la Corte de interlocutores diversos. Cada cual se llevaba su propia impresión. Algunos hasta transmitían mensajes contradictorios al tribunal. La administración tiene dos interlocutores a quienes la Corte respeta profesional e institucionalmente. Uno es el propio Garavano y el otro es el procurador general del Tesoro, Juan Carlos Balbín, una especie de abogado defensor de la administración. Sucede que tanto Garavano como Balbín son profesionales que entienden sus propios límites y los límites de la Corte. Los otros operadores prometen más de lo que pueden. El Gobierno, como todo gobierno, prefiere quedarse con las promesas más generosas. Paréntesis: la Corte le hizo llegar al Gobierno con antelación la información básica sobre su decisión. Si esos mensajes no accedieron al despacho del Presidente fue porque el canal de comunicación se obturó en algún lugar.

¿Será la Corte Suprema un impedimento ideológico para las políticas de Macri? El primer dato que es fácilmente perceptible entre los jueces de la Corte es que el tribunal recibió con satisfacción el triunfo de Macri. No porque estuvieran deslumbrados por el nuevo presidente o porque rechazaran a Daniel Scioli, sino porque la victoria de Macri cortaba definitivamente el liderazgo o la influencia de Cristina Kirchner en el Ejecutivo. «El Presidente puede hacer las políticas que quiera, siempre y cuando cumpla con la ley y la Constitución», fue la otra respuesta que se escuchó. Macri debe, es cierto, convivir con una Corte distinta de las que hubo. La Corte de Alfonsín fue esencialmente liberal y la de Menem fue mayoritariamente conservadora. La Corte actual podría definirse como liberal-social. Es decir, pone especial énfasis en los principios liberales que inspiraron la Constitución, pero también se detiene en las consecuencias sociales de sus decisiones, sobre todo influida por la reforma de 1994.

Durante esa reforma se escribió el artículo 42, que amplía el derecho de los usuarios y que fue el artículo que esgrimieron Maqueda y Rosatti. Los dos fueron constituyentes de la reforma del 94. El gobierno de Menem quiso entonces reproducir en la Constitución las disposiciones de la ley del 92, que obligaba a las audiencias sólo con carácter informativo. La comisión redactora de la Constitución estableció entonces que ése sería el piso y que el techo consistiría en que el gobierno «tendrá en cuenta» el contenido de las audiencias para su decisión final. Tener en cuenta no significa, necesariamente, que debe trasladar a la decisión el contenido exacto de las audiencias. Ésta es la historia que influyó en Maqueda y no la supuesta presión del presidente del Partido Justicialista, José Luís Gioja, como cree la administración. Maqueda no habla con Gioja desde hace mucho tiempo. «¿De qué pueden hablar sobre un fallo de la Corte un constitucionalista y un ingeniero, como lo es Gioja?», se preguntaron en el tribunal.

Una parte importante del fallo de la Corte refiere a la obligación de convocar a audiencias públicas para el precio del gas en boca de pozo. En rigor, lo que la Corte dijo es que esa condición debe existir mientras el mercado esté regulado. El Gobierno había sostenido que las audiencias no eran necesarias porque es un mercado desregulado. En efecto, hay varias empresas petroleras y gasíferas que compiten por esos recursos. Eso sucede en la teoría. En la práctica, el mercado está regulado desde los tiempos de Eduardo Duhalde, quien le impuso las regulaciones durante la gran crisis. Ni Néstor ni Cristina Kirchner ordenaron desregularlo. Tampoco lo ha hecho Macri hasta ahora. Por eso, el gobierno actual conservó el precio sostén del petróleo, que significa que es un 40 por ciento más caro en la Argentina que en el resto del mundo. El argumento de la administración es que unos 20.000 trabajadores petroleros serían despedidos si el precio del petróleo bajara aquí hasta los valores internacionales. El gremio petrolero es duro y sus medidas de fuerza podrían dejar al país sin gas en pleno invierno.

El mensaje a los inversores, que es el que teme la administración, no es definitivo. Por un lado, está el dato cierto de que la Corte le impuso audiencias públicas al precio del gas en boca de pozo, lo que permite la lectura de que los inversores en petróleo y gas podrían recelar de un mercado regulado. El otro dato, tan cierto como el anterior, es que el tribunal condicionó ese requisito a que el mercado esté regulado. Esto es, la obligación de las audiencias públicas desaparecerá no bien el Ejecutivo desregule el mercado de la extracción de petróleo y gas. La pelota quedó en el tejado del Gobierno.

Macri sería injusto si no valorara también muchas de las consideraciones escritas por la Corte. Hizo la mejor y más exacta síntesis de la herencia energética heredada por el Presidente; fue una durísima crítica a la gestión de Cristina Kirchner. También les ordenó a los jueces que tuvieran siempre en cuenta la jurisprudencia de la Corte, que reconoce que la facultad de fijar las tarifas de los servicios públicos es del Poder Ejecutivo. En una implícita crítica al populismo judicial, el tribunal obligó a los jueces a dar explicaciones fundadas cuando se apartan de la jurisprudencia.

La decisión menos ortodoxa de la Corte fue la que limitó la suspensión de los aumentos al consumo domiciliario, que significa sólo el 26 por ciento del consumo total. Es el atajo que encontró para no provocar una enorme crisis fiscal y política. No es un gesto menor en un país en el que la mayoría de la dirigencia política está impregnada todavía del sedimento populista que dejó el kirchnerismo. La Corte fue más comprensiva con Macri, incluso, que algunos aliados de Macri.

Fuente: La Nación