Un ministro de Macri suele decir que las sociedades no agradecen las crisis que se evitan, porque está seguro de que ellos evitaron una enorme. Puede ser injusto. En un año de recesión económica, con inflación alta durante la mayoría de los meses y con importantes aumentos de tarifas en el medio, la aprobación social a la gestión del Presidente está entre el 56% y el 58% de los encuestados, según las consultaras Poliarquía e Isonomía.

Esos números inesperados se respaldan en varias circunstancias. Tal vez la más importante de ellas sea la restauración de la normalidad en las relaciones políticas ante una sociedad fatigada del conflicto. Pero no es la única. Con un discurso simple (repetitivo, a veces) y con escasa relación con las tribunas y los atriles, Macri ha construido más optimismo en el futuro que satisfacción con el presente.

¿Hasta cuándo el optimismo? Nadie lo sabe. Es una gran incógnita para los propios encuestadores. Un aporte significativo al afianzamiento político de Macri es la presencia constante de Cristina Kirchner en el escenario público. No es una deducción; es una constatación de las encuestas. En las últimas semanas creció la certeza social de que la ex presidenta es lo diferente de Macri. Tampoco es un mérito de Macri; el trabajo casi exclusivo, otra vez a favor del Presidente, lo hace Cristina.

Cada vez que sale de los tribunales, reinstala el recuerdo de sus años de gloria, imprevisibles y escandalosos. Ni siquiera las alusiones de ella a empresas de familiares del Presidente logran penetrar en la conciencia colectiva. Alusiones que Cristina despliega más en las tribunas que delante de los jueces. El temor no es zonzo: una cosa es hablar en público y otra es hacerlo delante de un juez. Podría incurrir en un delito si dijera cosas falsas ante un magistrado. «Que haga una denuncia penal si tiene el dato cierto de que se cometió un delito», dice un juez. Cristina se va por las ramas. Llegó a pedir una Comisión Bicameral en el Congreso para que evalúe la historia de las empresas de la familia presidencial. Es la descripción de la nada, que terminará en nada.

Sin embargo, Cristina es cada vez más insignificante como referente de la política institucional. Su ya pequeño bloque de diputados se dividió para votar el presupuesto de Macri para el año próximo, el primero del actual presidente. El presupuesto es un problema terminado. Si bien falta aún la aprobación del Senado, el macrismo negoció los cambios con una comisión de diputados y senadores peronistas. ¿Hubo concesiones? Las hubo, pero la pregunta es otra: ¿le quedaba otra opción a un gobierno con la más exigua minoría parlamentaria de la historia? No, sin duda. Hay un diferencia de formación política entre Macri y los Kirchner. El actual presidente gobernó antes la Capital, durante ocho años, sin mayoría parlamentaria. Cada decisión debió negociarla con la oposición. Los Kirchner llegaron después de gobernar durante 10 años el feudo santacruceño. La decisión del caudillo político era la decisión del Estado.

¿Hubo errores? Los hubo. Hace tres años que los legisladores nacionales se aumentan los salarios en nombre del «sinceramiento» de necesidades económicas personales. La sinceridad es, en este caso, reprochable y cara, tanto que el propio Macri se opuso a esos aumentos. No lo escucharon ni sus legisladores. Al final, cuando ya la crítica social se acercaba peligrosamente, decidieron dar marcha atrás. ¿En qué grado de aislamiento viven como para no presentir lo que será obvio?

El Presidente también arrastra sus obsesiones. No le gustó que Sergio Massa se pavoneara al día siguiente de la votación del presupuesto como el arquitecto de esas victorias. «¿Ustedes no hicieron nada?», le preguntó, irónico, a un colaborador. «Nosotros estuvimos trabajando desde la 11 de la mañana hasta la madrugada del día siguiente. Massa llegó a la medianoche y al día siguiente estaba fresco mientras los nuestros descansaban», le explicaron. Apartemos las obsesiones presidenciales. En sus casi 11 meses de gobierno se aprobaron 70 leyes en el Congreso con el aporte de la oposición, sobre todo del massismo y del peronismo no cristinista, como el que lideran Miguel Pichetto en el Senado y Diego Bossio en Diputados.

Es un resultado que merece el elogio del Gobierno, pero también de la oposición. Macri no es Alfonsín ni, mucho menos, De la Rúa. Pero tampoco el peronismo actual es el mismo que acosó a Alfonsín y a De la Rúa. La prioridad de peronismo de ahora no es voltear a Macri, sino deshacerse de Cristina. Esa es una gran ventaja política del Presidente.

Macri está ahora personalmente detrás de la reforma política, que incluye, sobre todo, la boleta electrónica como sistema de votación. Es hasta conmovedor escuchar los reclamos de algunos peronistas por el posible hackeo de los datos electorales. Ningún sistema es perfecto; sólo se trata de caminar hacia un método más transparente, ágil y moderno. ¿Qué dicen los peronistas del «hackeo» que ya existía antes con las boletas de papel? ¿O no era hackeo el que hacían escondiendo boletas y modificando resultados? ¿La propia transmisión de datos del viejo sistema no era, acaso, vulnerable al hackeo? Un antiguo asesor de Scioli suele contar una reunión con especialistas electorales del peronismo luego de la primera vuelta que convirtió en gobernadora electa de Buenos Aires a María Eugenia Vidal. Como médicos que analizan una historia clínica, aquellos especialistas los notificaron: «Esta vez no se puede hacer fraude. Ganó la oposición en la provincia y los intendentes no quieren quedar mal con la persona que luego les distribuirá los recursos. Hay que pensar en ganar la segunda vuelta presidencial sin fraude». Cerraron las carpetas y se fueron. Perdieron la elección.

A pesar de todo, el país es una rara excepción en un mundo muy complejo. Populistas, proteccionistas, autoritarios y detractores del sistema político se expanden desde Washington hasta Berlín, desde París hasta La Haya, desde Londres hasta Madrid. La política electoral de la confrontación va más allá de las elecciones. La negociación política se ha convertido en una práctica denostada. España atravesó un año sin gobierno porque la oposición no quería negociar con el partido que, aunque minoritario, ganó más votos. Los Estados Unidos están viviendo la campaña electoral más sucia que se recuerde. En cambio, gobierno y oposición negocian en Buenos Aires, y aceptan la lógica parlamentaria del acuerdo. Quizá suceda que los argentinos ya están de vuelta de aquellas extravagancias. El kirchnerismo fue populista, autoritario y, de alguna manera, una expresión política del antisistema. Lo hicimos antes.

Esas circunstancias de la política esconden el descontento social por la recesión y alimentan el optimismo que consignan las encuestas. Economistas de extracciones muy diversas sostienen que el crecimiento de la economía llegará con el nuevo año. Hay proyectos de inversión que están esperando un solo dato: la constatación de que Cristina Kirchner no tiene destino político. No les importa otro peronista; sólo Cristina. No tiene futuro político, pero el convencimiento es un proceso largo. Los peronistas son más prácticos. Dice un viejo zorro del peronismo: «En 2017 desparecerá Cristina; en 2019 desaparecerá Massa; en 2021 desaparecerá Macri, y en 2023 volveremos nosotros». Es un inverosímil ejercicio de futurología, pero lo novedoso es que algunos peronistas ya le están dando a Macri ocho años de poder. No es poco para un Presidente que asumió con nada, casi con lo puesto, y con el proyecto prioritario (y modesto) de evitar una crisis indudable.

Fuente: La nación