Sólo algunos peronistas (Miguel Pichetto, Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti y Omar Perotti, entre otros pocos más) salvaron al país de una crisis política mayor, si es que lo salvaron. Sin embargo, nadie, ni oficialistas ni opositores, podrá salvar en adelante a la Argentina de una mirada más estricta, menos simplista tal vez, de parte de mercados financieros e inversores extranjeros. El espectáculo local ha sido demasiado grosero como para que pasara inadvertido ante quienes creían en el exterior en un cambio significativo de la política local.

Las tres preguntas que más se escuchan en fuentes financieras y económicas internacionales son: ¿cómo seguirá la relación de Mauricio Macri con el peronismo? ¿Cómo será el peronismo después del kirchnerismo? ¿Cuál será el resultado de las elecciones legislativas del próximo año?

Esas dudas, que sembró el conflicto por el impuesto a las ganancias, golpea al país en dos frentes muy sensibles. El primero es el financiero. El Gobierno necesita del crédito internacional para seguir con su política de gradualismo, que el Presidente llama de la «línea del medio», entre la ortodoxia a rajatablas y el populismo irresponsable. Las cuentas fiscales del año próximo indican que la administración deberá contraer deuda por un monto de entre 25.000 y 30.000 millones de dólares para financiar el déficit fiscal. Macri tropezó, además, con el efecto Trump. Nadie sabe a ciencia cierta qué hará Trump, pero todos están seguros de que sus políticas no favorecerán a los países emergentes. El segundo frente es el de los inversores, que necesitan garantías más largas que las que les ofrece un año de buenos modales y políticas racionales. La inversión productiva es, precisamente, la que el Presidente más esperaba y la que más se hace esperar. Los políticos argentinos le acaban de dar argumentos a esa renuencia.

Los dólares del exterior podrían ser el año próximo, por lo tanto, menos accesibles y más caros. Cuando Macri llegó al poder, la Argentina obtuvo la calificación menor entre los países normales por parte de las calificadoras de crédito. Durante los últimos años de Cristina Kirchner, los bonos argentinos eran calificados directamente como «bonos basura» por el default selectivo tras la desobediencia al juez norteamericano Thomas Griesa. El ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, y el secretario de Finanzas, Luis Caputo, venían insistiendo ante esas calificadoras para que el país accediera a la mejor calificación posible, el investment grade. Demasiado temprano, les respondieron siempre. Los últimos días les dieron la razón. El país podría conservar la nota que consiguió con Macri o mejorarla un poco, muy lejos, de todos modos, del investment grade.

Dicen que Prat-Gay está incómodo, molesto, por lo que sucedió con el impuesto a las ganancias. Lo cierto es que varios funcionarios de la Casa de Gobierno venían reclamándole ese proyecto desde septiembre. Ni había proyecto ni había negociación. ¿Para qué se lo envió al Congreso en sesiones extraordinarias (los temas que se tratan en ellas son elegidos exclusivamente por el Poder Ejecutivo), sin los votos necesarios para poder aprobarlo y con la decisión de no negociar con la oposición? Cuando el Gobierno se acercaba al suicidio, Sergio Massa, apresurado como siempre, prefirió cometer un homicidio.

El peor error del Gobierno fue, con todo, el envío de ese proyecto sin una negociación previa con la CGT. Era un paso necesario porque se trata de impuestos que pagan miles de trabajadores. La CGT es, además, la única corporación que tiene cierta influencia disciplinante en el peronismo, como se ha visto en estos días. Nada obligaba al Gobierno a enviar este año al Congreso un proyecto sobre Ganancias. Podría haber usado el verano para negociarlo con los sindicatos y mandarlo en marzo al Parlamento.

No obstante, se interpuso el concepto de que el Presidente había prometido en la campaña electoral resolver ese problema en este año. Un punto de vista ingenuo, sobre todo si el precio era una derrota política. Es cierto que era también una promesa a los sindicatos para que no hicieran un paro general antes de fin de año. Pero lo sindicatos hubieran esperado si la contraoferta consistía en una negociación que terminaría en marzo con un proyecto consensuado en el Congreso. Las decisiones de ese proyecto hubieran sido, de cualquier forma, retroactivas a enero. Es difícil entender, entonces, que el Gobierno haya hecho aprobar el presupuesto, que prevé los ingresos y los gastos del Estado, antes de saber cómo será uno de los principales impuestos. Antes de saber, en fin, cómo serían los ingresos.

La mala praxis política del oficialismo fue aprovechada por un peronismo sin liderazgo, sin otro proyecto que el triunfo de un día, afectado por un evidente desorden intelectual. Los mismos legisladores que eliminaron la retenciones a la minería se las volvieron a aplicar. Los mismos diputados que aprobaron el blanqueo sin más impuesto que los especificados en la ley de blanqueo aprobaron nuevos impuestos a la renta financiera y a los inmuebles que no se utilizan. Justo pocos días antes de que venza, el 31 de diciembre, el plazo para blanquear bienes inmuebles en el exterior. ¿Fue una treta para arruinarle el blanqueo al Gobierno o fue mera irresponsabilidad? El blanqueo podría ser extraordinario (de unos 100.000 millones de dólares, cifra nunca prevista por nadie), pero no por los méritos de la dirigencia política local, sino por la presión internacional contra el dinero negro o los bienes no declarados. A todo esto, ningún diputado opositor explicó nunca por qué los dueños de casinos y bingos fueron los únicos empresarios beneficiados con su proyecto de Ganancias.

Ese proyecto opositor, producto del acuerdo entre Massa y el kirchnerismo, es tan chapucero que Kicillof, uno de sus principales autores, debió hacerle enmiendas posteriores que significarían más erogaciones para el Estado. La conducción del oficialismo macrista en el Senado le aceptó esas enmiendas cuando lo que merecía el proyecto era que no se hablara más de él. Se confirmó la hipótesis de que, a veces, los peores enemigos del macrismo están dentro del macrismo. Un legislador oficialista suele bromear de esta manera: «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!»

Las cosas han vuelto a lo que debió ser el principio. Ahora todo depende de si el Gobierno logra -o no- un acuerdo con la CGT. Un principio de acuerdo podría postergar la discusión parlamentaria del tema, si el Presidente decidiera ampliar las sesiones extraordinarias hasta mediados de enero. Podría suceder, también, que el acuerdo esté terminado el miércoles y el Senado lo apruebe. Debería volver a la Cámara de Diputados para su aprobación en la semana siguiente. O podría no haber acuerdo. Todo regresaría al principio de la crisis, cuando la única solución que quedaba era el veto total o parcial por parte del Presidente.

El temor de los mercados internacionales es que la definición del peronismo quede a cargo de Massa o Kicillof. La crisis inminente la salvó en gran parte Pichetto, que en el Senado debe arbitrar entre el interés de los sindicatos, el de los gobernadores y el del gobierno nacional. Urtubey y Schiaretti encabezaron la reacción de los gobernadores moderados, que no quieren ser llevados a una crisis inservible por Massa y Kicillof. Un país más federal hizo sus primeros borradores. Urtubey aprovechó, al mismo tiempo, para arrebatarle la «avenida del medio» a Massa, su eterno contrincante en la interna peronista. Los senadores Rodolfo Urtubey y Perotti rodearon a Pichetto, jaqueado por los senadores de La Cámpora, que sólo admiten a un macrismo destruido y derrotado. Ellos (Pichetto, los Urtubey, Schiaretti y Perotti) son la cara amable del peronismo. La cara responsable, deducen referentes económicos internacionales, desconfiados y perplejos.

Fuente: La Nación