En el aniversario de la fundación de Salta, conviene detenerse en las lógicas de una conquista atravesada por la codicia y brutalidad. Hernando de Lerma, el fundador de nuestra ciudad en 1582, lo confirma aunque la historiografía intenta disculparlo. (Daniel Avalos)
Hasta no hace mucho en las escuelas nos presentaban al personaje como un hombre de letras: un licenciado cuyo comportamiento confirma que la violencia y la brutalidad no necesariamente son iletradas porque también se configuran como perversiones que atraviesan a los letrados. Si algunos historiadores tradicionales estuvieron dispuestos a aceptarlo, ello obedeció no a que se opusieran a cualquier signo de brutalidad, sino a la brutalidad ejercida contra miembros de la propia iglesia. Y es que la personalidad tiránica del sevillano no sólo ejecutó con saña la conquista, sino que también se ensañó con autoridades eclesiásticas que reclamaban para sí la primacía de los sitiales del poder. Algunos historiadores, entonces, prefirieron tachar a Hernando de Lerma como el tirano que fue; por ejemplo el historiador Cayetano Bruno que, por supuesto, era un cura católico.
Otros historiadores, en cambio, prefirieron disculparlo. Adujeron que no era un perverso sino un producto comprensible de los vicios de su tiempo. La extraña explicación nos invita a preguntarnos sobre la naturaleza de esos vicios y el ejercicio nos permite aventurar que eso que historiadores como Ramón Cárcamo llamaba “vicios de su tiempo”, eran en realidad elementos claves en las lógicas del poder conquistador. Para explicarlo conviene integrar la fundación de Salta a la serie de fundaciones realizadas en la segunda mitad del siglo XVI y cómo las mismas estuvieron inscriptas en el proceso colonizador de conjunto. Descubrimos entonces que en tal periodo el actual noroeste argentino estaba libre de ocupación blanca y que ese vacío era percibido desde el Perú hispano como un límite insalvable para consolidar al Potosí cual polo de desarrollo de la producción de minerales. Una actual región del NOA que de ocuparse, además, posibilitaría la comunicación de América de Sur con Europa a través del Atlántico.
Entonces las exploraciones partieron. Lo hicieron desde Asunción, Chile y el Perú y tras varios intentos frustrados por las resistencias nativas se consolidaron, entre 1552 y 1593, un grupo de ciudades coloniales que hoy perduran siendo la nuestra una de ellas. Los conquistadores que arribaron compartieron el afán por la riqueza fácil y el deseo medieval del feudo propio. Las posibilidades de satisfacer esos deseos contaba con algunas ventajas importantes: la experiencia militar de los conquistadores y la imposibilidad del Estado español para garantizar presencia efectiva en el territorio potenciando así las autonomías de hecho.
Pero esos conquistadores también compartieron un problema insalvable: la región no albergaba metales. Entonces la “civilización” resolvió la contradicción entre deseos y carencias de la peor manera: a falta de oro concentraron fuerza de trabajo indígena. Apelaron entonces a la “encomienda”, esa institución hispana por medio de la cual la elite española se repartió indígenas a los obligaba a prestarle servicios a cambio de evangelizarlos pagando para ello los servicios de un sacerdote. Pero allí surgió el otro problema insalvable: los indígenas eran muchos pero no los suficientes para saciar la infinita voracidad de los conquistadores. De allí que entre los “civilizados hombres de la conquista” se empeñaran en disputarse el botín con una ferocidad sorprendente.
Hernando de Lerma forma parte de esa lógica de codicia y brutalidad. Primero echa mano de causas judiciales y pleitos a fin de arrebatar “piezas” previamente “repartidas”. La estrategia era común que la usara el gobernador que arribaba contra el gobernador al que venía a reemplazar. Es fácil explicar tal conducta: eran los gobernadores y sus seguidores quienes más se auto beneficiaban en el reparto de indígenas cuando tomaban posesión del mando. Ello ocurría porque el conquistador era también un deudor en tanto la corona le entregaba licencias para conquistar en nombre del reino, pero a cambio de que el conquistador costeara de su bolsillo la empresa.
Los documentos que certificaban ese vínculo se llamaban “capitulaciones” y en esos contratos escritos quedaba registrado que el mercenario se comprometía a correr con los gastos de la “empresa”, mientras el rey lo autorizaba a recuperar su inversión con los frutos de la conquista. De allí que los conflictos entre el fundador de Salta, Hernando de Lerma, y el gobernador de la gobernación del Tucumán al que venía a reemplazar, Gonzalo de Abreu, lejos de representar un vicio de los tiempos representara una lógica macabra. Gonzalo de Abreu padeció causas judiciales, torturas, muerte y finalmente el arrebato de sus “indios encomendados” a manos de Hernando de Lerma. Un Gonzalo de Abreu que anteriormente había sometido a su antecesor Cabrera a tratos similares y por eso mismo Hernando de Lerma correrá igual suerte y terminará sus días en una cárcel española.
De lo que se habla menos en aquellos libros y en los actos oficiales que recuerdan las fundaciones, es de esos indígenas cuyo sudor y sangre permitieron amortizar las deudas del “civilizado conquistador”. Los muy correctos historiadores hispanistas, dijimos, sólo han hablado de esos indígenas para resaltar su ferocidad en la resistencia. Nada raro: los señores civilizados son así. Rápidos en condenar la violencia de los que se rebelan contra la dominación e ingeniosos para justificar la violencia de los poderosos que someten a los débiles.
Lo hacen en nombre del Orden o de Dios y un ejemplo claro de esto último lo representa el historiador tucumano Lizondo Borda quien, pretensiosamente, intentó leer la historia desde la mirilla de los pueblo originarios que se rebelaban contra la conquista. Llegó así a una conclusión estrafalaria: “estaba en Dios que ellos (los indígenas) debían ser vencidos y sacrificados hasta desaparecer con los demás indígenas, para que en otras regiones la otra raza levantase más pura una nueva civilización”. El extraño razonamiento ejemplifica una vez más una recurrencia de la Historia: cuando los hombres interpretan a dios, casi siempre lo hacen para justificar a los poderosos y los actos más atroces que estos cometen.