Una visita al Hotel Gondolín de Buenos Aires, un emblema del movimiento trans donde las salteñas son mayoría. Historias de chicas que fueron expulsadas de nuestra provincia por la hipocresía, las burlas, los prejuicios y la falta de oportunidades. (Federico Anzardi)

El Hotel Gondolín está en Aráoz al 900, en Villa Crespo, un barrio porteño pegado a Palermo que comienza cuando el paisaje moderno y cosmopolita se funde con una zona de edificios bajos, calles tranquilas y vida familiar. Allí sobresale la fachada de azul furioso que en tres pisos contiene 23 habitaciones ocupadas por chicas trans. La mayoría, de Salta.

La puerta de la entrada, blanca y sin timbre, conduce al pequeño patio interno a través de un pasillo angosto y oscuro. Lo primero que aparece es la habitación de Marisa, “La Abuela”, la más veterana del hotel. Al lado duerme Zoe, una salteña que vive en el Gondolín hace 17 años y convive con Messi, un silencioso yorkshire. Las dos, junto a Solange, una exvecina de Santa Ana I, son las referentes de este lugar emblemático para el movimiento LGBT. Un grupo autogestionado que vive en comunidad y trabaja para que sus habitantes consigan libertad, respeto y progreso. Algo que todas anhelan al dejar sus hogares.

“El Gondolín es un lugar en donde recibimos chicas trans que vienen directamente del norte, que se vienen porque son perseguidas por la Policía o no son aceptadas por su familia. Funciona como un albergue, un lugar de contención”, explica Zoe. Describe al hotel como un espacio “para darle oportunidad a otras chicas, a nuevas compañeras”. Cuenta que todas “llegan sin nada”: “Las recibimos más allá de que no haiga lugar. No les podemos decir andate. Se vienen a dedo, porque una amiga les prestó para el pasaje o porque lo consiguieron ellas. Se van pasando (la información) boca a boca”.

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Autogestión e historia

Desde 2013, el Gondolín está gestionado por el grupo actual. “No cobramos alquiler, dividimos los gastos entre todas las compañeras. Si se rompe algo se divide entre todas”, dice Zoe, que cuando tenía catorce años intentó dejar la ciudad de Salta a dedo, pero fracasó. Se pudo instalar en Buenos Aires en 1994. Hoy, a los cuarenta años, recuerda cuando las trans ocuparon el edificio a fines de los noventa. “Este lugar tuvo muchas gestiones, mucha gente que lo manejó con otras reglas distintas a las de ahora. Hoy mejoró bastante. Antes las chicas sufrían mucho miedo, eran perseguidas en este lugar. Ahora se pueden abrir mas, tienen mas confianza”, explica, y señala a Saida, otra salteña, experta en baile árabe, que se alejó de nuestra provincia en 2014 y desde entonces volvió varias veces al hotel: “Ella ya se armó, pero está acá porque le gusta. Se fue y volvió”.

“Me vine obviamente mintiendo, diciendo que una amiga me había conseguido un trabajo decente”, dice Saida, de 28 años, entre risas. “Llegué acá por medio de otras chicas. Un día vi en el Face que ellas habían cambiado, se habían operado, y yo no. Y yo quería ser como ellas”, cuenta.

En su adolescencia, Saida bailaba árabe a escondidas en distintos eventos. Se hizo conocida en el ambiente y hasta le ofrecieron trabajar en una escuela de danza. “Mi papá ya se daba cuenta porque yo tenía discos, elementos de baile. Hasta que una vez mi papá fue a un quince de una prima. Yo ya era una persona grande y querían que bailara en la fiesta. Y dije basta. Hice el show con mi papá ahí. Cuando terminé, me abrazó y me dijo ‘por primera vez vi lo que sabés hacer’”.

En diciembre pasado, Saida volvió cambiada a Salta, por fin había conseguido operarse. “Tenía miedo de llegar a mi casa. Todos ya sabían, desde que era muy chica, pero yo tenía miedo de enfrentarlos con esto (señala su cuerpo, delgado y exuberante al mismo tiempo), que me vean así. Se sorprendieron mucho, mis hermanas no me dejaban de mirar. Mi hermano me abrazó tan fuerte y lloró”.

Hoy, el Gondolín es una cooperativa en formación que está habitado por 55 chicas. No reciben ayudas de otras organizaciones o partidos políticos (“sólo aceptamos preservativos”) y tiene un promedio de dos nuevas habitantes por mes, una cifra que aumenta en verano. Todas ejercen la prostitución en los bosques de Palermo, un lugar que ellas directamente mencionan como “la zona”. Uno de los objetivos de la gestión actual es pelear por adueñarse del edificio, ocupado pacíficamente desde hace 17 años.

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Recuerdos del arcaísmo

Florencia tiene 25 años. Es de Embarcación. Llegó en 2013. Antes pasó dos años en Salta Capital. “De ahí me vine a Buenos Aires por una amiga que vivía acá pero se volvió. Me vine por trabajo, porque se vive un poco mejor que allá. Aparte, acá la gente es más abierta y allá sigue todo más cerrado”, cuenta y se acomoda los enormes rulos que en la adolescencia tapaban toda su espalda.

“A mí me daba miedo venir a Buenos Aires, porque es grande, estás lejos de tu familia. Es fuerte. Subí al colectivo y no dormí en toda la noche. Temblaba. Hasta que llegué acá y conocí el lugar. Había chicas de Embarcación y empecé a entrar. Hoy estar acá es muy lindo”, cuenta Florencia. A Salta sólo vuelve para pasar las fiestas de fin de año. También quiere participar en el corso de Orán.  “La verdad que acá te acostumbrás con las chicas. Todas tienen sus mambos, sus arranques. El hotel brinda contención y a partir de eso te vinculás con chicas de Salta, Jujuy y Tucumán y te hacés conocidas. Este lugar es otro mundo, otra historia. El día que me vaya lo voy a extrañar mucho”, dice.

Zoe opina que en el norte las chicas se alejan de su familia y de su lugar de origen por culpa de la Policía. El Hotel Gondolín no está ajeno a los abusos que sufre todo el colectivo LGBT en la provincia. Este año se manifestaron en la puerta de la Casa de Salta, a metros del obelisco porteño, para apoyar la lucha de las trans de nuestra ciudad, que luchan para que se respeten sus derechos y para que la Policía detenga los maltratos.

Solange opina que el maltrato policial no es el único motivo por el que muchas chicas deciden abandonar la provincia. “Es por la cultura religiosa y social que tiene Salta. Es muy diferente el trato para con una chica trans en el norte y acá. Cuando (las chicas) conocen esto se quieren quedar para siempre porque se sienten libres, están tranquilas”, dice, y recibe el apoyo de Anahí, una jujeña de 24 años que llegó al Gondolín “como chongo”, sin cambios físicos. “Acá te das cuenta de que tenés las mismas historias”, agrega.

Anahí cuenta que “allá”, en Jujuy, no trabajaba. “Hace dos años y medio vine con una amiga. Siempre andaba de gay, de chongo. Salía así hasta que una amiga me dijo basta y empecé a salir a la calle. Salía con la frente en alto, no me importaba lo que pensara la gente. Estoy re bien así”, dice y cuenta que el hotel para ella es una familia.

El Gondolín le da a todas sus habitantes la posibilidad de reconocerse en otra chica. Notar que la soledad y el aislamiento que sentían no existen en este edificio azul. Pero Salta es distinta. “Allá te encontrás en un boliche o en una zona y nada más. Al llegar acá, cada historia de cada chica te deja pensando. Decís ‘¿Y por qué no le pregunté a mi amiga qué le estaba pasando? ¿Por qué tuve que venir acá para saber lo que le estaba pasando?’. Es muy loco, pero acá te das cuenta de muchísimas cosas. De la niñez, los padres, los vecinos. Acá ves cómo les fue y lo que buscan”, dice Florencia.

Para Solange, “es el tema del pueblo, chico infierno grande”. “Acá no se siente eso”, dice. Florencia cree que en Salta las chicas trans son señaladas y burladas porque “la gente de allá es así, te apunta sin conocerte, sin saber lo que una pasa”. “La gente no tolera ver algo diferente. Está bien que exista un hombre y una mujer, pero si somos un tercer sexo, por algo estamos acá. Eso es lo que a la gente le molesta. Tiene para nosotras rabia, odio, burla o que nos estén señalando. No está bueno”, opina. Para Ahahí, “cada uno tiene su propio derecho de hacer lo que quiera”.

“Lo que nosotras elegimos, en un pueblo chico se ve muy fuerte”, dice Solange. “Acá no, acá al haber tanta cantidad de gente, a ninguno le interesa la vida del otro. Cada uno está en la suya”, agrega.

Flor cree que “la gente de acá tiene la mente muy abierta. Allá es más cerrada y cuando no le gustó algo se notó todo. Porque adonde vas, ya sea una plaza, boliche, evento o la calle, siempre va a haber uno. Entonces, venir acá y ver que la gente y el trato es otro, a nosotras nos sorprende y nos sentimos mucho más liberadas para hacer nuestra vida como queremos. Todavía le falta a Salta para que empiecen a haber cosas distintas para nosotros. Allá todavía es tabú”.

Solange cree que todo parte en base a la religión. “La religión es la que hace diferencia y lo que está fuera de lo normal. Eso hace que la gente que cree más en la religión cumpla al extremo con ciertas cosas”. Ella vino a Buenos Aires en 2002, cuando tenía 17 años. Llegó “con la ilusión” de cambiar su cuerpo y lucir “más femenina”. “Pero el destino quiso otra cosa para mí. Me puse en pareja y desde entonces estoy con la misma persona. Logré mi objetivo, que es ponerme un poco de lolas pero dejé esos ideales”, dice.

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Caer al Gondolín

“Físicamente siempre fui femenina. Nunca fui muy maricona, siempre fui más tranquila. No me sacaban fácilmente la ficha de que era puto. Tenía otro trato por comenzar de tan pendeja y no había bullying”, continúa Solange. “En mi casa me aceptaron desde un primer momento. Mi papá fue el primero que me vio y me abrazó. A mi mamá medio que no le gustaba. Yo hice un poco lo que quise, me pintó la rebeldía. Empecé a vestirme de mujer en el último año de la primaria. Tuve problemas legales con los profesores, la directora denunció a mis padres y terminé en un hogar de menores por el hecho de vestirme de mujer. Me dejaron tres meses encerrada en Cerrillos. Empecé a tratar con psicólogos. Decían que era disforia de género, que nunca entendí de qué se trata. Después volví a mi casa y seguí en la mía, me seguí vistiendo de chica. Mi padre tomó más responsabilidad, pero lo mismo. Nunca entendí lo legal. Mis padres tuvieron problemas por prejuicios de otros. No por mis vecinos, que me aceptaban todos. Nunca vieron nada diferente en mí”, dice.

“Vine sabiendo que existía un lugar donde nos podían dar una mano para dar nuestros primeros pasos, para seguir con la ilusión de querer verse más femenina. Y caí al Gondolín. Era diferente esto, eran chicas más grandes, cada una con su habitación, eran chicas de otra época”, cuenta Solange, que se desempeña como empleada doméstica en el hotel y en otras viviendas y reconoce que no sabe qué hubiera sido de ella de no haber abandonado Salta. “Me encantaría volver, es un sueño, pero económicamente no me dan los números. También un poco el miedo a no poder conseguir trabajo” , agrega.

La experiencia de Florencia durante la niñez y la adolescencia fue distinta. Fue aceptada por sus familiares, amigos, vecinos y compañeros. “En la secundaria tuve una excelente aceptación de todos los profesores. Un día me llamó la directora y me dijo ‘yo sé lo que vos sos, me encanta, siempre te he observado. A partir de hoy te voy a dar autorización para que entres al baño de mujeres. Siempre con el respeto que se merece para vos y para con ellas. Sé que si seguís entrando al baño de varones no va a faltar el que te quiera manosear, que se te quiera burlar o hacer algo, y no quiero eso’. Entonces entré. Dije ‘guau’. Una cosa es contarlo, pero otra cosa es vivirlo”, cuenta.

Saida agrega: “Cuando yo empecé la secundaria me pasó casi lo mismo. Me vestía con uniforme de varón pero mis comportamientos eran muy femeninos. Andaba con muchas chicas, me juntaba con varones, tenía la mejor con todos. Y cuando tocaba el timbre del recreo entraba al baño de las chicas sin importar lo que dijeran la preceptora o la directora. Me miraba en el espejo”, dice y recuerda que la directora luego le brindó su apoyo.

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Buenos Aires te enamora

Las situaciones particulares no ocultan la mirada general que las chicas tienen sobre Salta. Y marcan las diferencias con Buenos Aires: “Acá no es notoria la mirada conservadora. Capaz que vas a un hospital y te piden el documento, te dicen (pone voz amable) ‘¿cómo querés que te llame?’. Capaz que vas allá y (cambia a un tono más autoritario) ‘no, que dame el documento, que vos sos así, que bla bla bla’. Te miran de pies a cabeza y se te ríen en la cara. Acá no. Capaz que por dentro nos deben decir de todo, pero no te lo hacen saber. Porque acá hay millones de chicas trans y por todos lados las ves: en la esquina, en el shopping, en un cine. Acá la gente está más acostumbrada y ya es normal”. “Acá te invitan, no tienen problema en buscarte en el auto y llevarte adelante, como amigos nomás”, agrega Saida.

Sigue Flor: “El salteño es muy conservador, para ellos es cuatro paredes y ya está. Si te veo al otro día no me hablés, no me saludes. Así es el salteño. El porteño no. Es más mente abierta. Te va a presentar a su familia, a sus amigos, te va a llevar a comer. El salteño se preocupa por ser más macho que hombre. Cuando yo voy para allá no me atrae nadie. Se me acercan chicos pero no es lo mismo. Es como que decís cortala, loco, estamos viviendo en otro tiempo. La gente que sigue pensando como pueblo nunca va a avanzar. ¿Me voy allá, divina, y me salen con eso? No, no voy a perder el tiempo. ¿Por qué me tengo que esconder?”.

Florencia cambió el DNI, Saida lo tiene en trámite. Solange no. “Porque no quiero figurar con género femenino”, explica. “No me considero mujer. Siempre me acepté como soy: trans, travesti. Haría un cambio en mi documento para figurar como trans”, dice. “Yo me hice el cambio y siento que la sociedad te ve como vos querés que te vea. Creo que un documento te abre muchas puertas, podés hacer trámites, te ayuda muchísimo”, dice Florencia.

“Vos preguntás acá y la mayoría no lo hace porque adoptaron ese pensamiento: no se consideran mujeres”, sigue Solange, que cree que las medidas de los últimos años, como el matrimonio igualitario o la ley de Identidad de Género no lograron cambios en el corto plazo: “En lo social no cambió. No acompañó a lo legal. Te siguen viendo como algo raro. Te pueden tratar como chica pero los mismos médicos hacen comentarios: mirá, ese es puto. Obviamente es un cambio que va a llevar muchísimos años. No va a cambiar de un día para el otro porque exista una ley”.

“Si me decís que vuelva, no sé. Mi vida me gustaría acá en la ciudad. Acá avanzás más en todo: trabajo, plata, desenvolvimiento. Vuelvo porque tengo mi familia, para vacaciones”, dice Florencia, y cuenta que quiere estudiar teatro.

Buenos Aires les da a las chicas trans una libertad que Salta les niega, pero el progreso tiene un límite. La mayoría de las chicas no puede terminar de insertarse en la sociedad y allí es donde más se nota ese cambio que aún no se produce al que hacía referencia Solange. Ella es quien opina que la prostitución no permite mucho más que beneficios económicos: “A menos que mientras trabajes, te dediques a estudiar. Si sabés que vas a tener un título y seguís trabajando, sí. Si te dedicás sólo a trabajar no, sos una esclava. Y así es la gran mayoría. Por eso es que existe el promedio de vida de las trans, entre 30 y 35 años. No viven más porque se exponen por la prostitución: enfermedades, frío, drogas, alcohol, todo lo malo de la noche, que te destruye. Y por ganar más dinero hacen cosas que no tendrían que hacer”.

El próximo desafío es, entonces, dar un paso más. Conseguir la verdadera libertad. En eso están.