Otro hecho traumático enluta a Salta: cuatro jóvenes brigadistas de Defensa Civil perecieron calcinados en Guachipas. El hecho y la forma en que la muerte dio alcance a esos trabajadores, sólo puede inclinarnos a solidarizarnos con el dolor insondable de familiares y compañeros de las víctimas. (Daniel Avalos)

De allí que prefiramos reprimir cualquier tipo de valoración apresurada sobre las responsabilidades por esas muertes. Cualquier error de apreciación o cualquier falta de precisión en el lenguaje que posibilite interpretaciones demasiados amplías sobre lo ocurrido, puede provocar una llaga ardiente para aquellos vinculados afectiva y profesionalmente con los brigadistas. Conviene esperar un tiempo prudencial para que la justicia diga lo que tiene que decir. Esperar que el compañerismo y la amistad del cuerpo del que formaban parte los fallecidos, rompan los límites de lo que el gobierno considera recomendable declarar, para así confirmar o no las denuncias que refieren la precariedad y las condiciones en las que esos hombres y mujeres encararon su letal misión.

De lo que no podemos privarnos, en nombre de la prudencia, es de resaltar una regularidad salteña que esta situación ha vuelto a desnudar. Y es que cada hecho traumático que ocurre en nuestra provincia evidencia que siempre hay intereses de poderosos por detrás. Ilustremos la idea con un ejercicio simple: asiente el dedo índice en algún lugar del mapa de nuestra provincia y muy probablemente descubrirá que la yema del dedo se posó sobre tierras que pertenecen a alguien que nos ha gobernado, alguien que nos gobierna o alguien que esta relacionado con ellos. Ahora volvió a ocurrir. Las llamas que cercaron y aniquilaron a los brigadistas de Defensa Civil, consumían la vegetación de enormes extensiones de tierra que pertenecen al matrimonio gubernamental o amenazaban con hacerlo. Hay quienes aseguran lo primero, y hay quienes lo desmienten señalando lo segundo. No importa. Lo que estas líneas buscan mostrar es que este hecho volvió a confirmar que una geografía bastante impresionante del departamento de Guachipas pertenece a miembros del poder. En este caso a quien fuera ministro de educación de Urtubey (Leopoldo Van Cawleart) y a su esposa (María Inés Diez) que siendo hasta hace un año ministra de justicia del mismo Urtubey, se desempeña ahora como Defensora General de la provincia.

Todo un símbolo provincial. Un fragmento más de una situación que, acaecida en un departamento de provincia, colorea los detalles de la totalidad salteña. Y es que si uno deslizara el dedo índice de Guachipas hacia el norte del mapa, seguro se topa con las tierras que Rodolfo Urtubey padre quiere apropiarse en Anta; si luego el dedo bajara hacia al sur, seguro se encontraría con los viñedos de los hermanos Urtubey o de Juan Carlos Romero; si abruptamente el dedo viajara hacia el chaco salteño, se encontraría con las tierras que explota Alfredo Olmedo; un poquito más allá, ese dedo se encontrara con los territorios que explotan algunos intendentes ricos de municipios miserables, o con los grandes desmontes que protagonizan empresarios vinculados al poder en los últimos veinte años.

El ejercicio es indignante. Fundamentalmente porque nos muestra que una casta nos alambró la provincia. Que al interior de la alambrada pueden haber tierras que producen para exportar o constituyen montes desolados que se extienden más allá de la vista sin que produzcan nada o los atraviesen caminos, pero cuyas alambradas vienen a advertirnos que esas tierras están ubicadas en una provincia llamada Salta pero que los beneficios que allí se producen no pertenecen a los salteños porque, simple y poderosamente, son de salteños particulares que además de poseer mucho también nos gobiernan.

De esa situación fáctica e irrefutable, pueden extraerse algunas enseñanzas prácticas. Una de ellas sería que de una buena vez debamos creerles a esos hombres y mujeres cuando aseguran que aman Salta. Y habría que creerles porque una parte impresionante de esa Salta les pertenece. Aman a Salta como suya porque efectivamente una vasta geografía provincial es de su propiedad. Son patriotas de una patria chica. Al menos eso es lo que decía Leopoldo Marechal hace décadas cuando hablando de los hombres y mujeres políticamente retrógrados, solía decir de ellos que reducían la idea de patria al amor por una mera geografía, al encantamiento por un espacio vacío al que consideraban auténticamente suyo. En ese marco, también habría que creerles su sincero apego al atuendo gauchesco al que son tan adeptos muchos de ellos. Entre otras cosas porque son auténticos gauchos. Pero no los insubordinados gauchos federales del siglo XIX al que el civilizado Domingo Sarmiento odiaba tanto que ayudó a aniquilar con las alambradas y las balas del moderno estado nacional. A no confundirse. Van Cawleart, María Inés Diez, los Urtubey y tantos otros en nada se parece al gaucho federal y montonero porque son de la estirpe gauchesca pincelada por Ricardo Güiraldes en “Don Segundo Sombra”. Ese libro terminado de escribir en 1926 cuando la amenaza gauchesca y federal ya había sido aniquilada y la triunfante “civilización” apeló al folclore para reinventar otro tipo de gaucho: el personaje que -mientras aprendía a amar la tierra y las costumbres del campo- terminaba convertido en un potentado estanciero.

De todo esto, también podríamos arribar a una conclusión de tipo más general: si hasta ahora los que nos gobiernan no han podido hacer de Salta una gran provincia, ello obedece a que estuvieron muy ocupados en montar una gran finca. Situación que además de indignante es también desoladora. Sobre el porqué de lo indignante ya lo explicamos. Tratemos ahora de explicar brevemente lo de la desolación. Y admitamos para ello que en esa tarea no alcanza con mirar a los que alambran la provincia, sino a los salteños de a pie que dejamos que eso ocurra. Salteños que parecemos habernos quedado sin orgullo de donde aferrarnos y carecer del deseo de querer salvarnos de una caída que no sólo permite que nos alambren la provincia, sino también que cada vez podamos disfrutar menos de la ciudad que alguna vez exploramos libremente, gozando de ella y buscando las claves que permitían forjar un tipo de identidad más colectiva.

Habría que hacer algo. Decirles sencilla y poderosamente no a los que condujeron este proceso provincial hasta ahora, podría ser un primer paso. Condición de posibilidad insoslayable para luego poder dar otros pasos y aprovechar los que otros actores deberían obligarse a dar. Nos referimos, por supuesto, a otras fuerzas y personalidades de la política que deberían saber que no alcanza con declamar candidaturas y proyectos, porque lo que importa es que se perciban a sí mismos como capaces de gobernar y tengan la voluntad y las ideas necesarias para ser creíbles como tales por el conjunto de la sociedad.