Por: Elio Daniel Rodríguez

 

Puede observarse año tras año, sobre todo en los meses de julio y agosto, en los espacios verdes, públicos y privados, en general, cómo se quitan las hojas caídas durante el otoño y lo transcurrido del invierno. En procura de mantener “limpios” estos sectores, se les priva, no obstante, de algo que es de fundamental importancia para el mantenimiento de suelos saludables, de una compleja diversidad que depende de la hojarasca caída y hasta de la posibilidad de alimentar nuestro sentido estético con la contemplación y disfrute de las hojas secas embelleciendo el paisaje urbano.


El suelo es una mezcla de roca erosionada, nutrientes minerales, restos orgánicos en descomposición, agua, aire y una verdadera multitud de organismos vivos, la mayoría de ellos descomponedores microscópicos. El proceso que da lugar a su formación se desarrolla lentamente y es el resultado del desgaste de las rocas por la erosión y de la descomposición de la materia orgánica (Tyller Miller, 2002)

También denominada broza, la hojarasca es la suma de los materiales vegetales muertos que, habiendo caído sobre el terreno, forman en él una cubierta orgánica, y que, en virtud de los procesos de descomposición, constituye lo que comúnmente llamamos mantillo, la capa superior del suelo. Antes quizás que cualquier otra cosa, es importante comprender que la descomposición de la hojarasca está regulada por una serie de variables (Meentemeyer, 1978). que incluyen las propiedades físicas de la misma, el clima y las respuestas de los organismos vivos. Es interesante destacar que, mediante estudios desarrollados en la región patagónica, un equipo de investigadores liderados por Amy Austin (CONICET) pudo demostrar que, en sistemas semiáridos, como los que en gran medida se extienden en esa región, el principal factor de degradación de la materia orgánica vegetal es la radiación solar y no la actividad microbiana (Austin y Vivanco, 2006)

Las hojas secas que caen, particularmente en los meses del otoño y el invierno, son por lo general muy pobres en agua, lo que dificulta su consumo por parte de los organismos que habitan el suelo. Cuando las hojas caídas comienzan a impregnarse del agua disponible en el ambiente, se revisten de una fina película de humedad y empiezan a pulular, entre otros organismos, bacterias y algas, para inmediatamente después ser invadidas por los micelios de diversos hongos (Duvigneaud, 1978). Por otra parte, debe tenerse en cuenta que entre un 10 y un 30 % de las sustancias presentes en las hojas recién caídas se disuelven en agua fría y la lixiviación resultante elimina rápidamente sales, azúcares y aminoácidos del mantillo, lo que torna disponibles esos elementos para los microorganismos y las raíces de las plantas (Ricklefs, 1998).

En esta masa humedecida y en vías de descomponerse, se inicia una nueva fase cuyos protagonistas son diversos animales saprófagos –o detritófagos–, es decir, que se alimentan de la materia orgánica en descomposición, ya sea esta animal o vegetal. Aunque demasiado pequeños, pero abundantes y enormemente importantes en este proceso, los ácaros fragmentan y roen el tejido de las hojas entre las nerviaciones. Menos adaptados a la sequedad y, por tanto, con mayor presencia en la hojarasca más embebida de agua, los colémbolos desarrollan tarea semejante a los anteriores. Y, por supuesto, no sería justo dejar de mencionar a otros intervinientes en este esfuerzo, como hormigas, coleópteros, milpiés, babosas, caracoles o los tan conocidos bichos bolita o cochinillas de la humedad (Duvigneaud, op. cit.). Todo este ejército silencioso irá transformando la materia vegetal caída, fragmentándola, desmenuzándola y digiriéndola hasta devolverla al mismo suelo. En este escenario, tan ajeno a nuestros ojos, hay hongos que son consumidos por colémbolos y ácaros micófagos, y estos, a su vez, caen presa de otros organismos, como los miriápodos depredadores. La lucha por la existencia, en todas sus formas, se desarrolla también aquí, en este mundo de pequeñas o pequeñísimas criaturas, a ras del suelo.

Mención especial merecen las lombrices, humildes animales que cumplen una función inestimable. Para comprender el importantísimo significado de su obra hay que considerar que las partículas orgánicas y minerales que constituyen el suelo están dispuestas de manera tal que dejan entre ellas espacios muy pequeños, no observables a simple vista y rellenos de agua o aire. Factores tales como las lluvias y el paso de los animales hacen que este sistema poco cohesionado tienda a adquirir cada vez más cohesión; es decir, a hacerse cada vez más compacto. Sin embargo, gracias a la fauna edáfica –es decir, a los habitantes del suelo–, y principalmente a la labor de las lombrices, estos microespacios se restablecen, lo que da como resultado un suelo más poroso y ligero. (Mas Godayol, 1983).

Se han descripto más de 8000 especies de lombrices de tierra, pero de la gran mayoría se conocen solamente su nombre y su morfología. Las distintas especies tienen estrategias de vida diferentes y se han agrupado según su alimentación y la zona del suelo en la que viven. Así pueden encontrarse especies epigeas, anécicas y endogeas. Las primeras, es decir, las epigeas, viven en o cerca de la superficie del suelo y se alimentan de la materia orgánica en descomposición. Las endogeas están presentes a mayor profundidad y se alimentan de suelo y de la materia orgánica asociada. Construyen galerías horizontales y ramificadas, que van llenando con sus propias deyecciones mientras se van desplazando.

Las especies anécicas viven de forma más o menos permanente en galería verticales que construyen hasta profundidades considerables. Por las noches emergen en la parte superior del suelo para alimentarse de materiales orgánicos en descomposición, que transportan hacia el fondo de sus galerías mientras dejan sus excrementos en la superficie. (Domínguez et. al. 2009)

La producción de hojarasca y su posterior descomposición es un proceso de enorme importancia en el ciclo de nutrientes, ya que constituye el principal modo en que la materia orgánica es transferida desde la parte aérea hasta la superficie del suelo, para su posterior incorporación al mismo, transformándose, de esta manera, en la principal fuente de fertilización natural (López-Hernández, 2013).

La cantidad de bioelementos contenidos en la hojarasca constituye la principal fuente de nutrientes incorporados al suelo en los ecosistemas naturales, una vez que la hojarasca se ha descompuesto (Del Valle-Arango, 2003), y el uso eficiente de esta riqueza por parte de las plantas está directamente relacionado a su capacidad para producir nueva biomasa.

Gracias a la presencia de la hojarasca es que se produce la regeneración del suelo, y gracias también a su contribución es que se evita en importante medida su erosión, se mejoran las propiedades físicas y químicas del suelo, y se mantiene, como se indicó, la fertilidad del mismo. En épocas de lluvias, un suelo con hojarasca abundante tendrá capacidad de absorber y retener agua, contrariamente a lo que sucede si se la quita, ya que ello aumentará la escorrentía, con su resultado de erosión y colmatación más acelerada de cauces. En los bosques, el conjunto que conforman la hojarasca y la madera muerta, cumple importantes funciones ecológicas, y entre ellas también se encuentra la de proporcionar hábitat y refugio a la fauna. Por otra parte, la hojarasca brinda una contribución importante para la germinación de las semillas y evita que una enorme cantidad de estas se pierdan al ser descubiertas y consumidas por animales herbívoros; además, una vez nacidas las plántulas, la hojarasca les provee de un ambiente propicio para su desarrollo. Hay muchos insectos y sus larvas que crecen bajo las hojas caídas, y, por supuesto, también hay aves que se alimentan de ellos.

En lugares donde se la quita sistemáticamente, como en plazas y parques de muchas ciudades, es lamentable cómo el suelo sin esa hojarasca se va deteriorando, compactando y endureciendo, hasta transformarse en una especie de superficie dura y carente de cualquier signo de vida, más allá de las sufridas raíces de los árboles que sobresalen de un suelo que, al compactarse y empobrecerse, literalmente se va hundiendo poco a poco, y año tras año.

Las hojas que el otoño o el invierno han hecho caer, permiten con su aporte que continúe aquel ciclo virtuoso por el cual la planta absorberá nutrientes del suelo, para después el suelo volver a enriquecerse de ellos cuando nueva hojarasca se acumule sobre su superficie.

Por otra parte, la hojarasca ayuda al suelo en las épocas más duras del año, tanto cuando el calor es muy fuerte como cuando el frío es muy intenso. Porque, con su cobertura de hojas en descomposición, el suelo no sufrirá tanto los embates del tiempo meteorológico como si no contara con ella. En principio, con un buen suministro de hojarasca, habrá una conservación de la humedad mucho mayor y el suelo estará protegido tanto de las altas temperaturas del verano como de las muy bajas del invierno, lo que se traducirá en un suelo más vivo. No debe olvidarse que la capa de hojarasca produce una suerte de abrigo orgánico sobre la superficie de los suelos, lo que genera un microclima edáfico peculiar y condiciones adecuadas para un espectro más amplio de organismos (Castellanos-Barliza y León Peláez, 2011).

Pero a todo esto hay que agregar todavía un elemento más. Es el que tiene que ver con el goce estético y espiritual de contemplar las hojas caídas cubriendo el suelo de plazas, parques y otros espacios públicos en los meses invernales. ¿Recuerdan cuánto nos gustaba de niños caminar sintiendo el crepitar de la hojarasca bajo nuestros pies? ¡A los niños de hoy también les gusta aquello! Y por supuesto, no es lo mismo sentarse a tomar mates en la tierra desnuda que en el suelo cubierto de hojas secas.
Por todo ello, dejemos en paz a las hojas que el tiempo y la naturaleza hicieron caer. 

Fuentes:


– Austin, Amy T. y Vivanco, Lucía. 2006 (agosto). Plant litter decomposition in a semi-arid ecosystem controlled by photodegradation. Nature vol. 442, pp: 555–558.
– Castellanos Barliza, Jeiner y León Peláez, Juan Diego. 2011. Descomposición de hojarasca y liberación de nutrientes en plantaciones de Acacia mangium (Mimosaceae) establecidas en suelos degradados de Colombia. Revista de Biología Tropical. Vol. 59. N.º 1. San José, Costa Rica.
https://www.scielo.sa.cr/pdf/rbt/v59n1/a09v59n1.pdf
– Del Valle-Arango, Jorge Ignacio. 2003 (agosto). Cantidad, calidad y nutrientes reciclados por la hojarasca fina en bosques pantanosos del pacífico sur colombiano. Interciencia. Vol. 28, N.º 8. Caracas.
http://ve.scielo.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0378-18442003000800003
– Domínguez, J: Aira, M y Gómez-Brandon, M. 2009 (mayo). El papel de las lombrices de tierra en la descomposición de la materia orgánica y el ciclo de nutrientes. Ecosistemas 18 (2): 20-31. Asociación Española de Ecología Terrestre.
file:///D:/Users/Daniel/Downloads/61-119-1-SM.pdf
– Duvigneaud, Paul. 1978. La síntesis ecológica. Editorial Alhambra. Madrid.
– López-Hernández, Juan Manuel; González-Rodríguez, Humberto; Ramírez-Lozano, Roque Gonzalo; Cantú-Silva, Israel; Gómez-Meza, Marco Vinicio, Pando-Moreno, Marisela y Estrada-Castillón, Andrés Eduardo. 2013 (febrero). Producción de hojarasca y retorno potencial de nutrientes en tres sitios del estado de Nuevo León, México. Polibotánica, N.º 35. México.
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1405-27682013000100003#:~:text=La%20producci%C3%B3n%20de%20hojarasca%20y,Isaac%20y%20Nair%2C%202006).
– Mas Godayol, José (director) 1983. Los animales. Gran enciclopedia ilustrada. Vol. 8. Animales invertebrados. Editorial Delta. Barcelona.
– Meentemeyer, Vernon. 1978. Macroclimate and lignin control of litter decomposition rates. Ecology, 59:465-472.
– Miller, G. Tyler (Jr). 2002. Ciencia ambiental. Preservemos la Tierra. 5ta edición. Editorial Thomson. México.
– Ricklefs, Robert E. 1998. Invitación a la ecología. La economía de la naturaleza. 4ta edición. Editorial Médica Panamericana. Buenos Aires.