En el año del Bicentenario, buceamos en la historia para pincelar la naturaleza del plan con que Mariano Moreno quiso consolidar la independencia en 1810 para compararlo con el que anida en un macrismo que sufrió su primera derrota política. (Daniel Avalos)
Una efemérides permite el ejercicio: a fines de agosto de 1810, Mariano Moreno, el más intransigente revolucionario del proceso surgido en mayo de 1810, entregó a la Junta de gobierno un documento secreto al que tituló Plan de Operaciones. El mismo buscaba unificar las acciones de los revolucionarios con el objeto de que aquellos sectores que no apoyaban el proceso “entraran en razón”. El entrecomillado es nuestro e interesado. Busca resaltar un aspecto cruento de toda revolución: “obligar” a los contrarrevolucionarios a aceptar lo que está en marcha y que, por supuesto, supone que lisa y llanamente el bando de lo nuevo imponga su voluntad sobre lo viejo que no quiere morir.
Sigamos con la historia que contextualiza aquel documento del fogoso Mariano Moreno. Dijimos ya que fue presentado a fines de agosto de 1810, luego de que ocurriera la primera resistencia armada contra la revolución que se había producido en Córdoba y había sido comandada por alguien que entonces era un héroe popular por el rol destacado que tuvo al derrotar a las invasiones inglesas de 1806: Santiago Liniers. Un héroe que dicho sea de paso, también en agosto de 1810, fue fusilado por un pelotón de revolucionarios comandado por Juan José Castelli, quien tras la descarga letal de seis fusiles presenció cómo el tiro de gracia fue ejecutado por Domingo French, el hombre al que la revista Billiken mostraba como un cándido repartidor de escarapelas en la lluviosa jornada del 25 de mayo de 1810.
La orden había partido del mismo Mariano Moreno, el abogado más prestigioso de Buenos Aires por entonces y quien era visto por sus camaradas como el mejor capacitado para orientar un poco a la desorientada Junta en esos primeros meses de la revolución. Por esa razón y a pedido de hombres como Manuel Belgrano, Moreno se entregó a la elaboración de ese documento cuya naturaleza es diametralmente opuesta a la del actual gobierno nacional.
Atajémonos rápido de la crítica de los macristas que no son pocos aun cuando también anden transitando cierto descontento económico. Uno puede adivinar esas críticas que en algunos siempre toman la forma de la descalificación: “Pseudoperiodistas de pluma fácil que no entienden nada sobre épocas y coyunturas distintas”. No tienen razón. Por eso mismo no vamos a comparar a Mariano Moreno con Mauricio Macri y por eso mismo, afortunadamente, este último no terminará sus días envenenado en altamar como sí termino el primero que se había ganado enemigos muy poderosos que bien podrían parecerse hoy al mismo Macri y sus amigos.
Pero volvamos a la historia y al propio Mariano Moreno, quien tenía un problema grande cuando diseñó su Plan: librar una guerra de independencia. Además tenía también la ambición de forjar un Estado que reemplazara al español; ambas cosas imprescindibles “para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia”, tal como indica el título del documento histórico. Impulsado por tan desmesurada ambición, consideró entonces que había que ejecutar algunos movimientos claves para garantizar el objetivo estratégico. Uno de ellos se volvió bandera de distintos sectores de la nación que en distintas coyunturas y circunstancias reivindican lo que Moreno le sugería a la Junta hace 216 años: que para lograr la autonomía y la independencia no quedaba otra que convertir al Estado en motor del desarrollo y que ello se lograba subordinando la economía al Estado, lo cual no es más que subordinar a los agentes económicos a los agentes de la política. Por supuesto que representando lo que representaba -el ala intransigente de la revolución- y protagonizando la tumultuosa etapa que vivió, Moreno se atrevió incluso a hablar de confiscaciones porque “Las fortunas agigantadas en pocos individuos, a proporción de lo grande de un Estado, no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruinas a la sociedad civil”.
Ahora saltemos al presente y detengámonos en Macri quien, sabemos, no libra ninguna guerra de independencia ni precisa consolidar ningún Estado. Sí se empeña en restaurar un orden estatal que la dictadura del 76 impuso a sangre y fuego aunque fue el menemismo el que logró perfeccionarlo en los 90: uno que subordine la política a las grandes agentes de la economía. Macri, en definitiva, es la continuidad de un proyecto que -igual de viejo que el de Moreno- siempre estuvo en pugna, lo que explica que la famosa grieta que muchos endilgan a los “K” tenga en realidad un par de siglos. Habrá que admitir, no obstante, que Macri materializó una asombrosa novedad en esa disputa: haber ganado las elecciones sugiriendo que su proyecto era justamente ese. Sinceridad proselitista que no inhabilita a aseverar otra cosa que ahora se ve con claridad: tal sinceridad no le está garantizando la tolerancia de la población que empieza a sentir lo que Moreno descubrió hace 216 años: cuando a las “fortunas agigantadas” les va muy bien, a la sociedad civil le suele ir muy mal.
Todo eso devino en una revuelta contra los tarifazos que finalmente la Corte Suprema de Justicia debió avalar exigiéndole al macrismo que respete los formalismos que existen para tal fin. Dejemos de lado la naturaleza de ese fallo. Contentémonos con señalar que el mismo desnuda algunos aspectos que pincelan el problema político que vive el macrismo por estos días. Uno de ellos es el siguiente: por primera vez en ocho meses una medida del gobierno desata una revuelta ciudadana, una que como todas puede ser de breve duración, espontanea en la medida que no responde a un plan previo, pero que impulsada por un estímulo directo y que afectaba al bolsillo terminó vetando en los hechos el incremento tarifario que había contado con el aval de poderosos medios de comunicación que legitimaban la medida en nombre de que era “el tarifazo o el caos”.
Y como eso ahora empieza a tambalear, Macri precisa de un Plan que garantice la felicidad de las fortunas agigantadas de este país. Fortunas que no sólo exigen que un gobierno declame que la grandeza de la nación depende de la posibilidad de que ellos agiganten sus fortunas, sino que también piden a ese gobierno que sea capaz de llevar a la práctica ese estado de situación. Y eso asusta porque supone algo preciso: o el gobierno persuade a las víctimas de un modelo de que el modelo es el deseable, o el gobierno utiliza los medios del Estado para disciplinar a los revoltosos tal como Carlos Menem, por ejemplo, lo hizo durante años en la década del 90.
Lo de la persuasión parece difícil. Entre otras cosas porque en el macrismo la torpeza verbal es la regla y son raros los ejemplos que muestren que una medida que ataque el bolsillo de las personas pueda ser interpretado por las mismas como algo de implicancias positivas. La cosa se complica aun más si el que diseña la política es un ministro como Juan José Aranguren, que es accionista de una de las empresas que se beneficia de esa medida y que se comporta como si fuera parte de una minoría ilustrada que, como todas, desconfía de las mayorías y por ello concluye que hay que moldear la historia según sus propias reglas.
Si Macri y sus CEOs se obligarán a sentir menos desagrado por lo real u optaran por convocar a miembros de otras fuerzas políticas de probada inclinación al ajuste pero también a tener contacto con la materialidad propia de las sociedades, es algo que está por verse. Lo seguro, en cambio, es que el Plan de Macri profundizará algunos aspectos que ya desplegaron y otros que empieza a asomar. Lo primero está relacionado con el montaje de grandes espectáculos en donde muchos periodistas ejecutan un suplicio mediático a figuras del gobierno anterior cada vez que se precise imponer una medida antipopular; y también a continuar con esa peligrosa conducta de judicializar a referentes políticos y sociales con el objeto de que una causa penal resuelva una discrepancia política. Lo uno y lo otro busca construir “figuras violentas” a los que se busca aislar de la sociedad para de esa manera deslegitimar cualquier forma de movilización social.
Lo que empieza a asomar, en cambio, es la represión lisa y llana. Se vio durante la semana cuando en la provincia de Buenos Aires, una protesta de jubilados y piqueteros de izquierda que reclamaba un aumento de emergencia para los primeros fue reprimida por la policía federal. Macri, en definitiva, parece dispuesto a demostrar a los suyos que puede no encantar a las personas pero que no lo invadirán las dudas ni los miedos si hay que reprimir; que es un ser sin vacilaciones porque proviniendo de los sectores de agigantadas fortunas sabe que a estos el consenso y el diálogo les gusta sólo si dan resultado y que en caso contrario, lo que demandan es la mano firme y la pose de patrón dispuesto a celebrar los escarmientos necesarios.