Cuarto Poder inicia un trabajo de archivo sobre crímenes violentos ocurridos en nuestra provincia empezando por uno de los casos más impactantes ocurrido en General Güemes en 1980: una familia involucrada, personas que no aparecían y una Policía con certezas equivocadas. (F.A.)

“Habrían detenido a dos sospechosos”, aseguraban los rumores. Después de 48 horas, la Policía había realizado más de cien procedimientos pero todavía no entregaba información oficial.

Los detenidos se encontraban alojados en un calabozo de Metán. La vivienda donde todo había ocurrido se hallaba bajo custodia. Una vecina aseguraba que esa noche se había acostado temprano. No había escuchado nada raro. Vivía a treinta metros de la casa, que ya era una macabra atracción para la pequeña ciudad. “Muchos curiosos que transitan por el lugar se quedan mirándola por espacio de algunos minutos, y luego siguen su marcha”, decía un artículo publicado en el diario El Tribuno.

Todo había comenzado el miércoles: a la hora del almuerzo, un hombre se acercó hasta la vivienda de un matrimonio que estaba a medio camino de todo, con dos hijos a los que la niñez todavía los miraba de cerca. En una de las habitaciones, habían improvisado una despensa. Cuando llegó, el cliente se sorprendió. No había nadie.

Unas horas antes, a las 6.50, un adolescente, compañero del hijo mayor del matrimonio, también se extrañó. Pasó, como todos los días, por la puerta de la casa para caminar desde allí junto a su amigo. Ambos eran estudiantes de la Escuela Técnica N° 1. Al ver la puerta cerrada, siguió de largo sin detenerse a esperarlo. No quería llegar tarde.

Al mediodía, la puerta seguía cerrada. El cliente vio una ventana abierta y caminó hasta allí. Quizás podría conseguir lo que necesitaba, después de todo. Al asomarse, vio, sobre una cama, un cuerpo cubierto de sangre. Luego, al ingresar a la casa, la Policía encontró tres cadáveres más.

“El asesinato de una familia completa conmocionó ayer a esta ciudad, cuando se conoció que los cuatro habitantes de la vivienda ubicada en la calle Humahuaca s/n del Barrio Cooperativa habían resultado víctimas de un crimen”, informaba el diario El Tribuno del jueves 25 de septiembre, desde su agencia de General Güemes. El artículo presentaba una fotografía de una calle de tierra, donde no se veía más que la soledad de una casa que había amanecido repleta de muertos.

Los asesinatos de Florentino José Corbalán, de 53 años; su esposa, Carlota Viterbo Vittar, de 45; y sus hijos, José Abel, de 16, y Leonardo David, de 11; conmovieron a General Güemes. El caso, ocurrido el 24 de septiembre de 1980, se convirtió en uno de los crímenes más impactantes de la provincia.

El múltiple homicidio se produjo alrededor de las 3 de la madrugada. Las víctimas fueron asesinadas con un cuchillo de carnicero. José, tapado con una sábana sobre una de las camas de la habitación, estaba degollado. Agonizó hasta las 7.30, cuando terminó de desangrarse. Su hermano tenía una puñalada en la frente. Estaba acostado junto a su mamá. Florentino, con un puntazo en el cuello, murió desangrado en el piso. Mostraba signos de haber peleado por su vida y la de su familia. En total, los cuatro cuerpos recibieron 67 puñaladas. El arma fue hallada en medio de los cadáveres.

Los cuerpos fueron trasladados a la morgue del hospital Joaquín Castellanos y el caso quedó en manos del juez Enrique Granata. No se sabía quién o quiénes habían cometido el hecho. Ningún vecino había escuchado ruidos. A las pocas horas de ser detenidos, los dos sospechosos de Metán fueron liberados.

Una búsqueda profunda

El caso no estuvo mucho tiempo sin un sospechoso. El viernes 26 había un indicio. Se hablaba de un amigo de los Corbalán. Alguien que había estado viviendo en la misma casa durante las últimas dos semanas y que trabajaba como peón en un aserradero de la zona. Se llamaba Oscar Vera y tenía aproximadamente 25 años.

Ese hombre, nuevo en el barrio, viejo en la familia, había sido visto afuera de la casa de los Corbalán el martes 23, cerca de las nueve de la noche. Estaba hablando con José. En ese momento, el adolescente tenía en su poder la recaudación obtenida a través de rifas, bailes y otras actividades realizadas junto a sus compañeros de la Técnica. Habían juntado plata para viajar al desfile de carrozas que se iba a realizar en Jujuy ese fin de semana. “Esa noche, de acuerdo a lo que se recogió entre el vecindario, Vera miraba con cierta envidia el dinero que el joven tenía en sus manos”, decía el segundo artículo que El Tribuno le dedicó al caso. El miércoles, en la habitación donde había ocurrido el crimen, estaba la ropa ensangrentada con la que habían visto a Vera durante la noche anterior. Todo cerraba.

Con esos datos, la Policía elaboró una hipótesis: Vera robó el dinero, asesinó a toda la familia y se fugó. En los días siguientes, armó un operativo de rastrillaje por toda la zona límite entre Salta y Jujuy, sobre la Ruta 34. Se decía que el asesino había huido al monte, tomando el sector de vías del FF.CC. Belgrano, donde trabajaba Florentino. La Policía estaba optimista, decía que Vera estaba al caer.

Los rastrillajes abarcaban sectores de Madre Vieja, La Troja, Juramento, Palomitas y todo el sector del límite con la provincia de Jujuy, incluyendo sectores del río Las Pavas y otros parajes donde se lo había visto a Vera, según los testimonios de los habitantes de la zona.

El lunes 28 se decía que Vera había llegado hasta el rancho de unos puesteros del lugar, buscando alimentos. A la noche había regresado en busca de pan. El martes 30, otros relataban que habían visto deambular sin rumbo a una persona joven, de tez morena, que presentaba manchas en el rostro. Pocas horas después, la Policía halló los restos de una cabra que había sido faenada y asada sobre una parrilla improvisada.

Alteraciones

“Se habría establecido que Vera es una persona que sufre de alteraciones mentales y en más de una oportunidad estuvo internado en establecimientos neuropsiquiátricos para ser tratado del mal que sufre desde muy joven. No hace mucho el nombrado, que es hijo de crianza de la familia Corbalán, regresó de la provincia de Santiago del Estero, donde estuvo trabajando en un obraje. Del lugar despareció misteriosamente, y al poco tiempo, alrededor del 8 de septiembre, apareció en la ciudad de General Güemes, alojándose en la casa de Corbalán”, indicaba El Tribuno. En el artículo había dos datos más: se decía que Corbalán apreciaba mucho a Vera y que a los pocos días de recibirlo en su hogar le regaló un cuchillo de carnicero “para que lo tuviera por cualquier contingencia”. Fue la misma arma con la que después los mató.

Antes del homicidio, Vera compró un revólver calibre 22. La Policía lo supo porque el recibo estaba dentro del pantalón hallado en la habitación donde ocurrió el crimen. También se estableció que había actuado solo en la masacre.

Durante la primera semana de octubre se difundió la fotografía del supuesto asesino, que había sido rebautizado como Rolando Oscar Vega. El cambio de nombre remitía a una identidad múltiple que presentaba el sospechoso. “El criminal solía actuar con diferentes nombres y de acuerdo a los datos que posee la policía sufre de alteraciones mentales”, explicaba el informe periodístico. Se decía que se encontraba por la zona de Anta.

Por esos días apareció por primera vez información oficial sobre el caso, que no difería mucho de lo que ya había trascendido. Se aseguraba que el nombre del asesino era Rolando Oscar Vega, que tenía 25 años, medía 1,70, tenía un cuerpo delgado, cutis trigueña y pelo negro corto y lacio. Se decía que actuaba con distintos nombres, como Juan Domingo Argañaraz o Padilla. Se lo catalogaba como hijo de crianza de Florentino Corbalán.

Cuando ya habían pasado dos semanas del hecho, se presumía que Vega estaba en Bolivia. El optimismo de la Policía ya no se mencionaba. Se continuaba con la búsqueda sin alardear inminentes hallazgos. El 8 de octubre se aseguraba que el sospechoso había permanecido durante dos días de la semana anterior en la localidad de Macapillo, departamento Anta, de donde era oriundo. “Tras de ello, y tener conocimiento que la policía lo rastreaba en la zona límite entre las provincias de Salta y Jujuy, abandonó el lugar y se trasladó a una paraje cercano que se conoce como El Porvenir desde donde, abordando un camión que transportaba leña se dirigió al Norte de la provincia, en procura de llegar a la frontera con Bolivia. Según lo que se recogió, el criminal primeramente permaneció oculto en los bosques cercanos a la ciudad de General Güemes, donde habría sido visto por puesteros (…). Durante el día estaba escondido y de noche caminaba por el cerrado monte, en dirección al límite con la vecina provincia de Jujuy”, detallaban los informes periodísticos, que se basaban en informaciones no confirmadas.

Vega y Florentino Corbalán se habían conocido trece años antes, cuando el joven había abandonado Macapillo para instalarse en General Güemes. El hombre lo tomó como hijo adoptivo y lo alojaba temporalmente en su casa, cada vez que Vega regresaba de diferentes trabajos que iba consiguiendo.

Vuelco inesperado

Todos los papeles se quemaron cuando empezó a jugar una hipótesis que nadie tenía en cuenta. A dos semanas del hecho, comenzó a correr una versión que decía que los asesinatos podrían haber sido realizados a raíz de un frustrado romance que Vega pretendía con una hija de los Corbalán. Una hija en la que no se había reparado hasta el momento. No figuraba ni siquiera en las versiones extraoficiales que manejaba el periodismo a partir de las declaraciones de los vecinos. El 8 de octubre se aseguraba que la mujer, recientemente divorciada de otro hombre, había sido enviada por sus padres a San Salvador de Jujuy.

El fin de semana siguiente, la hipótesis del sospechoso rondando por Bolivia seguía con fuerza. Testimonios de la zona de Pocitos aseguraban haber visto allí al presunto criminal, cuya fotografía ya estaba repartida en el lugar. A la descripción ya conocida se agregaba que vestía “muy humildemente”.

Detención y confesión

El domingo 12 de octubre, el comisario Juan Carlos Ávila viajaba en su auto por la Ruta 34, a la altura del río Las Pavas, cerca del límite con la provincia de Jujuy, cuando observó, de casualidad, a un hombre que caminaba por la banquina. Tenía ropas arruinadas, una gorra roja en la cabeza y llevaba una bolsa con dos tiras de pan francés. Era Rolando Vega. No estaba en Bolivia.

Ávila y otros policías cercaron a Vega y lo detuvieron. Ese mismo día fue trasladado a la ciudad de Salta. Se lo alojó en la Guardia de Caballería de la Policía de la provincia. Luego declaró durante tres horas en el Juzgado de Instrucción Primera, que estaba ubicado en Alvarado, entre Buenos Aires y Córdoba.

Ante el juez Granata, Vega confesó ser el autor de los cuatro crímenes y relató que tras asesinar a la familia Corbalán, se cambió de ropas, robó tres relojes y algo de dinero y huyó hacia la terminal de ómnibus. Allí vendió uno de los relojes y compró un pasaje a Salta. Posteriormente viajó hasta Tucumán, donde abordó el tren Estrella del Norte. Llegó a Buenos Aires y deambuló durante diez días en busca de trabajo y alimentos. Relató que mientras la Policía lo buscaba cerca de la frontera con Bolivia, él merodeaba la zona del Mercado de Abasto, en Almagro, esperando encontrar algo de comer. Volvió el fin de semana en el que lo atraparon.

Vega también admitió que mantenía relaciones con la hija de los Corbalán, que se hallaba radicada en Salta y fue obligada a declarar tras la confesión del asesino. Para la Policía, el móvil era doble: venganza y robo de relojes. En esos días, todos hablaban del hecho, pero nadie hacía referencia a los cuatro asesinatos. Directamente lo conocían como uno solo, el crimen de General Güemes. Tampoco importaba el nombre de Vega, Vera o Argañaraz. Hacía tres semanas que ya era el cuádruple asesino de Güemes.