Se cumplen quince años de la revuelta popular que terminó con el gobierno de Fernando De la Rúa. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre entraron en la historia nacional por la feroz represión que Miguel Bonasso retrató en el libro «El palacio y la calle».
A continuación, reproducimos el comienzo del libro «El palacio y la calle», del periodista Miguel Bonasso, donde se relata un instante de lo ocurrido el 20 de diciembre de 2001 en la Ciudad de Buenos Aires, minutos antes de que el presidente Fernando De la Rúa presentara su renuncia:
“Qué pelotudos son esos chabones”, piensa el Toba, observando los tres misteriosos vehículos que vienen del lado de Constitución y acaban de detenerse, en caravana, en el medio de la Nueve de Julio: una camioneta Ranger de doble cabina, color gris metalizado; un Peugeot 504 blanco y un Fiat Palio bordó. “Justo se van a meter en el quilombo”. El quilombo está alrededor del Obelisco, donde tres camionetas de OCA arden en la tarde de verano. Arde la Plaza de la República y un humo negro cubre hasta el quinto piso los edificios de Sarmiento, de Diagonal, de Lavalle. Mientras cientos de jóvenes manifestantes aguantan los gases lacrimógenos, las balas de gomas, las cargas de los motociclistas y la Montada. Ágiles arlequines de torso desnudo y balaclava improvisado con una remera sobre el rostro, estiran las hondas de David, recogen cascotes de la portentosa siembra de piedras que cubre la avenida más ancha del mundo, los arrojan a los hombres de metal y corren hurtando el cuerpo a los gomazos.
En una fracción de segundo entiende que no son chabones, sino algo oscuro y peligroso vinculado a la insidia de estos gases que hacen más daño que aquellos de los setenta. Acaso “porque uno ya no es aquel del setenta”, aunque a los cincuenta conserve el cuerpo ágil y la mente despejada. De los tres vehículos sin identificación policial han bajado nueve hombres de civil. Alguno, de camisa blanca, carga el negro chaleco antibalas de la Policía Federal Argentina.
Los hombres se parapetan, apoyan las Itaka sobre la caja de la camioneta y los capós de los autos. Algunos empuñan la Browning 9 milímetros reglamentaria. Apuntan sus armas en dirección a la plazoleta que separa la Nueve de Julio de Cerrito, donde un puñado de personas –manifestantes, curiosos, camarógrafos- que no pueden llegar a la Plaza de Mayo, observan la batalla campal que se libra en el Obelisco, a ciento cincuenta metros de distancia de donde están, en el arbolado refugio que se extiende entre Sarmiento y Perón.
Uno de los asesinos pone en la mira a ese morocho atlético, que carga una mochila de plástico azul eléctrico y luce un mechón blanco en su pelo renegrido, de indio. El Toba observa al tipo que lo apunta, pega un grito y se tira al suelo antes de que estallen los fogonazos y los estampidos de las “Pajeras del doce” suenen “más seco que cuando son postas de goma”. Por el ruido y por su experiencia, sabe que también están disparando con pistolas.
El time-code de una cámara registra la hora de la masacre: 19:21:40. A tres metros de distancia un hombre mayor, pelado y gordo, que acababa de bajar a la calzada para ver lo que estaba pasando, vuelve sobre sus pasos con automatismo de marioneta, cae de rodillas sobre el césped de la plazoleta y se desploma ensangrentado sobre una de las mujeres que lo acompaña. El Toba, de reojo, lo ve morir. Apenas un vómito de sangre, una bocanada y “se queda tieso”.
El Toba se vuelve y ve caer junto al cordón de la vereda a un joven de unos veinticinco año, que unos minutos antes le ha llamado la atención por su barba renegrida y sus espesas rastas de jamaiquino. El de las rastas había tratado de correr pero fue alcanzado por un balazo “que lo dio vuelta”.
Sin pensarlo dos veces se arroja sobre el muchacho, lo pone de cara al cielo y lo cubre con su propio cuerpo. El chico respira y empieza a convulsionarse. El Toba observa que se la ha enroscado la lengua y está por ahogarse. Le desanuda la lengua y sale “un montón de sangre”. Pero no le encuentra la herida. Él piensa que le han dado en el pecho, pero cuando le pasa una mano por la nuca para alzarle la cabeza el dedo se le hunde en un agujero pegajoso: tiene un balazo en la nuca. Al alzarle la cabeza empieza “a sangrar a lo perro”. El Toba, que hizo un curso de primeros auxilios allá en sus tiempos de militante en la Villa de Retiro, le tapona el agujero con su dedo para que no se desangre. Los asesinos siguen disparando sus armas.
Está solo. La gente que lo rodeaba en la plazoleta ha salido corriendo. Un amigo del pibe de las rastas brinca la pared de granito del estacionamiento de granito del estacionamiento subterráneo, pensando que del otro lado no debe haber más que un metro de altura. Hay seis. Cae como un gato sobre la rampa descendente y sólo sufre el esquince de un tobillo. Una amiga del viejo que vomitaba sangre pide ayuda a los gritos. La esposa no entiende, no acepta lo que está ocurriendo. El Toba también grita pidiendo ayuda. Sigue presionado el agujero de la nuca y liberándolo cada tanto, para que no se vaya en sangre ni se le produzca un coágulo. El muchacho, que podría ser su hijo o él mismo hace veinticinco años, “no se me va a morir”. No se le va a desaparecer como su hermana y su cuñado.
Entonces ocurre algo que el Toba ha visto muchas veces esa tarde: pese a que los asesinos siguen ahí, la gente regresa. Algunos les gritan: “hijos de puta”. Y aunque los que vuelven no traen más que sus insultos, los policías (porque son policías) trepan a la camioneta, se meten en los coches. Ahora hay balizas azules sobre el techo de los móviles. Los tipos salen en estampida, con mala conciencia. Doblan por Sarmiento a contramano: la camioneta Ford adelante, el Peugeot detrás y cerrando la marcha, el Palio bordó, que derrapa en la esquina de Carlos Pellegrini y logra enderezarse a duras penas para seguir a sus compinches por Sarmiento. Hacia la Plaza de Mayo, donde irán a reportarse con sus jefes.