Cada bochinche proselitista tapa más el ignorado esfuerzo de un partido que, para no perder su legalidad, debe superar los 10.000 votos en junio. Hablamos del Movimiento Socialista de los Trabajadores. Una fuerza de las llamadas chicas, dirigida por un excombatiente de Malvinas y con local en el Paseo de los Poetas. (Daniel Avalos)
Esa fuerza, cuyo nombre de lista es Nueva Izquierda Lista 38 A, es acechada hoy letalmente por una ley que, aunque aprobada hace pocos años, ya nadie parece recordar: la denominada Ley de Partidos Políticos. Sancionada por el Congreso Nacional en el 2009, exige a los partidos múltiples requisitos a cambio de existencia legal. Dos de esos requisitos son excluyentes: los cuatro por mil de los afiliados del padrón que el MST posee, y el de llegar al piso del 2% de los votos en las últimas dos elecciones. Hasta las elecciones de agosto de 2011, la ley se había cobrado la vida de 206 partidos chicos (Página/12, 20/01/11). Y aunque desconocemos las víctimas letales después de las elecciones de octubre de aquel año en donde esta fuerza no llegó al porcentaje exigido, sí sabemos que, en nuestra provincia, el MST deberá llegar ahora al mismo para no perder su existencia legal. Situación paradójica. Porque esa fuerza está conformada por militantes, tiene una ubicación física precisa y es dueña de algunos miles de votos, pero necesita, para existir legalmente, de una certificación estatal que condiciona la misma a variables que, inocuas para los poderosos, sofoca a los más débiles.
Y ante ello uno reacciona. Esa reacción, a su vez, nos inclina a pensar si no hay forma de involucrarnos para que ello no ocurra. Y ese involucrarnos, finalmente, nos lleva al peligroso ejercicio de escribir lo que algunos pueden utilizar para encasillarnos en un cuerpo de ideas y de razonamientos políticos en el que no estamos encuadrados. Pero asumamos el riesgo y animémonos a preguntarnos si el voto de los indignados con la política hegemónica de la provincia, no tendría una buena utilidad si aportara a que esa fuerza no desaparezca en nombre del imperio de una ley con sesgos proscriptivos, en tanto pone trabas a muchos para que, finalmente, lleguen menos a octubre. Pulsiones de tipo futbolísticos y razonamientos de orden político lo ameritan. Dejemos lo primero de lado por un momento y detengámonos en lo segundo. Después de todo, votar a una fuerza política con el solo objetivo de que no pierda legalidad, es algo que puede defenderse. No solo porque es una fuerza sin vínculos con las tragedias políticas, económicas y represivas ocurridas en la historia de nuestro país, sino porque también puede venir a resolver un problema que los indignados poseen a la hora de querer ajustar cuentas con las fuerzas y los políticos profesionales que, dicen los cráneos de la mecánica electoral, serán finalmente los beneficiados de los clásicos votos bronca a los que suelen recurrir, justamente, los indignados.
Tratemos de explicar lo que hasta ahora suena complicado. Para ello reparemos en un detalle importante. En un contexto de alta incertidumbre electoral, en donde nadie se anima a profetizar un resultado de cara a octubre, un hecho se impone: cualquier rebelión clásica del sufragio es potencialmente favorable a algunos de los candidatos a los que precisamente no se quiere favorecer. El voto que quiera castigar al gobierno, por ejemplo, terminará favoreciendo al candidato que montó un tipo de Estado del que el actual gobierno reniega pero administra disciplinadamente; o a un Olmedo que reniega de todos pero aspirando a que, en lo central, la ingeniería legal de Salta que le permitió enriquecerse con la soja se mantenga como está; o a un Biella, que, en nombre del republicanismo casto, renuncia a los debates económicos que favorecen a su mentor político – Olmedo – o aliados como el PPS que nunca renegaron de las bondades de gestión que el romerismo propagandizó como hijas de una administración económica racional de aquellos años. Si, por el contrario, uno se decide a castigar al mentor de esta Salta, que es Romero, termina favoreciendo a un Gobernador que nada ha modificado de esa Salta entregada a los intereses de los agentes económicos y que, además, encabeza una gestión somnolienta que parece no hacer nada, excepto permanecer allí, inmovilizada y sin objetivos claros, mientras los problemas cotidianos desbordan a salteños y a los mismos funcionarios incapaces de corregirlos. Si el voto es en blanco, el que se favorece es el que encabece los resultados. Si la opción es no ir a votar, los que se benefician son los aparatos, capaces de movilizar gente que muchas veces a cambio de un favor inmediato y transitorio, compromete dependencia política. Si la apuesta es por los candidatos de la izquierda parlamentaria local, uno termina colaborando con consignas que condenan enérgicamente la no re-re-reelección, pero cuyos embanderados son dirigentes que hace décadas monopolizan la conducción y los cargos electivos de la propia fuerza. En definitiva, todo voto castigo clásico o ausencia de voto termina colaborando con los intereses de aquellos a los que se quiere castigar.
O sea, el diagnóstico preciso que se extrae de lo anterior es el siguiente: el indignado no tiene escapatoria. Justamente allí, puede que el voto democrático que pretenda impedir la desaparición legal al MST, pueda venir a resolver el problema de aquellos que no están enamorados de las fórmulas hegemónicas en escena. El de otorgarle utilidad cierta al sufragio. Una de tipo estratégica: dejar en claro que ninguna idea puede arrogarse la facultad de acallar voces; y una táctica: la de contar siempre con una opción que al menos permita exteriorizar algún tipo de bronca ciudadana. Aun, incluso, cuando algunos veamos en esa fuerza y en la izquierda en su conjunto, una teoría capaz de diagnosticar con precisión algunos de los problemas centrales de la sociedad, pero que rara vez identificamos allí el razonamiento político necesario para acumular el poder que le permita convertirse en alternativa. Razonamientos políticos que siempre son un arte más que una ciencia y que, por ello mismo, requieren de movimientos que la exclusiva difusión de loables ideales no garantizan: avances y retrocesos, cambios de marcha, frenos, aceleramientos, aliados transitorios, otros permanentes, etc., a fin de ir orientando el proceso hacia objetivos estratégicos a partir de las demandas inmediatas de los hombres y mujeres comunes a los que esa fuerza pretende representar. Diferencias importantes que, sin embargo, no obscurecen otras realidades destacables de esos militantes: las de haber atado sus destinos a los sectores populares durante décadas e, incluso, la de contar con un dirigente que puso su cuerpo en los helados campos de batalla de Malvinas: Sergio Ballesteros.
Ese es el otro partido. No sólo en el sentido de colectivo político partidario, sino también como disputa política protagonizada por actores poco poderosos y con objetivos particulares que, en este caso, consisten en mantener un tipo de legalidad que la ley de los partidos poderosos amenaza. Y allí sí, también, a los razonamientos políticos podemos sumarles las pulsiones futbolísticas que aquí se mencionaron sin desarrollarse: las de un país y una provincia asemejados a un gran estadio en donde muchos presenciamos un partido de fútbol en el cual deseamos el triunfo de los débiles cuando se enfrentan a los poderosos. Triunfo que en este caso no supone el acceso a un cargo, sino a la posibilidad de seguir accediendo a las disputas electorales por las que esos partidos, entre otras cosas, fueron fundados.