Dice estar inventando una provincia, aunque en realidad lo que Urtubey hace es resucitar otra que creíamos superada: la Salta de la solemnidad católica representada por el unánime patriciado local, la del doble apellido y la atada a valores arcaicos aunque aggiornada ahora a las lógicas del gran negociado neoliberal. (Daniel Avalos)

Una Salta que empezó a estructurarse durante la colonia, cuando empezó a vender insumos y mercancías a las minas del Alto Perú; cuya edad de oro fue el siglo XVIII, cuando las familias de apellidos que hoy se reiteran en cientos de cargos jerárquicos del Estado consolidaron fortuna y Poder con el nuevo auge de las minas altoperuanas, que requerían más insumos y más mercancías; la que coqueteó brevemente con el entusiasmo independentista del que se apartó rápido, cuando la guerra revolucionaria la privó del comercio con las regiones mineras que pasaron a formar parte del naciente Estado boliviano. Notables que anduvieron a los tropezones durante gran parte del siglo XIX, hasta que el triunfo del roquismo en nuestro país, en 1880, les devolvió un lugar que siempre creyeron propio. Fue un proceso curioso. Fundamentalmente, porque el roquismo representaba el triunfo político de la burguesía portuaria por sobre las aristocracias del interior que, sin embargo, aceptando la derrota, recibieron de los vencedores no pocas retribuciones: protección a la industria azucarera y vitivinícola en un país librecambista, numerosos cargos de importancia en el estado nacional que en ese periodo tuvo como protagonistas a no pocos aristócratas salteños, y el compromiso del gobierno central de no entrometerse en el control y manejo del poder provincial. Entonces sí, se sintieron fuertes para difundir sus propios valores ideológicos y culturales. Una espiritualidad arcaica, que era el resultado de una profunda comunión entre la jerarquía eclesiástica y los factores del poder político, hermanados en eso de ahogar rebeldías humanas, promover la pasividad de los hombres en nombre de la omnipresencia de dios y con el firme compromiso de convertirse en un dique de contención contra los avances de derechos civiles que experimentan las sociedades. He allí, justamente, esa preocupación por difundir una idea de una Salta parecida a la de una comarca idílica, y en donde lo idílico dependía de que se lograra que la aldea no tuviera conexiones con el todo.

Coherentemente, el que impulsa el renovado vigor de esa tradición es un gobernante que proviene directamente de la misma: Urtubey. Sorprendentemente, lo está consiguiendo en un periodo en el cual ese tipo de valores retrocede en todos lados. La vieja pregunta, entonces, se impone: ¿Por qué? La vieja tesis del gatopardismo puede venir a muestro auxilio. Ese concepto que surgió de una novela del italiano Giuseppe Tomasi de Lampedusa, llevada al cine en los 60 y titulada, justamente, El Gatopardo. Novela que narra la historia del príncipe Fabricio Salina, un aristócrata lúcido que percibe que su mundo, el noble, está destinado a desaparecer ante el irreprimible avance de la modernidad y elabora, para evitarlo, un plan que permitiera que los valores de su clase perduren en el nuevo escenario. El plan es simple: adoptar los cambios que sean necesarios para así lograr que aquellos ejes cruciales para la nobleza no corran peligro y se mantengan. Cambiar para que nada cambie. Cuando uno lee las reseñas o los comentarios sobre aquella novela, la analogía entre aquel relato y el actual escenario político salteño parece inevitable. Un ejemplo puede ayudarnos en el ejercicio. Para ello tomemos uno de los slogans de campaña del mismo Urtubey en el ya lejano 2007: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. Eslogan interesante. Que encerraba una certeza: que la Historia avanza hacia un horizonte posible y mejor respecto al anterior. El orden anterior, en ese entonces, era el romerismo. Pero hay incluso algo más. Porque esa certidumbre es la que siempre suele anidar en el llamado progresismo que, así, se convence de que lo mejor está siempre adelante y es siempre inevitable. Urtubey sabía de esa certidumbre e hizo uso de ella. Pero como la novela El Gatopardo lo explicita, solo para mantener todo como estaba. Agreguemos nosotros otra cosa: Urtubey no sólo conserva lo que dijo que venía a cambiar, también busca llevarnos a la provincia un poco más hacia atrás. El primero de los rasgos, el conservador, se hizo evidente hace muchos años, porque la ingeniería legal que el romerismo había montado se resguardó celosamente y, con ella, a los agentes económicos poderosos a los que el gobierno presenta como generadores de la riqueza que se derrama. El segundo de los rasgos, el reaccionario, ese que en términos políticos supone la consciente vocación de tomar como modelo de sociedad a uno que ya se superó, empieza a evidenciarse con fuerza cuando uno analiza el aparato burocrático de ese Estado cada vez más hegemonizado por la solemnidad del apellido. El resultado es clarísimo: un catolicismo tecnocrático, ese que los estudiosos del Opus Dei definen como una aceptación de los cambios en la esfera técnico-económica, a condición de que se mantengan los valores tradicionales. Urtubey, en definitiva, protagoniza una revolución en su acepción mecánica. Esa que se define como giro o vuelta que da una pieza sobre su eje y que nos informa que, una vez concluido el giro, estamos justo en el punto desde el que queríamos empezar a andar.

Advirtamos rápido sobre un peligro: la teoría de El Gatopardo puede ayudar a algunos a tener una lectura de lo que acá está pasando, pero definitivamente legitima al propio Urtubey. Después de todo, el autor de ese novela era un príncipe cuya explícita convicción ideológica era la de negar la evolución social, la de estar convencido de que, más allá de los cambios de gobiernos y hasta las revoluciones, la historia se perpetúa en una sola modalidad que es la de la dominación. Estas líneas no adscriben a esa visión de las cosas, aun cuando aquel libro sea de aquellos que marcaron un hito en la literatura. Adscribe, sí, a la noción de que aquello que posibilita el proyecto de Urtubey es la falta de legitimidad de la política y los partidos políticos. La política y los partidos, por supuesto, cargan con mucha culpa ante todo esto. Para graficarlo, tomemos el caso del propio justicialismo. Esa fuerza que se jactaba de haber enterrado a la Salta patricia y que ahora siente que ese patriciado revivido le ha arrebatado la hegemonía política. No porque ese patriciado amenace con aniquilarlo físicamente, sino porque, despojándole de puestos clave del Estado, empieza a reemplazarlo en eso de darle una clara orientación ideológica y política al conjunto. Semejante arremetida solo es posible por una combinación de factores que ese patriciado aprovecha sin culpas ni complejos, aunque con moderada discreción: el desprestigio de la política misma, esa que produce una apatía ciudadana que se desinteresa de todo lo que ocurre en las altas esferas. Todo eso es el resultado de un largo proceso. Uno que incluye, por ejemplo, a ese mismo justicialismo que durante el romerismo subordinó la política y al político al mercado y al tecnócrata; que sepultó la figura del militante para optar por los expertos a los que exigió el manejo de ciertos saberes para lograr objetivos que prescindían de los valores que el partido declaraba como propios; situación que, por supuesto, explica otra no menos importante: la de una cúpula partidaria que controla un partido vacío, en donde las identidades políticas y las lealtades electorales han dejado de ser duraderas. El resultado se adivina para el justicialismo, pero también para otros partidos: se carece de personalidades políticas fuertes, de esas a las que se atribuyen capacidades y fuerzas fuera de lo común e intransferibles a otras personas para dirigir una empresa determinada hacia objetivos estipulados. Por ejemplo, para canalizar los valores y las pasiones distintas que anidan en una sociedad como la salteña, en la cual, como las últimas elecciones lo evidenciaron, existen intereses, preocupaciones y valores distintos a los de aquellos que han monopolizado el control del Estado.