En octubre del 67, el poeta Juan Gelman impregnó en una poesía que lo que parecía un imposible había ocurrido: el Che había muerto. A cuarenta y tres años de su caída en las selvas de Bolivia, reproducimos un texto que recordando el sentir de Gelman repasa la vigencia de una figura que marco a toda una época. (Daniel Avalos)
Algunos versos del poeta Gelman decían así “Soy de un país donde costó creer que se moría (…) pero si él dice que no hay que / pelear hasta morir hay que / pelear hasta vencer entonces no está muerto. Y seguía Gelman: / otros lloraban demasiado como quien / ha perdido a su padre y yo creo / que él no es nuestro padre y /está mal / llorarlo así / (…) soy de un país complicadísimo (…) de este país de fantasía / se fue Guevara una mañana y / otra mañana volvió y siempre ha de volver a este país aunque no sea / más que / para mirarnos un poco un gran poquito (…) pregunto yo / ¿quién habrá de aguantarle la mirada?/ ¿ustedes momias del partido Comunista argentino? / ¿ustedes izquierdistas que sí que no? / ¿ustedes pequeñitos teóricos del fuego por correo partidario / de la violencia por teléfono o / del movimiento de masas metafísico? / ¿ustedes miembros del club / de grandes culos sentados en “lo real”? (…) pero / lo serio es que en verdad / el Comandante Guevara entró a la muerte / y allí andará según se dice / bello / con piedras bajo el brazo”.
Cuarenta y tres años transcurrieron desde la muerte del “Che”. Tiempo suficiente para preguntarse si los textos sobre el tema no encierran, ya, todo lo conocible sobre la significación de esa figura en la historia de la América Latina profunda. Pero si Oscar Terán acierta al decir que los textos no son sólo escritura sino también recepción, siempre podremos volver sobre personas o procesos que marcaron una época. Y es que un texto puede explicarse desde la época y el posicionamiento del autor, pero la recepción, en cambio, desde las ópticas del lector, que nunca es uno sino muchos, que a la vez pertenecen a tiempos distintos y a posicionamientos que suelen cambiar, a veces, por las lecciones de la vida o la historia y, también, por mero oportunismo. Puede que lo último explique en parte las apropiaciones realizadas por diversas organizaciones de la figura de un hombre, el Che, que en aquellos años fue resistido por muchas fuerzas políticas que hoy se proclaman de izquierda revolucionaria o simplemente progresistas. Entre las primeras se encuentran los partidos comunistas, que en su momento despotricaron y quitaron apoyo al que consideraban un rebelde de la izquierda infantil que pretendía patear el tablero de la hegemonía soviética internacional y que, en el mejor de los casos, era considerado un aventurero peligroso para la “verdadera revolución”. Entre los segundos, los progres de genes socialdemócratas, se encolumnan las personas de pretendidas buenas conciencias, políticamente correctas, dispuestas a reivindicar la entrega y coherencia total del Che revolucionario al que, sin embargo, de seguir vivo y en su lucha, considerarían una amenaza total a la democracia, las instituciones, la república, la propiedad y el decoro.
Pero estos cuarenta y tres años también han sido testigo de guevaristas sinceros. Los de ayer, que abrazaron con fervor las banderas del líder, se emocionan todavía al relatar la sensación de aquellos días, en donde el anuncio de la muerte del Che se asociaba a un rumor malintencionado de los servicios de inteligencia yankees. Incredulidad que encerraba una esperanza finalmente demolida el 10 de octubre del 67, cuando Radio La Habana oficializó el rumor imposible: el Che había muerto. Entre los guevaristas de hoy, en cambio, las posturas inquietantes se caracterizan por la disputa de una figura y un legado. Están los que reducen estos a una conducta discursiva que adhiere al fusil (¿coraje?), y nada dicen de las otras dos consignas del Che: trabajo y estudio. Tal vez por ello, esos guevaristas suelen materializar una rebeldía obtusa acompañada por anémicas pasiones, que algunos tildan propias de bohemios y otros de trasnochados. Y también están los otros, los guevaristas de estirpe religiosa que, por lo general y sin plena conciencia, han convertido el mensaje político y humano del Che en una Fe, a la que se accede por medio de ciertos ritos que exigen el cumplimiento de normas éticas y morales que ellos dicen interpretar. Entre ellos existen casos patéticos, en donde la actitud del supuesto militante revolucionario ante una foto, un discurso o un texto del mítico guerrillero, asume una pose que en nada se diferencia de la actitud y de las poses de una anciana que acompaña la imagen de la Virgen o el Señor del Milagro cada 15 de septiembre en Salta. Pobre Che.
Y, sin embargo, Guevara mismo puede interpretarse como una persona profundamente religiosa: la Fe de que en la lucha entre el capital y el trabajo, entre el explotador y el explotado, o entre el capitalismo y el socialismo, el bando de los pobres estaba destinado a triunfar a fin de que la Historia se realice. Una especie de “Destino”, que exigía la entrega absoluta que asegurase el triunfo seguro y a la vez lo apresurara. Tal vez por ello no resulta curioso que algunos de los hombres que pelearon junto a él en Cuba u otros escenarios lo compararan con un misionero, en este caso al servicio de una religión laica e igualitaria. Pero el Che, a diferencia de muchos de sus seguidores de ayer y hoy, no se sumó a una Fe acabada sino a una que él mismo fue forjando. Sus viajes por Latinoamérica pueden leerse como una búsqueda creadora, desprovista de toda certeza y cargada de preguntas que irán encontrando respuestas con la ayuda de libros, a los que consideraba herramientas, y una observación insaciable de la realidad social, cultural y política. Su práctica misma, las decisiones, acertadas o no, y la experimentación conceptual y empírica, permitieron la elaboración de conceptos y conductas que dieron forma a la época que él mismo inauguró.
El resultado fue nuevo dentro del campo de la revolución, pero no podía dejar de estar atravesado por señas de identidad de una época que lo trascendió y que aún perdura: la convicción de que el control del Estado resultaba imprescindible para la transformación deseada y en donde la política se entendía como un proceso de acumulación de fuerzas que posibilitaría tomar el poder. Todo en un continente en donde la “democracia” fue una palabra hueca durante décadas, casi siempre esgrimida por los poderosos, dispuestos a ahogar en sangre las pretensiones populares de participar en las decisiones colectivas. En esa actitud creadora del Che, radican las características que lo identificaron: una ideología hecha conducta; una persona que no se conformó con incidir en las ideas de los demás, sino también en los sentimientos; y una muerte sólo explicable por la búsqueda de ese destino. En cuarenta y un años… los guevaristas más brillantes y talentosos, los más valientes y consecuentes o los más charlatanes, se han entregado a una certeza que no han creado al precio de renunciar a todo impulso creativo y hereje, propio del Che. Tal vez no sea algo de qué avergonzarse. No todos, después de todo, seremos como el Che. Lo que indigna, sí, es otra cosa: la creencia banalizada o, su contrapartida, fosilizada, que ciertas organizaciones promueven sobre esa figura con la intención de administrarla como la iglesia administra la Fe de los creyentes. El partido o la organización política burócrata, dispuesta a convertir en dogma lo que en su origen fue una idea viva y dinámica. Y todo porque toda creencia fosilizada devenida en dogma precisa de un “clero político” que encuadre la interpretación de los “fieles”, función que otorga un poder que puede ser sobre miles o sobre dos, pero que siempre busca consolidar a la camarilla política estrecha, deseosa de perpetuar sus mezquinos privilegios sofocando, y hasta abortando, los impulsos creadores que dinamizan los procesos.
El Che era un creador. Alguien dijo alguna vez que el mundo, y todo lo que hay en él, es producto de los creadores de todas las épocas y de todos los signos. Uno de ellos fue asesinado un 9 de octubre de 1967. Desde entonces ha entrado en la gloria que buscan los héroes, y que según Jean Paul Sartre, en el prólogo de un libro titulado Retrato del Aventurero, era “ese instante infinitesimal en donde aún vivos y ya muertos, se sentirán convertidos para los otros en lo que ya eran para sí mismos”.