Es una historia de desobediencia, de reglas quebradas, de frontera difusa entre lo que es legal y lo que se permite en las sombras. En Salta, una provincia que se ha vuelto el corazón de la guerra invisible entre las fuerzas del orden y los carteles que en ella operan, se consumó una detención que apenas se menciona en los diarios, pero que tiene una dimensión más profunda, más humana, más perturbadora.
El 26 de octubre de 2024, la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) ejecutó uno de los operativos más relevantes en la lucha contra el narcotráfico y el contrabando en el norte argentino. En San José de Metán, un control vehicular dejó al descubierto la existencia de una red criminal con ramificaciones en varias provincias del país, que utilizaba vehículos de transporte, camiones y colectivos, para distribuir no solo drogas sino mercaderías de contrabando, como cigarrillos, cubiertas y hojas de coca.
El colectivo detenido llevaba consigo un cargamento que, en su tamaño y complejidad, refleja la magnitud del problema: 365 kilos de estupefacientes, entre cocaína, marihuana y hojas de coca, además de mercadería ilícita como cigarrillos y cubiertas. El hallazgo no fue producto de una simple casualidad, sino de meses de investigación, que comenzaron en junio de ese mismo año, y que involucraron escuchas telefónicas, seguimientos y vigilancias discretas, siempre en las sombras, lejos de los ojos del público.
A través de escuchas diferidas y el trabajo incansable de los oficiales de la PSA, se descubrió una organización criminal con una estructura piramidal, de roles bien definidos, donde las órdenes se daban desde la cima de la pirámide y se ejecutaban en la base con un nivel de eficiencia y coordinación que solo un sistema bien aceitado puede lograr. El colectivo, que viajaba desde San Ramón de la Nueva Orán con destino a Tucumán, se había camuflado para evitar ser detectado, utilizando un vehículo de punta, conocido como “barredor”, que permitía anticiparse a cualquier posible control policial.
Pero los controles no eran suficientes para detener la maquinaria del narcotráfico. Aquel miércoles, en la Ruta Nacional 9, a la altura del kilómetro 1462, un equipo de inspección con rayos X y un perro detector de narcóticos marcó lo que sería la caída de uno de los eslabones más importantes de esta cadena del crimen organizado. Bajo los asientos traseros del colectivo, en un doble fondo diseñado para ocultar la carga, se hallaron 21.77 kilos de cocaína con el sello del delfín, una marca que se ha vuelto símbolo de una red que ha trascendido las fronteras del país. También se encontraron 343.52 kilos de marihuana, 88.25 kilos de hojas de coca y 598 cartones de cigarrillos. Todo estaba allí, aguardando el momento de su distribución. El chofer, un hombre de 51 años sin documentación, fue detenido, pero la red seguía extendiéndose, más allá de la cárcel.
Al día siguiente, la PSA continuó con el operativo y realizó dos allanamientos en la provincia de Salta: uno en el Barrio San Cayetano, en la localidad de Hipólito Yrigoyen, y otro en el Barrio San Expedito, en Orán. De estos procedimientos, se detuvo a una mujer de 23 años y se secuestraron elementos que iban más allá del narcotráfico: una moto, una balanza, tarjetas de crédito y débito a nombre de la detenida, cuatro teléfonos celulares y un pendrive que contenía información de alto valor para la causa. Los tentáculos de la organización seguían extendiéndose, conectando a hombres y mujeres, adultos y jóvenes, todos unidos por la promesa de ganancias rápidas y sin escrúpulos.
La intervención de la Unidad Fiscal Federal de Salta, bajo la dirección de Ricardo Rafael Toranzos, no solo fue un golpe al narcotráfico, sino un recordatorio de la realidad que se vive en muchas zonas del norte del país. Allí, el narcotráfico y el contrabando no son casos aislados, sino sistemas paralelos que operan en la penumbra de la legalidad, donde la pobreza y la falta de oportunidades juegan un papel fundamental. Son redes que se nutren de la desesperación, que se extienden como una telaraña de un punto a otro, tejiendo conexiones invisibles entre pueblos y ciudades, entre provincias y países.
Mientras tanto, en las mesas del poder, se discuten medidas, se levantan voces en contra y se promete mano dura, pero la realidad sigue siendo otra: las organizaciones criminales continúan con su negocio, moviendo mercadería, comprando voluntades, amparándose en la impunidad que la distancia geográfica les otorga. Y los habitantes de las pequeñas localidades del norte, donde se gestan estos operativos, siguen siendo testigos silenciosos de una guerra que no se ve, pero que golpea cada vez más cerca.
Es la lucha de siempre: unos pocos tratando de sostener el orden mientras una maquinaria clandestina sigue su marcha, imparable, indiferente, a lo largo y ancho del país.