Escribe Alejandro Saravia

A fuerza de reiteraciones uno, a veces, se va acostumbrando. Pero lamento remitirme a la primera persona, pero tengo que remontarme, perdón, a una vieja conversación que tuve con mi padre al cual le pregunté si alguna vez él había tenido la sensación de vivir en un país en funcionamiento. Es decir, en un país normal. A ese país al que alguna vez Néstor Kirchner, por ejemplo, discursivamente, apuntó  ¿Recuerdan ustedes que en sus primeros discursos Kirchner dijo que quería hacer de Argentina un país normal? Bueno, a eso. En aquellos tiempos, apuntaba la pregunta de un hijo normal, creo,  a un padre mayor, con el cual había, por ser el hijo menor de una familia numerosa,  mucho tiempo histórico entre ambos. Aclaro, por si a alguno interesa, que se trata no sólo del hijo menor de esa familia numerosa, sino también el nieto menor, por padre y madre, de ese tipo de familia. Es decir, numerosa.

Recuerdo que su respuesta fue, siendo él un conservador liberal, no en el sentido norteamericano, sino en el propio nuestro, es decir, un tipo que con la cabeza abierta, culto, crítico, pero socio del club 20,  observaba nuestra realidad y nuestra historia inmediata y como tal vivía, desde ese lugar me respondió que el único gobierno normal que él había vivido fue el de Marcelo T. de Alvear, que le había tocado vivir cuando él era un estudiante en Buenos Aires. Mientras estudiaba trabajó en el ministerio de Economía, durante la gestión de Víctor M. Molina. Concretamente en la biblioteca de ese ministerio. Reitero, si bien él no era radical, venía de una familia de esa prosapia y, por eso mismo, le habían conseguido un conchabo en ese ministerio para bancar sus estudios. Me contaba que en esos tiempos los ministros no tenían asesores, de modo tal que, en las interpelaciones, él como pinche de la biblioteca de ese ministerio cuando había alguna interpelación, le debía llevar al ministro una bandeja rodante con todos los libros que el ministro habría de necesitar para preparar las respuestas para responder a eventuales preguntas. No había asesores ni calienta orejas. Otro mundo.

Por línea materna vengo de radicales antipersonalistas. Es decir, radicales entrerrianos, de aquella vieja línea de los Laurencena. Ideológicamente, pero también cultural y lingüísticamente, muy ligados a los uruguayos. Recordemos que Estanislao López y Francisco Ramírez fueron los históricos lugartenientes de José Gervasio de Artigas, el prócer oriental. De la Banda Oriental. Hoy Uruguay.

A qué va todo esto? A la extrañeza que me produce Argentina. Salteño, como soy, veo cómo los descendientes de los que traicionaron y mataron a Guemes hoy lo veneran y desfilan. Muestra de una singular hipocresía, al menos.

Fernández, Alberto Fernández, Macri y el propio Horacio Rodríguez Larreta, porteños de pura cepa, gobernaron, o al menos, pretendieron hacerlo, a nuestro complejo país sin haber reparado la cicatriz que nos separa ¿Alguno de ustedes por ventura se pusieron a pensar, alguna vez, qué se homenajea en la Plaza Once de Buenos Aires? Allí, en plaza Once se venera el 11 de septiembre de 1852, día en que Buenos Aires se alzó en contra de la Confederación Argentina, en ese momento comandada por Urquiza. Se lo sigue vanagloriando. No interesa Cepeda ni el retiro estratégico de Urquiza en Pavón, giro que posibilitó la integración argentina. Aunque lo haya pagado con su muerte. No, sin pensar en ello, se sigue homenajeando aquella escisión, haciéndola perpetua..

Nosotros los argentinos, no tenemos conciencia de dónde venimos y, por eso, y otras cosas, no sabemos adónde vamos.

Cuando observo a un país sometido al barrabravismo, sea de Moyano, el de los que asaltaron al mecánico Ríos, al ponderado por nuestra vicepresidenta cuando vanagloriaba a los que prendidos en un alambre prometían muerte a sus adversarios de equipo, pienso, perdón, que no tenemos salida. Pienso que nunca podré responder a esa pregunta que en algún muy remoto día le hice a mi padre acerca de la sensación de vivir en un país normal.

¿Saben qué nos pasa?: No hay líderes. No hay ejemplaridad. Algunos apelan a los santos. A Dios o a los cielos. Pero no se trata de que se  produzca un milagro. Falta liderazgo. Falta ejemplaridad. Autoridad. Ésta, la autoridad, viene de eso, de la ejemplaridad. De la falta de prontuario y de la presencia de conducta. De congruencia. De la conciencia de saber a dónde debemos ir. No lo saben los supuestos conductores, mucho menos los conducidos. Mientras tanto, fingimos. Hacemos como si, pero sin rumbo. Pura inercia.

Lo veo  a Macri, quien desaprovechó para siempre, reitero, para siempre, la oportunidad que la historia le dio. Está claro que quedó chico. Lo veo a Alberto Fernández, quien se debate entre dos mundos, renunciando con ello a ser el líder que esta coyuntura necesita. No vale ni tan siquiera como para una transición. Observo a los que calientan la grieta. Y, cuando los miro a todos, ya desde una cierta distancia, pienso, reitero, que no hay salida. Que no hay quien aporte claridad. Volvemos a Ortega: Argentinos, a las cosas…

Mucho análisis, mucho café, mucho onanismo. Poca ejemplaridad y poco liderazgo.