Radicada en Dijon desde 2014, una salteña rememora el día de los ataques a París y sus consecuencias sobre musulmanes que residiendo en Francia y condenan al fanatismo, son objetos de una intolerancia que el horror permite explicitar sin complejos. (Lucia Chagaray)

Nací en 1983 en El Carril, Salta. Me quedé en el norte argentino hasta junio del año pasado, cuando me vine a vivir a Francia. El sábado pasado, el 14 de noviembre, empezó como cualquier día con nuestro despertador gritando “mamá, papá tengo hambre”. Como es habitual miré mi teléfono, mensajes, el Facebook y evidentemente algo había pasado, tiroteos y explosiones en París.

Las primeras imágenes llegaron a mis ojos a través de los canales de televisión que repetían incesantemente los hechos de la noche anterior. Me impactaron del modo esperable, me invadieron sensaciones como el miedo y la tristeza; pero al rato no más la mente adulta fue abstrayendo lo sucedido y empezó a dar los primeros intentos de acomodar la información. A partir de ahí no me pude sentir triste y no pude más que asentir cada vez que alguien me relataba la tragedia como injusta o anunciada, sólo pude quedarme callada cada vez que algún conocido musulmán me aseguraba que esos que se habían explotado no eran verdaderos musulmanes, no necesitaba esa aclaración, porque de las pocas cosas claras que tenía hasta ese momento era la calidez con la que fui recibida por mujeres con pañuelo en la cabeza, costumbre que en un primer momento no entendí para luego comprender que no había nada que entender. Me dolió saber que a algunas personas dejaron de saludarlas y que otras las miraron con miedo, no justificaré esas actitudes basándome en la ignorancia, sería demasiado amable, creo que simplemente son imbéciles.

Pensé fuertemente en la conexión intrínseca que existe entre las armas y la muerte, pensé en Menem, en la A.M.I.A., en Río Tercero. Y me pareció lógico lo que estaba sucediendo, no digo justo y menos correcto, simple y llanamente gracias a las decisiones de unos pocos hay demasiada gente muerta y muchos otros más sufriendo las consecuencias de la avaricia de hombres que se disputan el poder amparándose en dogmas y en la democracia, creyéndose dueños de la razón.

Mientras tanto algunas dudas cruzaron el Atlántico, amigos intrigados por la postura de los franceses comunes hacia los “turcos”. La respuesta es sencilla, siempre hubo gente que no soportaba compartir el aire con los musulmanes y hoy golpeándose el pecho creen haber encontrado la justificación a su intolerancia. Por otro lado, están las personas que no separan al mundo en colores, religiones ni nacionalidades, esos son los que siguen pidiendo que se habrán más puertas para los refugiados, esos son los que se reúnen en los centros sociales a hablar con la gente, allí donde uno llega sin hablar tal vez ni una palabra de francés y conoce a personas de todo el mundo, o mejor dicho de esas partes del mundo donde hay guerras civiles o persecución política y que encuentran aquí un lugar para esperar y creer que algún día podrán volver a sus tierras.

Estas situaciones llevan a la reflexión, acerca del valor de la vida, de las decisiones tomadas, de la dirección que elijo para transitar junto a mis hijos, porque es verdad que no me hace gracia que ellos se acostumbren a minutos de silencio, ni a discursos que justifiquen aunque sea discretamente los bombardeos. Por el momento, seguiré como hasta aquí intentando ser coherente conmigo y mis ideas, compartiendo con los hijos mis tradiciones traídas del norte argentino y que voy enriqueciendo al moverme en esta multicultural y muchas veces contradictoria Francia.