De los demonios que habitan Salta hay uno que promueve la apatía estatal. No impulsa a los gobiernos a someter a los otros, sino a poseerlos espiritualmente para que estos se desentiendan de sus habitantes sin que le estallen conflictos de conciencia. (Daniel Avalos)

Dos casos policiales ocurridos con 38 años de diferencia lo confirman. En ambos las víctimas eran mujeres, casi niñas, que padecieron un tipo de racionalidad violenta que brutalmente ejercidas sobre ellas, trastocó de manera irreparable sus vidas. Uno de esos casos es el de la niña wichi que tras sufrir una violación colectiva quedó con un embarazo que se interrumpió cuando el Estado provincial carecía ya de cualquier tipo de iniciativa al respecto. El otro caso ocurrió en 1978. La víctima fue una adolescente también wichí, de la zona de Embarcación, que por salir a bailar sin la autorización de su pareja fue estrangulada por él cuyo nombre era Juan Maidana.

Los puntos de contacto entre los casos empiezan a evidenciarse. Uno de ellos es el proceso de cosificación del que son objetos las mujeres y que acá podemos definir así: al ser convertidas en cosas por los hombres, estos parecen sentirse más libres en la medida que sean capaces de imponer su voluntad sobre ellas, tal como lo harían con un utensilio doméstico, un animal de granja o una parcela miserable de tierra que reivindican como de su propiedad. Admitamos también que entre las muchas semejanzas que podemos encontrar en estos casos, el de los ocho violadores de la niña wichi posee un dato escalofriantemente adicional: el racismo latente de no pocos criollos de esa región que comprobando día a día que físicamente no son tan distintos a los “indios” como desearían, se sienten inclinados a emplear un tono más áspero, más arrogante y hasta ofensivo para dirigirse a los “inferiores”. Sentimiento de superioridad que combinada con la cosificación que realizan de la mujer y la propia perversión sexual provocaron lo que ahora los reportes judiciales revelan para dejarnos perplejos: que se lanzaron a la caza de tres niñas que iban a comprar pan hasta alcanzar a solo una, quien finalmente fue víctima de un ultraje que ni ella ni la familia denunciaron porque la pobreza en la que viven y el desamparo en el que se encuentran sólo le enseñan a resignarse ante todo. Es lo que suele pasar con aquellos que se han acostumbrado a yacer en el fondo de un precipicio a donde la luz del Estado nunca llega.

Y así llegamos al punto de la apatía estatal de los que todos hablaron durante la semana con respecto a la niña wichi. Hasta los poderes del Estado lo hicieron al denunciar que la niña no accedió a la Justicia ni a los servicios sanitarios más elementales. En definitiva, lo que todos denunciaron es que la burocracia estatal nada hace para que las leyes se apliquen en esos lugares que el Estado reivindica como propios. Y sin embargo hay otro detalle aberrante del que se habló menos. Uno que creemos dimensiona bien el enorme divorcio que existe entre ese Estado y las comunidades wichi. Es eso lo que estas líneas pretenden resaltar.

Para hacerlo recurriremos al caso de Juan Maidana, ocurrido en 1978. Conviene precisar cuál fue la forma en que lo ocurrido aquella vez llegó a nuestro conocimiento. No fue porque quien esto escribe se entregó a una aventura periodística para dar con el caso. Fue por puro y simple azar acaecido en una mesa de café. De una que formaba parte el Fiscal de Estado, Alejandro Saravia, quien suele siempre convertir en apasionadas a las charlas de las que forma parte. En una de ellas nos encontrábamos entre semana cuando el caso de la niña wichi se introdujo en la mesa de manera obligada. Entonces ocurrió lo inesperado. Saravia no emitió sentencia alguna sobre el caso, como suele ser su costumbre, porque entre perplejo y desencantado, recordó el caso de Maidana, a quién la sensacionalista revista “Así” le había dedicado en  1978 el siguiente titular “Los matacos están cabreros”. Resultó que el ahora Fiscal de Estado fue defensor oficial del homicida finalmente condenado a nueve años de cárcel. Y después de dar detalles de lo ocurrido entonces, Alejandro Saravia recordó en esa mesa la forma como comenzó su alegato en aquel juico: explicitó ante los jueces lo paradójico que le resultaba el hecho de que para poder enjuiciar a un salteño que vivía a no más de 400 kilómetros de la capital provincial, él y la Justicia en su conjunto debían recurrir a una traductora nacida en Londres y de religión anglicana.

Cuarenta años después, la situación se repite. Para poder escuchar los testimonios de la niña ultrajada en noviembre pasado, la justicia salteña debió recurrir a un traductor de nombre Jon Palmer, también inglés, de profesión antropólogo y que llegó desde la universidad de Brookes en Oxford en los años 70 para iniciar su tesis de licenciatura sobre la cultura wichi, de la que hoy forma parte. He ahí la apatía estatal: está dispuesta a ir en auxilio de los agentes privados que se apropian de tierras de esas comunidades, se preocupa por enviar funcionarios y letrados para que expliquen a las víctimas del despojo que haber habitado por siglos esas tierras no los hace propietarios de las mismas y está a dispuesto a recurrir a picaros operadores mediáticos que aseguren sutilmente que tales comunidades están idiotizadas por la vida rural y que por ello mismo jamás aprovecharan las riquezas sobre las que viven sentados; aunque nada hace ese Estado para contar al menos con un burócrata judicial que pueda entender el idioma de quienes primero son deglutidos para luego ser vomitados por el sistema.

La conclusión se impone: no hay vínculo orgánico entre ese Estado y el mosaico étnico tejido por un número indefinido de pequeños y a veces insignificantes parajes con rancheríos semiderruidos en donde hombres y mujeres oscilan entre una juventud o una vejez indefinida. Que dos casos judiciales separados por 38 años hayan precisado de traductores judiciales de otra nacionalidad explicita bien el divorcio estructural entre unos y otros. Un divorcio que es hijo de una ignorancia que lejos de ser una simple y pasiva falta de conocimiento, se parece más a eso que el pensador Karl Popper definía como una activa negación a adquirir y poseer conocimientos sobre el otro o sobre las cosas.

La referencia literaria se impone. Será para recurrir a Manuel Scorza, ese peruano genial que en la década del 60 partió como periodista a las sierras peruanas para cubrir los levantamientos indígenas de entonces. La experiencia lo marcó para siempre y de ella nació la obra que lo hizo mundialmente famoso: Garabombo el invisible. En un pasaje de la novela, Garabombo relata a un grupo de amigos comuneros su frustrado viaje a Lima a adonde había partido para exponer ante las autoridades los problemas de los indígenas. “Al comienzo no me di cuenta…”, relata Garabombo, “…Creía que no era mi turno. Ustedes saben cómo viven las autoridades: siempre distraídas. Pasaban sin mirarme. Yo me decía ‘siguen ocupados’, pero a la segunda semana comencé a sospechar, y un día que el Subprefecto Valerio estaba solo me presenté ¡Pero no me vio! Hablé largo rato. Ni siquiera alzó los ojos. Comencé a maliciar. Al fin de la semana, mi cuñado Melecio me aconsejó consultar a Victoria de Macre”, “¿Y qué dijo doña Victoria?, inquirió alguien de la ronda que pretendía saber la sentencia de la bruja del lugar, a lo que Garabombo respondió: ‘Que me había vuelto invisible’”.

Habrá que reconocer, no obstante, que esa apatía estatal siempre podrá contar con la indiferencia de millones de salteños que entre el crimen de la mujer en manos de Juan Maidana y el ultraje a la niña wichi, suelen hacer gala de una irritación políticamente correcta cuando los hechos traumáticos salen a la luz, aunque en el fondo se sientan más identificados con los conquistadores blancos que se jactan de poseer la fuerza de la que carecen quienes poseen un color de piel un poco más oscura y narices un poco mas chatas que las del común de los salteños.